ESPECTáCULOS › ESTRENO DE ROSSINI EN EL TEATRO COLON
La reina virgen (y aburrida)
Elisabetta, regina d’Inghilterra tuvo, en su estreno, algunas buenas voces y una escena carente de teatralidad.
Por Diego Fischerman
El elemento característico del bel canto son las profusas, casi imposibles y permanentes ornamentaciones. Pero el secreto de su funcionamiento es que tengan fluidez. Si esas demostraciones virtuosas en que la voz salta del grave al agudo, discurre a gran velocidad por las notas de un acorde y corre por escalas ascendentes y descendentes, traba el arco melódico, todo fracasa. Dicho de otra manera: si se nota el esfuerzo del cantante, si los arabescos traban la melodía, hay muy poco “canto” y casi nada de “bel”.
Las orquestas en la época de Rossini, Bellini y Donizetti eran, obviamente, más chicas; no había teatros del tamaño del Colón y, además, la afinación convencional era casi medio tono más grave que la actual. Es decir, que un cantante del presente debe cantar más agudo, en una sala mayor y contra más instrumentos –y más sonoros– que lo que fue previsto por el compositor. De ahí que una ópera de Rossini tenga muy pocas posibilidades de convertirse en un gran espectáculo. El estreno en el Colón de Elisabetta, regina d’Inghilterra no fue una de ellas, a pesar del oficio de la mezzosoprano Jennifer Larmore, del buen fraseo y el exquisito timbre de Graciela Oddone y la dignidad del trabajo de Carlos Duarte.
Parte del poco brillo se debió a esa trabazón del arco melódico, sobre todo en el caso del tenor agudo Carlos Ullan pero, también, muchas veces en el de los protagonistas. Otra cuota de responsabilidad le cupo al pobre rendimiento de algunas secciones de la orquesta, en particular los cornos, que produjeron pifies inexplicables en músicas tan frecuentadas como la Obertura –que lo fue antes de Aureliano en Palmira y, después, de El barbero de Sevilla– y mostraron una afinación endeble (en el bellísimo trío de cornos). También fue causa de la medianía un coro con un nivel muy lejano del que alguna vez tuvo –y del que debería tener un coro de ópera de un teatro que aspire a ser competitivo–: desbalanceado, mal timbrado, desafinado y con problemas rítmicos y de ajuste casi permanentes. Y, claro, ese aire amateur fue apuntalado por un apuntador tan celoso de su trabajo que consiguió hacerse oír hasta los palcos altos. Pero si Elisabetta, regina d’Inghilterra no logró trascender en ningún momento la sensación de trámite farragoso fue, también, por una puesta plana de toda planicie y una escenografía que contó entre sus desatinos lograr que el calabozo de la Torre de Londres pareciera un bonito loft de Palermo Viejo, con coquetos desniveles y en delicados tonos pastel. Una puesta puede no ser descriptiva y ni siquiera realista, desde ya. Pero difícilmente resiste la incoherencia producida por vestuarios del siglo XVI circulando por una arquitectura estandarizada de comienzos del XXI. La luz, por su parte, cumplió en este caso una función más de alumbrado que de posible correlato y no despegó, tampoco, de la mera corrección técnica.
La obra de Rossini, más allá de todo lo convencional que posee –que, como en toda la ópera italiana de comienzos del siglo XIX, es mucho–, tiene detalles de orquestación magníficos, como el dúo de cornos ingleses o el mencionado trío de cornos, y un muy hábil trabajo temático con los materiales de la obertura. Y, como siempre, los pasajes de conjunto son extraordinarios. Por lo demás, una estrella como Larmore no alcanzó para sostener el interés. Eve Queler, de sólidos antecedentes como directora de ópera y, sobre todo, de esta clase de repertorio, imprimió toda la agilidad que pudo y fue fiel al estilo, consiguiendo una muy buena respuesta de maderas –excelentes los clarinetes y el solo de fagot– y cuerdas. El resto, incluyendo un telón trabándose en su descenso, la inexpresividad de los movimientos del coro, los involuntarios gestos de sus brazos acompañando el canto y la falta general de teatralidad, podría ser olvidado casi en el momento de sucedido. Sería deseable.