ESPECTáCULOS › ENTREVISTA AL ACTOR MARIO VEDOYA, QUE PRESENTA “VACIO”
“La pelea todavía nos sirve”
Radicado en España desde 1982, actor y autor de numerosas obras –entre ellas la recordada El cerco de Leningrado–, presenta tres monólogos este viernes en la sala El Celcit.
Por Hilda Cabrera
Les escapa a las fotos porque dice sentirse algo envarado en ellas. Tal vez el rechazo se deba “a su ascendencia indígena, al temor de que le roben el alma”, apunta Mario Vedoya, actor nacido en La Plata que dejó el país en 1982 después de presenciar cómo un grupo que había reprimido una manifestación de protesta reaparecía días más tarde en Plaza de Mayo festejando el anuncio del gobierno militar de que la Argentina había recuperado las islas Malvinas. Decidió llevar su oficio a cuestas y emprender un largo viaje por América latina. El salto a España se produjo casi al finalizar los ’80, luego de dos encuentros americanos con el dramaturgo valenciano José Sanchís Sinisterra. De este autor presenta ahora en el Teatro Celcit, de Bolívar 825, el espectáculo Vacío, título del primero de los tres monólogos que componen este trabajo que podrá verse en únicas funciones el viernes y sábado a las 21 y el domingo a las 20. En diálogo con Página/12, el actor privilegia estas “piezas breves, complicadas de resolver, que no cuentan una historia pero rescatan los intangibles del teatro, lo que no se dice ni se hace, no se toca ni se ve”. Una propuesta que exige atmósferas y un humor especial. En el primer monólogo un actor ingresa al escenario sin saber qué contar y en el siguiente un personaje que debe trasponer una puerta al término de su discurso se niega a cruzarla: “Su reflexión es que él morirá y los aplausos serán para el actor”. El tercero alude a “la presencia por ausencia”, a lo que se deja tras abandonar el escenario. Las obras de Sanchís han sido varias veces representadas en la Argentina, y él mismo dictó seminarios y participó de lecturas y semimontados, entre otros La raya del pelo de William Holden y El lector por horas. Fundador del Teatro Fronterizo en 1977 y de la Sala Beckett, de Barcelona (espacio que dirigió hasta 1997, cuando se trasladó a Madrid), ha escrito más de cuarenta obras, como las conocidas Ñaque, o de piojos y actores (1980), ¡Ay, Carmela! (1986), El cerco de Leningrado (1989) y experimentos internacionales como La cruzada de los niños de la calle (2000) y la tragicomedia musical Misiles melódicos, “un No a la guerra desde el teatro” que dirigió el argentino David Amitin. En opinión de Vedoya, es un autor empeñado en gestar nuevas dramaturgias, con un gran amor por lo pequeño, por lo que parece insignificante, y un creador incansable que hoy suma a su labor en Madrid la dirección artística del Teatro Metastacio, de la ciudad italiana de Prato.
A Vedoya se lo vio cinco años atrás en Buenos Aires en una puesta de Ñaque... Mantiene lazos con el país a través de su familia platense y de la actuación en obras de autores argentinos, como La Nona, de Roberto Cossa, montada recientemente por la compañía ¡I Piau!, nombre que proviene, según el actor, de una expresión campesina de la zona de Cuenca equivalente a ¡Y ya está! o ¡Y chau!. “La interpretamos respetando expresiones que son muy de aquí. Mantenemos el voceo y palabras como lupines y pochoclos en lugar de utilizar las españolas en uso: altramuces y palomitas”, aclara.
–¿Qué descubrió en su itinerario por América latina?
–Que los procesos sociales son parecidos, que la miseria “convive” con la euforia y soberbia de los poderosos. En ese desequilibrio, descubrí también que aquello que mostraba en escena era menos interesante que eso otro que pasaba en la realidad.
–¿Perdió interés por la actuación?
–No. Y quizá porque desde niño relacioné actuar con narrar. Tengo ascendencia vasca, muy lejana, de inmigrantes que se quedaron en la provincia de Corrientes. Pero fue mi abuelo materno, indio guaraní y marinero de agua dulce que me contaba historias en su lengua, quien me legó el amor por las palabras y las narraciones.
–¿Cuál es el teatro que prefiere?
–Vivir del teatro es difícil en todas partes. No actúo en obras comerciales, pero sí en algunas que son del gusto de un público más o menos amplio. Me atraen las obras de Sanchís y las experimentales del español Juan Mayorga (Carta de amor a Stalin, El traductor de Blumenberg, El crack, La mano izquierda). Me encanta el teatro clásico y en verso. Creo que mi vocación se despertó cuando vi Hamlet en una versión de La Comedia de la Provincia de Buenos Aires. Cursaba el secundario y me sentí profundamente conmovido.
–¿Qué impresión tiene hoy de la Argentina?
–La sigo viendo prisionera de sus contradicciones, paralizada entre un pasado y un presente de grandes robos. A pesar de esto los argentinos parecen tener más ilusiones que los españoles, en general escépticos e individualistas. Si bien en España y en varios países europeos se produjo un movimiento solidario a partir de las Organizaciones No Gubernamentales, más tarde se descubrió que muchas de éstas formaban parte de grandes negocios. En la Argentina todavía hay gente que no se desanima y protege sus espacios de libertad. El bienestar tiene un precio, alienta la vacuidad y no estimula a que alguien se ubique en el lugar del otro.
–Ocurre también aquí...
–Pero esa vacuidad se da dentro de una sociedad mucho más caótica y con resquicios donde la pelea humana todavía tiene sentido. Buscar dónde vivir es un problema. A un especialista de una ONG pueden pagarle 3000 euros y enviarlo a trabajar a Honduras. ¿Cómo se va a sentir? Colombia es para mí un país muy atractivo porque transmite un hedonismo esencial. Actué en casi toda América latina, y en lugares apartados. Hice teatro para mineros y campesinos, y encontré gente muy pobre pero no miserable. Eran personas que sabían alegrarse, a pesar de todo. A mí, cada regreso a la Argentina me da otro oxígeno, porque es el país de la queja pero también de la pelea.