ESPECTáCULOS
Cruise, del Lejano Oeste a la tierra del sol naciente
En El último samurai, la estrella estadounidense es un capitán en decadencia que, atraído por la paga, queda envuelto en una guerra civil en Japón que da pie a contundentes escenas de batalla.
Por Horacio Bernades
Héroe en la guerra contra el indio, lo primero que se ve del capitán Nathan Algren (Cruise) es su figura vencida y entre las sombras, botella de whisky en mano, mientras un presentador anuncia, con gran pompa, su próximo show. Corre el año 1876, y la conquista del Oeste ha quedado consumada. El rostro abotagado y ojeroso, la barba crecida, el andar borracho y el cabello desgreñado, Algren vive de un contrato con la célebre firma Winchester, que usa su nombre y fama para promocionar sus rifles, en payasescas promociones públicas. Se lo ve tan resentido y destruido como podía estarlo otro capitán, Willard, al comienzo de Apocalypse Now. De hecho, la misión que están por ofrecerle se parece bastante a la de aquél.
Algren deberá trasladarse hasta el Japón e instruir a las tropas imperiales en el uso de las por allí todavía desconocidas armas de fuego, para acabar con la sublevación encabezada, a puro sable y flecha, por el samurai Katsumoto (Ken Watanabe), quien se rebela contra lo que ve como excesiva occidentalización por parte del emperador, representante de la modernizadora dinastía Meiji. La misión de los militares estadounidenses será entre oficial y comercial, ya que el principal objetivo parecería consistir en la venta masiva de rifles. Por otra parte, el que se la propone es nada menos que su ex superior, el coronel Bagley (Tony Goldwyn), que lo había obligado a disparar, en aldeas cheyenne, contra mujeres y niños indefensos. A pesar de todo ello, hay una buena razón para emprender el viaje: la paga.
Sucede que, como Kurtz en la película de Coppola, Katsumoto resulta ser un guerrero tan sabio como honorable, que reeducará a Algren y lo convertirá en su discípulo y lugarteniente. Que los samurais representen el pasado y encarnen, a la vez, los valores más altos de su tierra, refuerza también los paralelismos con Danza con lobos, donde otro guerrero de la civilización era capturado, para ponerse del lado del buen salvaje. Narrada con límpido clasicismo por Edward Zwick (el mismo de Glory y Contra el enemigo), El último... instala desde el comienzo un tono de épica elegíaca y crepuscular, que sostendrá, de modo consistente, hasta el final. Sin eludir del todo el cliché del sabio oriental que ilumina al extranjero (como tampoco el cliché de la historia de amor, metida aquí con calzador), Zwick aprovecha toda la extensión del scope, la belleza del paisaje y la cristalina fotografía de John Toll, para poner en escena dos grandes escenas de batallas (la última dura alrededor de media hora), en las que una precisa planificación y montaje permiten seguir el conjunto de la acción y cada uno de sus detalles, sin temor a perderse.
Sucio, desprolijo y sin motivos para la sonrisa (cuando lo hace, se trata más bien de un rictus deforme y brutal), Tom Cruise está soportable, dentro de un elenco en el que brillan dos actores británicos. Uno es el no del todo aprovechado Timothy Spall (el gordito de Secretos y mentiras), en un papel de asesor del emperador que debió haber sido mejor desarrollado en términos históricos. El otro es el escocés Billy Connolly, cuyo registro cómico le permite componer un sargento a la Victor McLaglen, campechano, noble y jodón. No le hubiera venido mal a la película, y sobre todo al personaje del samurai, un sesgo menos romántico y más histórico, así como una mayor explicitación de sus motivaciones. El hecho de que nunca quede del todo claro por qué se ha levantado en armas contra el emperador (al que sin embargo dice defender) lleva a tener que hacer esfuerzos de adivinación para suponer en él un proyecto de rebelión restauradora –como el que casi un siglo más tarde emprendería Yukio Mishima–, y no sólo el último intento de un estoico defensor del honor.