EL PAíS › OPINION
La cuestión de fondo
Por Marta Dillon
Saliendo desde Jujuy hacia Salta, hace menos de dos días, la conversación obligada con el chofer del auto fue el caso de Romina Tejerina. El hombre era de San Pedro, el lugar donde fraguó la tragedia de la joven jujeña, y tenía muchas cosas que decir de esa zona desmembrada por la desocupación. La conversación derivó a la violencia en general y los asesinatos de mujeres en particular, llamativamente frecuentes. “Y sí, debe ser así, pero si quiere que le diga la verdad, lo entiendo. Porque yo estuve a punto de matar a mi ex mujer. Es que las leyes tiran demasiado a favor de las mujeres, a mí me dejaron sin nada después del divorcio.” Ante la súbita mudez de su interlocutora, el hombre abundó en detalles sobre las denuncias que le había hecho quien había sido su esposa, la forma en que lo habían expulsado de su hogar, las denuncias por haber violado esa expulsión, la pérdida de su patrimonio. Las ganas de terminar con el embrollo legal, con la vida de su mujer y con la propia. El hombre no entendía por qué “las peleas que tiene todo matrimonio” podían terminar con una denuncia en su contra por violencia familiar.
¿Y todo esto qué tiene que ver con el acoso sexual? Sencillamente porque grafica con trazos burdos la distancia que suele haber entre la letra escrita y la vida de la personas; sobre todo cuando a buena parte de esas personas se las abandona a su suerte para después corregirlas, penalizándolas. En otras palabras: ¿cuánta efectividad puede tener, sobre todo a largo plazo, una ley que imponga penas de prisión al acoso sexual si no se puede discutir desde el vamos la formación necesaria para que todos y todas podamos establecer relaciones igualitarias, de respeto y cuidado mutuo, entre los géneros? ¿Cuánto cambiarán las cosas si sigue estando naturalizado que las mujeres que usan determinada ropa es porque algo quieren y entonces no deberían negarse a tener sexo con quien se lo solicite del modo que fuera?
Si en la televisión diaria el cuerpo de las mujeres es un objeto que se exhibe para alterar las mediciones de rating, creando la sensación de que para tomar esos cuerpos apenas hace falta algo más que la oportunidad y un poco de dinero. ¿O acaso no son las mismas mujeres –o varones gays, la mayoría de los que sufren agresiones sexuales– las que se sienten en falta cuando dicen que no al sexo después de haber dicho sí a una cena o una salida? O saben desde el vamos que nadie les va a creer si se quejan o denuncian acoso o agresiones por parte de gente a la que alguna vez dedicaron una sonrisa.
El acoso es la más invisible –y minimizada– de las agresiones sexuales. En ese sentido, no puede ser menos que saludable que se deje sentado por escrito que las cosas no son así, que al Estado le interesa que las relaciones humanas, laborales, educativas o las que sean, estén regidas por el respeto y la libertad.
¿Pero no habría algunas tareas paralelas en las que poner manos a la obra? ¿No estaría bueno pensar que ya que nos interesa el consentimiento como valor a defender que se empiece ya mismo a poner en práctica la educación sexual en las escuelas, las campañas públicas en los medios masivos, la formación en los lugares de trabajo o de formación? ¿No es urgente capacitar a quienes tienen la tarea de recibir denuncias para que se escuche la voz de quienes han sido victimizadas o victimizados sin que se cuele un tono particular en los interrogatorios que convierte a quien denuncia en sospechoso? ¿Cómo es que el mismo Senado que parece haber consensuado esta ley haya aplazado tanto el tratamiento del Protocolo de la Cedaw –que demostraría una voluntad real para eliminar toda forma de discriminación contra las mujeres– que ya nadie cree que llegue a presentarse en el recinto este año? En este contexto, cuando además el trabajo es un bien todavía escaso y las oportunidades en general se presentan para el común con cuentagotas, se hace difícil imaginar la efectividad de esta nueva ley que pena una agresión que suele darse en la sombra y sin presencia de testigos; un delito en el que casi siempre es la voz de la víctima la prueba más concreta de que ha sido cometido. Sin entrar a discutir si la pena de prisión es la solución a todos los males, como suele imaginarse, sin duda es urgente que la discusión sobre el acoso sexual y el modo en que ejercemos la sexualidad en general sean un tema transversal y no un artículo más en un código que tal vez resuelva casos particulares pero no resuelve la cuestión de fondo.