ESPECTáCULOS › PAGINA/12 OFRECE UNA COLECCION DE TRES DISCOS DE GOYENECHE
El cantante que inventó su estilo
Desde su debut con Kaplún y Salgán y el apogeo con Troilo hasta sus últimas versiones, en que el “decir” se convirtió en estética, el Polaco fue uno de los más grandes del tango.
Por Julio Nudler
Roberto Goyeneche fue medio siglo de tango. Su papel en esa inconmensurable obra colectiva, que hoy amaga retomar su esplendor, fue preciso y particular: cantor de orquesta. Ninguna otra cosa. Aunque alguna vez cantó con guitarras, y ése fue el marco de su casi anónimo debut discográfico en 1948 (un homenaje a Celedonio Flores, muerto un año antes), o con formaciones mínimas –tríos y otras diversas–, su marco por excelencia fue la orquesta: Raúl Kaplún en sus inicios, Horacio Salgán en la consolidación, Aníbal Troilo en la cúspide, y las que se sucederían después. Esa característica de cantor de orquesta fue y es definitoria. Prohíbe, por ejemplo, compararlo con Gardel, o con Corsini. Muchos sostendrán que, con esa restricción, Goyeneche fue “el mejor”.
Un gran conocedor, de esos perdidos en el laberinto de los barrios, lo coloca entre un trío supremo de voces, al mismo nivel de Alberto Marino y Floreal Ruiz. ¿O incluyó en ese Olimpo a Edmundo Rivero? Algún otro catedrático se quedará preguntándose por qué no Roberto Rufino, Horacio Deval, Jorge Casal. O tal vez Alberto Morán, o Carlos Dante, o Jorge Durán. ¿Y Raúl Iriarte, la voz emblemática de los ’40? Desde luego que Francisco Fiorentino y Angel Vargas quizás arrasen, para muchos, con la mayoría de los nombrados. Pero el medio siglo del Polaco seguirá instalado como una parábola incomparable, a prueba de esos torneos polémicos con que trasnochan los tangueros.
Los tres discos compactos que a partir de mañana presenta Página/12 recorren la controvertida recta final del cantor, la etapa en que queda librado a su intuición, su oído, su talento para decir, el recurso de sus fingidas vacilaciones y esa radical familiaridad con las esencias del género. A veces ni siquiera todo eso le alcanza para disimular “los desencantos de su canto”, pero otras produce milagros como los que deslumbran en sus versiones de Viejo ciego, Pompas o Contramarca, recogidas en estos CD. También De barro. Es curioso recordar, mientras se los escucha, aquellas primeras grabaciones con Salgán, entre 1952 y 1956, cuando era “solamente” un excelente cantor joven y gardeliano, tan irreprochable y contundente –pero no más– como Deval y Angel “Paya” Díaz, las otras dos voces que pasaron en aquellos años por la orquesta del genial pianista, y al segundo de los cuales consideró su maestro.
A ellos, como a tantos otros, los esperó la declinación, el olvido, y también el recuerdo añorante de una multitud dispersa y percudida de amantes del tango, cada vez más cerrados sobre sí mismos en los pliegues de una sociedad hostil, tangofóbica. Pero Goyeneche siguió surcando, paulatinamente, sucesivas transformaciones. Primero pasó a ser un cantor diferente, a inventarse un estilo heterodoxo dentro del gardelianismo y a impactar con Troilo, con quien dio la dura batalla del tango entre 1956 y 1964, el año de la muerte accidental de Julio Sosa. Fue ésa la etapa en que construyó el Goyeneche definitivo.
Lo consiguió grabando Bandoneón arrabalero, Calla, Cantor de mi barrio, Barrio pobre, San Pedro y San Pablo, Garúa, El motivo, La última curda, Pa’ que bailen los muchachos y Cómo se pianta la vida. A partir de entonces, no todo fue óptimo, pero siguió consagrándolo como al más importante cantor de la época, sobrellevando la peor y más larga crisis del género. Después tuvo cada vez menos voz, y eso lo llevó a ir recostándose en su atrapante expresividad y a verse arrastrado hacia un deterioro tan doloroso como heroico.
Muchos recién le prestaron atención cuando ya no podía cantar, y él mismo lo confesaba. Si se les hacía oír una grabación del Goyeneche de la plenitud, no lo reconocían. No les gustaba que cantara bien, que no hubiera ebriedad, delirio y derrota en su voz cascada, que no se deformara en una caricatura del gran vocalista que había sido en los ’60 y desdeantes. Quizá porque sólo les atraía en el tango lo decadente, vetusto, desesperado. Quizá porque esa nueva generación carecía de la necesaria formación musical. No veían en el tango la sensualidad, el lirismo ni esa alternancia entre la rotundidad y la blandura que le apreciarían años más tarde tantos milongueros fin de milenio. Tampoco podían digerir el tango instrumental. Necesitaban que alguien cantara.
Por extraño que resulte, Goyeneche nunca tuvo un tango con el que se lo identificara. Lo que se daba en llamar un éxito, o dos o tres triunfos de los que quedar prisionero. Eso que, para bien o para mal, les pasó a tantos cantores, no le pasó a él. Quizá porque no se ató a ninguna obra segura, porque siempre se arriesgó a revolver en los viejos repertorios y a rescatar los temas que lo conmovían. Sus mejores interpretaciones corresponden a tangos que ya otros cantores habían impuesto. Muchas veces Goyeneche, como antes de él Sosa, fue el vehículo para que las nuevas camadas se enteraran de la existencia de temas que desconocían y los adoptaran. Es el caso de Como dos extraños o Garúa, entre tantos otros.
Hoy el panorama ha cambiado. Hay excelentes voces nuevas, mujeres y varones, que buscan cantar el tango como podían hacerlo Gardel, Charlo, Marino, Casal, o bien Quiroga, Maizani, Simone o Carmen Duval. Los escuchan y desde allí parten. No viven en aquel tiempo, como sí vivió Goyeneche, pero desgraban la época de los discos. Lo que Fiorentino, Floreal, Vargas o Ada Falcón les enseñan es que la afinación, la prolijidad, la métrica son sólo parte del oficio. Y que para verdaderamente cantar tango hay que agregar otras cosas. Cuáles son esas cosas es algo que puede averiguarse escuchando a Goyeneche.