ESPECTáCULOS › ELLA EN MI CABEZA, DE OSCAR MARTINEZ
Fábula de la mujer autómata y el enfermo de protagonismo
Con un elenco sólido, Martínez debuta como autor indagando en los problemas de pareja.
Por Hilda Cabrera
¿Existe una vacuna que contrarreste los peores efectos de convivir durante más de diez años en pareja? Un atormentado Adrián inquiere casi metafísicamente sobre esto en una noche de insomnio que parece no ser la única de su vida marital. Antes de que este personaje encare (sin esperar respuesta) a la platea y monologue sin pausa, el sonido del vuelo de un moscardón crea clima y anticipa el nivel de una exasperación nocturna que lo incitará a anudar “temas y subtemas” relacionados con su pareja. Su discurso es el de la víctima, y cobra significado por su obsesiva manera de hurgar en las heridas y ternuras del amor. El hombre dice estar minado por su mujer, Laura, a la que le endilga un automatismo perverso. Su refugio es desdoblarse por las noches. De modo que él ocuparía dos espacios a la vez: uno en la cama, tumbado junto a su mujer, y otro frente al público, de pie, o sentado a la manera de un narrador de cuentos, ideando incluso diálogos con su analista: “Mi cabeza es una pochoclera: no para nunca”, confiesa. El hombre intenta ordenar sus emociones, algo imposible entre tanto lamento. Por qué compartir la vida con una mujer que “tiene todo bajo control”, y que lo apura cuando él desearía permanecer en el limbo de las indecisiones. Sobre el escenario de la Sala Pablo Neruda, una gran cama y una mujer adormecida patentizan esta disociación del marido que –de tanto en tanto y por las dudas– gira su cabeza, mira hacia atrás y comprueba que la insidiosa sigue ahí, bajo las sábanas. Entonces, afirmado, reiniciará su cantilena: ¿Qué es lo que nos une?, dirá con cara de asombro.
Para destrabar el mundo de este insomne, el autor introduce el personaje del psicoanalista Klimovsky, el que escucha y opina, por ejemplo, que disociarse no asegura la salvación. Despojado de ese auxilio primordial, el desvelado reanuda sus quejas y dispara contra las sesiones que se interrumpen, “como en las telenovelas”, justo en el momento de mayor interés. En su debut como autor, Oscar Martínez logra un eficaz contrapunto entre estos personajes que adquieren por momentos rango de segunda voz. De ahí que el espectador conozca de modo indirecto detalles del carácter y de las actitudes de Laura y Klimovsky. El cedazo es aquí el sufriente Adrián, “un enfermo de protagonismo”, según su mujer.
Desarrolladas en un plano intermedio entre la vigilia y el ensueño, las acciones retratan ciertas falsedades de lo cotidiano y las extrañezas que en ocasiones produce lo familiar. Subsumidos en ese clima, los personajes rondan el disparate. Es el caso del analista que deviene implacable árbitro de fútbol. Este flash, como otros que prodiga el montaje, dinamiza el tiempo destinado a lo que se cuenta y el dedicado a su representación. La puesta, de ritmo ágil hasta promediar la obra, cuando la lasitud se apodera de los intérpretes, recompone con trazos cómicos la agitación cotidiana que genera una convivencia deteriorada y la ruptura que ese estado de cosas produce entre los anhelos y aquello que se percibe comoreal. Asuntos que no desembocan aquí en tragedia sino en una reflexión teñida de psicologismo y humor.
El disloque de lo real es, finalmente, obra de un Adrián (papel en el que se destaca Julio Chávez) que elabora argumentos y extrae conclusiones de una situación que se cierra en él mismo. Lo interesante de este trabajo (en el que se luce todo el elenco) es la identificación del público, expresada especialmente en las escenas de tono socarrón. Es evidente que el espectador disfruta con las contradicciones de ese marido excluido (o autoexcluido), que habla desde lo que conoce, utilizando un lenguaje depurado pero no exento de los exabruptos habituales en lo cotidiano.