ESPECTáCULOS › LAS CUATRO FECHAS DEL COSQUIN ROCK CONGREGARON A 85 MIL PERSONAS
Bailando en la catedral del acople
Todos los artistas hicieron jugar su buen momento artístico, pero queda un debate a futuro sobre la organización del evento.
Por Esteban Pintos
Los Piojos cerraron a todo volumen, fiesta y fuegos artificiales la cuarta edición del Festival Cosquín Rock, pasadas las dos de la mañana del lunes. Un detalle que no debe escaparse: a diferencia de las tres largas noches anteriores, cuyos shows concluyeron promedio a las cinco de la mañana, esta última resultó sobria en su resolución horaria. Sí volvieron a registrarse incidentes en las calles próximas al predio del festival, con represión policial (balas de goma, persecución automovilística a supuestos revoltosos) para quienes pretendían ingresar o rondaban cerca de los accesos a la plaza. Con todo, el show de Los Piojos –muy cómodos y activos en su rol de “banda número 1” del actual rock argentino, por puesta en escena y también por la solvencia con que se manejan sobre el escenario– resultó el mejor final posible para un maratón de cuatro tardes y noches (más bien madrugadas), cuyo menú resultó tan variado como sus resultados artísticos, previsibles. Salvo excepciones: la contundencia de los invitados internacionales, Molotov y La Vela Puerca, la frescura de Arbol, el gran momento de Los Auténticos Decadentes y Las Pelotas, el carisma inalterable de León Gieco, el gesto fino de Luis Alberto Spinetta y la marea de Los Piojos, que todo parece arrastrarlo.
Este Cosquín Rock 2004 volvió a reunir una importante porción de lo mejor del panorama actual del rock argentino, actualmente en estado de gracia popular y repercusión pública, como no ocurría desde hace más de diez, quince años. Según cifras oficiales, al Fernet Cinzano Cosquín Rock 2004 concurrieron unas 85.000 personas, un poco más que en la edición anterior, con un pico de convocatoria en la noche del viernes (24.000) cuando cerró Las Pelotas. Esta bonanza de estadios llenos, aceptables cifras de ventas en el mercado discográfico legal (ni qué hablar del paralelo) y una importante influencia en la cultura popular de este tiempo (sobre todo a través de la televisión) se retroalimenta en manifestaciones como ésta. Porque, a diferencia de lo que se gesta y ocurre casi con exclusividad desde y para la centralista Buenos Aires, éste es un acontecimiento que revela hasta qué punto el rock nacional –aunque Charly García ironice sobre el concepto, ver aparte– llega al corazón mismo de la Argentina profunda.
Miles de chicos y chicas llegan a Cosquín cada verano, para ver y oír a los artistas y a las bandas que acompañan y entretienen su vida cotidiana, sea en el rincón del país que sea. Si es por eso, y de continuar, este festival siempre es un éxito. Pero no alcanza: esta edición, además del affaire Charly, estuvo signada por deficiencias técnicas que molestaron a prominentes estrellas, y no sólo al divo de Santa Fe y Coronel Díaz. Bersuit, Las Pelotas, Los Auténticos Decadentes, Babasónicos y León Gieco tuvieron que combatir con problemas generales de sonido en el escenario (retorno, micrófonos, instrumentos que no se oían) y ni qué hablar de cómo se escuchaba en el fondo de la plaza. La verdad es que, parafraseando una pregunta común en los comienzos precarios de esta historia, algunos músicos deberían haber preguntado: “¿Se escucha en el fondo?”.
El domingo por la noche, mientras León Gieco dirigía un coro multitudinario, los organizadores del festival atribuyeron las fallas del sonido a la empresa Buenos Aires Light Show y a cierta impericia del técnico de sonido de Charly. “Contratamos a la mejor empresa del país y no nos respondió. La gente se enoja con nosotros, pero lo único que hicimos fue contratar a los mejores”, declaró José Palazzo, la cara más visible del festival, ya que además conduce Rockódromo, programa de TV que emite Canal 7 todas las medianoches. Sobre los problemas con García, Palazzo dijo que “no le daban la ruta de sonido indicada a cada retorno. Los micrófonos siempre funcionaron, pero Charly no los escuchaba”. Polémica al margen, la cuestión del sonido se convirtió en central por peso propio. Volviendo a la última noche, la presencia patriarcal de Gieco preparó el clima para el esperado show de Los Piojos. A esta altura, y no es ningún descubrimiento, Gieco es un guía espiritual-reserva moral del rock argentino. En los ‘90, la mayoría de las figuras emergentes de entonces (fundamentalmente, La Renga, Los Piojos, Attaque 77) terminaron de entronizarlo y por si hacía falta, la versión de Pensar en nada que Los Piojos incluyeron en uno de sus discos en vivo revivió una canción lista para ser coreada cada vez que se deja oír. Claro que el show de Gieco tuvo, además, un pico de emoción con Los Orozco y Pensar en nada. Al comienzo de la primera, un pibe con síndrome de Down tomó el escenario y entregó, junto al artista, la postal del festival. Bailó, cantó, arengó y se fue, con su remera de León, hacia un costado del escenario para confundirse en un gran abrazo con alguien que ahí lo esperaba. En Sólo le pido a Dios, el coro se agrandó con otros chicos y chicas con discapacidades. Todos se llevaron uno de los mejores momentos de sus vidas, gracias a una canción y una persona especial. Así es León Gieco.
Una salva impresionante de fuegos artificiales saludó el arranque de Los Piojos, algo disminuidos visualmente por una evidente molestia física que impidió a su cantante y foco de atracción, Andrés Ciro, desenvolverse con la categoría y actividad que ya patentó como propias. Unas condiciones que lo ubican como el más carismático y seductor de todos los hombres al frente (eso que en inglés se dice frontman) de la escena actual. Terminó más lesionado en su rodilla por una caída inesperada (éste fue el festival de las caídas, así le pasó también a Alejandro Sokol), pero así y todo dejó en claro quién es el hombre a cargo, en esta nueva primavera del rock, más que nunca nacional y popular.