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Los fantasmas del pasado

En su novela El espía del tiempo, Marcelo Figueras cuenta la historia de un país en que los antiguos jerarcas de una dictadura comienzan a ser ejecutados en medio de rituales espantosos. Un policía excesivamente culto, y por ende cercano a la locura, descubrirá más tarde que temprano que esos asesinatos han sido concebidos y llevados a cabo por un familiar de desaparecidos. A esa altura, aquellos amos de la vida y la muerte de miles de inocentes han quedado del lado opuesto: ahora son víctimas acorraladas, viejos deformes que merecen piedad. Es por eso que la venganza individual no sirve a la historia, subraya la novela. No es buen negocio, plantea, que aquellos que por siempre deberían ser considerados asesinos pasen a ocupar el lugar de las víctimas.
Kamchatka habla de las víctimas de la dictadura militar argentina 19761983 pero desde un punto de vista inédito para el cine: lo hace retratando los últimos días de una típica familia de clase media de los ‘70 cuyos padres desaparecerán. El guión de Figueras, sobre un idea compartida con Marcelo Piñeyro, sumerge al espectador en el calor de un ámbito a punto de ser desintegrado, con lo que logra un efecto emocional conmocionante. El espectador sabe, desde el principio del film, cuál es el marco de esos hechos, pero no lo sabe el niño que narra la historia y tampoco lo tienen absolutamente claro sus padres. Que el horror sea una presencia latente, por momentos alejada y por otros acechante, es una decisión narrativa arriesgada, pero al fin saludable. A veces es más desestabilizador lo que no se muestra que aquello que se exhibe en demasía.
Al igual que Vidas privadas, el film de Fito Páez maltratado por cierta crítica pedorra, demasiado convencida de su propia importancia, Kamchatka aborda el tema de las consecuencias de la dictadura sin pedir permiso al catecismo de las instituciones de izquierda ni considerar su visión como la única posible. No es una película de militancia, pero es una película profundamente política: la traspasa el imperativo de la resistencia como única posibilidad de dignidad en un país arrasado. No es menor que ambas películas hayan sido escritas, dirigidas y actuadas por personas que eran niños y jóvenes durante los años de plomo. Personas que al mirar hacia atrás no sólo ven a los otros recortados contra el paisaje de la tragedia, sino que se ven a sí mismos en aquellos años de miedo, paranoia, ignorancia y soledad. Las generaciones no piden permiso para ser. Son.
Hay algo de La vida es bella –que, como se sabe, dividió aguas a más no poder– en un costado del planteo de Kamchatka, en esos momentos en que el padre que compone Ricardo Darín intenta convencer a sus hijos de que ser perseguidos puede ser un juego. Más profundamente, en su apuesta por iluminar una zona oscura para el futuro, como el funcionamiento de unas personas normales metidas en una situación excepcional. Habrá quienes encuentren liviano el modo en que se relaciona con el tema de los desaparecidos y no faltarán, en la vereda contraria, quienes consideren opresivo su desarrollo. Una cosa es innegable: la honestidad con que Piñeyro narra a partir de los elementos de que dispone, sin caer en la tentación de los golpes bajos.
En la Argentina de 1976 hubo centenares de miles de clandestinos que no figuran en la Historia con mayúsculas. Algunos sobrevivieron, muchos se exiliaron, otros murieron, miles fueron asesinados. Kamchatka se anima a ponerles rostros a esos fantasmas, a mostrar sus dudas, tensiones, sonrisas, deseos, impotencias, hijos. Para los que creen que el pasado está ahí para ser revisado, y que es pasible de muchos puntos de vista, esta es algo más que una película valiente. Es una película necesaria.

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