ESPECTáCULOS
Para reírse con las intrigas en que los pobres le ganan al rico
“Las bodas de Fígaro” de Mozart volvió al Colón en una puesta de Alberto Félix Alberto. Atrae con buenas voces y ritmo de comedia.
Por Diego Fischerman
En Las bodas de Fígaro, como en toda buena comedia, detrás del delirio se discuten cuestiones serias. La primera de las colaboraciones entre Mozart y el libretista Lorenzo Da Ponte (las otras fueron Don Giovanni y Così fan tutte) transita por equívocos y enredos alrededor de un conde libertino, la pareja de Fígaro y Susana, una antigua sirvienta que reclama en casamiento a Fígaro como pago de una antigua deuda de dinero –y que termina siendo la madre de su pretendido– y un adolescente incapaz de dominar su actividad hormonal que persigue a cuanta mujer tenga la imprudencia de pasar relativamente cerca. Fígaro y el Conde van tramando venganzas, uno en contra del otro, a lo largo de la ópera. Como telón de fondo aparece el viejo derecho de pernada, abolido alguna vez por el Conde que, sin embargo, ahora quiere restituirlo para no perderse la ocasión de disfrutar de los encantos de Susana. Pero detrás de la anécdota se juega algo mucho más importante: el poder. Que Fígaro, un plebeyo, logre burlar al Conde no fue un dato menor en la época del estreno de esta ópera (y tal vez siga sin serlo). Después de que la obra subió a escena en Viena, en 1786, Mozart no pudo volver nunca esa ciudad. Faltaban todavía tres años para la toma de La Bastilla, pero esta obra anticipa su espíritu. Dicen que Napoleón, después de ver la obra de teatro de Beaumarchais en la que Da Ponte basó su libreto, dijo: “Esta es la Revolución en marcha”. No se equivocaba.
La puesta de Alberto Félix Alberto estrenada en el Colón juega adecuadamente el tono de farsa, imprime un ritmo en que las escenas se suceden con naturalidad y se da el lujo de alguna referencia interna al mundo del teatro. Tanto los protagonistas como los encargados de los papeles menores aparecen comprometidos con el clima de la obra y resultan convincentes en sus personajes. Gaeta como el Conde y Gibert como Fígaro componen una muy buena dupla, tanto vocal como actoral y, junto a ellos, Eliana Bayón es una Susana convincente, de buen fraseo, y Adriana Mastrangelo construye un Cherubino lleno de ambigüedad (al fin y al cabo se trata de una mujer cantando el papel de un joven que anda atrás de todas las mujeres y que, para peor, en una parte de la historia, se disfraza de mujer) y sostenido por un timbre oscuro, aterciopelado, y una línea de canto precisa y fiel al estilo. El aspecto más discutible es el de Ana Ibarra como la condesa. Con una voz poderosa y buena afinación, su amplísimo vibrato no se corresponde con lo que se sabe acerca de las maneras interpretativas del siglo XVIII y, además de contrastar con el resto de los intérpretes, parece más adecuado para Rimsky-Korsakov que para Mozart. Evelina Iacattuni, con severos problemas de afinación y serias dificultades para mantener la columna de aire estable, no fue la mejor Marcelina y tampoco estuvo a la altura de lo esperable un coro fuerade estado, desafinado y con desajustes muy notorios. En ese sentido, es una lástima que se hayan resentido los bellísimos concertantes, una de las marcas de fábrica de Mozart, por la falta de homogeneidad entre las voces principales y las otras. La orquesta, por su parte, estuvo dirigida con corrección aunque sin chispa y algunas afinaciones tambaleantes en las cuerdas graves. El imaginativo vestuario de Delia Cancela (una artista plástica que incorporó la moda al mundo del arte, en los años del Di Tella, y que colaboró con Kenzo y Saint Laurent, entre otros), la excelente escenografía del pintor Ricardo Cinalli –un argentino radicado en Londres, donde está preparando la escenografía de Cinderella de Prokofiev para el Covent Garden– y la ajustada iluminación de Mauricio Rinaldi son argumentos de peso en el funcionamiento de esta puesta que no sólo seduce en el canto de sus protagonistas y en la belleza plástica de algunas de sus escenas sino que, además, hace reír.