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Argentina año verde, otra vez

Por eduardo fabregat

Quizá sean las renovadas energías de Estados Unidos, reelección de Bush Jr. mediante, como potencia exportadora. Quizá sea la supuesta primavera-verano K, o el síndrome de China, o un mecanismo coordinado entre productores y público para no morir de odio o de inanición musical. Lo cierto es que al doblar el codo final de este 2004, Buenos Aires parece volver a ser la Reina del Plata, la meca de los años menemistas en que todos venían, volvían, se quedaban, se enamoraban –de la ciudad y de los resultados en taquilla, como los Rolling Stones y su doble quinteto en River– y prometían amor eterno a este pedazo de Europa anclado en el Sur. Si el Quilmes Rock dio muestras de la buena salud del medio local (y su público), la danza de nombres de estos días da la falsa impresión de que la crisis pasó, los artistas internacionales ya no necesitan el mapa para ubicar al país de los cacerolazous y el público, ese esquivo juez que puede condenar a un promotor a la gloria o al quebranto y la horca, tiene plata para todo. Sí, claro.
Los invitados internacionales del Quilmes, Chemical Brothers, The Doors “del siglo XXI”, Stephen Malkmus, El Cigala, David Byrne, la gran patota artística del Personal Fest, Kraftwerk, la muchachada tecno de Creamfields, los retornados Living Colour, Gregory Isaacs, Norah Jones, Gilby Clarke, el G3 de Robert Fripp, Steve Vai y Joe Satriani, Robbie Williams y su show exclusivísimo: sin contar la buena cantidad de grupos argentinos convocantes que planean sus propios cierres de año (Los Piojos, Divididos, La Renga, La Bersuit, Attaque 77, Intoxicados, el primer Obras de Arbol y un largo etcétera), el joven argentino consumidor de música tiene frente a sí un panorama en el que, para poder meter figuritas en todas las páginas del álbum, las únicas opciones son pertenecer a una familia con sólida cuenta bancaria, estar involucrado en la producción de los eventos, o resignarse y salir a chorear por las noches en nombre de la cultura rock.
Mientras tanto, la Gata Flora sigue rondando, quejándose cuando no viene nadie y quejándose cuando vienen todos. Pero este nuevo festival de la exageración –al que también debe analizarse en función de una sorda puja entre los principales productores de espectáculos musicales, puja no exenta de zancadillas varias, exclusividad de lugares y programaciones simultáneas para escupirle el asado al otro– sirve también para recordar que, aunque la miseria venga degollando, el público porteño es capaz de múltiples sacrificios con tal de alimentarse los oídos. Que eso quizá signifique no poder alimentar el estómago por un par de semanas, bueno, ésa es otra canción. Una que conocen todos.

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