ESPECTáCULOS › “KATE & LEOPOLD”, DE JAMES MANGOLD
El amor no tiene edad
Por Luciano Monteagudo
¿Qué es ese aparato cuadrado del que salen imagen y sonido? ¿Y esas carrozas con motor que atraviesan las calles a toda velocidad? ¿Esa pasta blanca que sale de un frasco servirá para afeitarse? Para Leopold, Duque de Albany (Hugh Jackman), todo es nuevo en la Nueva York del año 2001. Claro, se entiende, él viene de 1876, el año en que se construyó el puente de Brooklyn. El hecho de que más de un siglo después esa magnífica obra de ingeniería aún siga orgullosamente en pie lo maravilla, y ratifica su fe en la ciencia y el progreso, una fe de la que él mismo es uno de sus más devotos cultores: no por nada está estudiando la posibilidad de inventar una caja capaz de evitar las penurias de la escalera y que hoy se llama ascensor. Pero encontrarse de pronto cara a cara con el futuro, eso sí que no estaba en sus planes. Y menos aún conocer a Kate (Meg Ryan), una típica ejecutiva neoyorquina, de esas que piensan que su carrera en la empresa lo es todo en la vida.
El director y guionista James Mangold se debe haber preguntado qué otra vuelta de tuerca le podía encontrar al cada vez más trajinado género de la comedia romántica. La solución que encontró fue un viaje en el tiempo, por qué no. Sucede que Leopold es el soltero más codiciado de Nueva York, un aristócrata a punto de ser desheredado por su actitud displicente hacia su familia y abolengo. El no atiende demasiado a los protocolos: prefiere preocuparse por el futuro. Y el azar –o más bien el capricho de los guionistas– pondrá en su camino a Stuart (Live Schreiber), un científico loco de este siglo XXI que acaba de encontrar un portal, una brecha en el tiempo, justo a orillas del Brooklyn Bridge. Será a través de Stuart que Leopold conocerá a Kate, tan reacia al matrimonio como el propio duque. De eso se trata: que ambos encuentren que, a pesar del tiempo y la distancia, están hechos el uno para el otro.
Lo que en un principio se deja ver con agrado y cierta curiosidad propia de la propuesta (¿cómo reaccionaría un especimen del siglo XIX ante los avances tecnológicos, sociales y culturales del siglo XXI?) poco a poco va perdiendo su energía, hasta que las casi dos horas del producto parecen pesar más que todo el siglo que separa a estos amantes. El ingenio del comienzo cede su lugar a la rutina, apoyada sólo en la imbatible eficacia de Mey Ryan como comediante, bien secundada por Schreiber (el mismo de la trilogía Scream), que le da todo el carácter excéntrico que necesita su personaje. Para Leopold, se extraña en cambio un actor más carismático que el australiano Hugh Jackman (el Wolverine de X-Men), a quien lo ponen en un personaje difícil, que únicamente Cary Grant hubiera podido resolver, con esa combinación de elegancia y desparpajo que le era propia.