ESPECTáCULOS › WYNTON MARSALIS Y ORQUESTA
“El jazz es como la democracia”
El genial trompetista actúa hoy y mañana con la Orquesta de Jazz del Lincoln Center.
Por Diego Fischerman
De joven prodigio del jazz y protegido de Herbie Hancock a haber sido elegido por la revista Time como uno de los hombres más influyentes de la Nueva York actual, el camino de Wynton Marsalis es tan atractivo como contradictorio. Por un lado es, sin duda, quien más impulso ha dado al consumo masivo del género y al lugar del jazz en la educación musical de los estadounidenses. Por otro, como director de la orquesta de jazz del Lincoln Center, se ha erigido en una especie de guardián de la tradición y de virtual legislador acerca del bien y del mal en la materia, lo que le ha valido durísimas críticas de otros músicos, entre ellos Keith Jarrett. Idolo para algunos, acusado como reaccionario por otros, el trompetista que ya a los 18 años había integrado los Jazz Messengers de Art Blakey y había grabado el legendario disco The Quartet con la misma base que había acompañado a Miles Davis durante años –Hancock en piano, Ron Carter en contrabajo y Tony Williams en batería– es, a los 43, uno de los personajes inevitables en la historia reciente del jazz.
“El sonido más hermoso del jazz no es el de los solos; es el sonido del grupo”, dijo en una ocasión a Página/12. Y la frase es coherente con las decisiones de un instrumentista brillante que prácticamente ha resignado su papel de solista en favor del de conductor de una big band como la del Lincoln Center, con la que hoy y mañana tocará nuevamente en Buenos Aires, como parte del abono del Mozarteum Argentino. Que esta sociedad privada de conciertos, una de las piedras fundamentales en la programación de música clásica en esta ciudad, haya incluido un número de jazz en su ciclo anual, habla de la apertura de los programadores y, a la vez, de la institucionalización de cierto jazz –y de ciertos personajes del jazz– hasta el punto de hacerlos potables para eventos de esta naturaleza. Los dos conciertos, que iban a ser en el Teatro Colón, a causa del conflicto gremial que paralizó esa sala hasta el viernes pasado debieron ser trasladados al Teatro Gran Rex. “Siempre voy a ser criticado”, reflexiona Marsalis. “En el jazz, el poder es del músico y los que escriben sobre música quieren tenerlo ellos. Por eso la relación de música y crítica es al revés de lo que debería. Los críticos tendrían que preguntarles a los músicos sobre la música y jamás lo hacen. Entonces critican y esas críticas, la mayoría de las veces, tienen más que ver con mis actitudes personales que con aspectos artísticos. A mí me interesa la música y no los juegos políticos alrededor de ella.”
Marsalis hizo su aparición en escena deslumbrando con una técnica absolutamente inusual en el jazz –es, también, uno de los mejores trompetistas de música clásica que hay en la actualidad– y un manejo extraordinario del timbre y el fraseo. A diferencia de otros virtuosos, y sobre todo de la mayoría de los que provienen de la escuela clásica, él, cuando tocaba jazz, tocaba de acuerdo con las reglas del jazz y hasta era capaz, incluso, de ensuciar el sonido. Su reivindicación del jazz tradicional –que tomó en gran medida como una cruzada en favor de su ciudad natal, Nueva Orleans– en un momento en que la moda entre los entendidos era el free, lo llevó a ser visto como una especie de extraño niño viejo que venía a resucitar aquello que estaba bien muerto y de muerte natural. Lo cierto es que lo que pasó desapercibido fue que, desde el punto de vista formal, Wynton Marsalis era mucho más vanguardista que lo que parecía. De hecho, con un disco como Blue Interlude, con el que comenzó a bucear –siguiendo uno de los rumbos prefijados por Duke Ellington– en formas más grandes que la de la secuencia fija de acordes derivada de un tema y, en particular, en las posibilidades de la suite, marcó un rumbo que obras como el oratorio Blood on the Field, ganador del Pulitzer, no hicieron más que consolidar.
Para Marsalis, la actividad al frente de la Orquesta de Jazz del Lincoln Center es una continuación natural de las clases de música que dio por televisión y de su pasión evangelista por recorrer escuelas de todo su país para difundir la que, según él, es “la más grande de las músicas”. Esta orquesta (sintomáticamente no la llama big band) tiene dos grandes líneas de acción. Por una parte están los conciertos que habitualmente ofrece en su sede del Lincoln Center, en donde suele invitar como solistas a músicos más ligados a la creación actual. Allí pueden participar pianistas como Andrew Hill, saxofonistas como David Murray o cantantes como Cassandra Wilson (que también cantaba en Blood on the Field). Por otra parte está la actividad relativa a las giras. Y en esos casos Marsalis piensa en la orquesta más como embajadora que como otra cosa. De lo que se trata, como lo demostró en sus dos actuaciones anteriores en Buenos Aires al frente de esta orquesta, es de ofrecer una especie de muestra de la tradición del jazz. Algo tal vez poco atractivo para el público más avezado, pero sumamente agradecido por los recién llegados. En esta ocasión, además de las dos presentaciones de la orquesta completa –que ya han agotado todas las localidades–, algunos de sus integrantes realizarán una clase magistral, con entrada gratuita, junto a una banda local en el ciclo Conciertos al mediodía, también organizado por el Mozarteum en el Gran Rex, pero el próximo miércoles a las 13. “Una orquesta de jazz es como la democracia”, ejemplifica. “En el sonido grupal está la suma de los individuos, pero sólo si son capaces de escucharse y respetarse entre sí. No puede haber improvisación colectiva si no se escuchan. Y si lo logran, lo que suena es mejor que lo que cada uno de ellos haría por separado.”