ESPECTáCULOS
La feria y yo
Por Silvia Hopenhayn*
Quizá lo que más recuerdo de la Feria, de la otra, la de Figueroa Alcorta, es el alambrado. El que se abría detrás de los pabellones como una telaraña caprichosa. Colarse por allí era entrar en una zona de choripán y libros maravillosa. Había que implementar una figura de doble filo: la discreción. En esa época y durante los años de la dictadura (tiempo en el que subsistió la Feria, hay que decirlo), ser discreto implicaba callarse, ocultar, oprimirse, anularse. Ser discreto era un pasaporte para la salvación, pero a la vez una forma de retrasar la historia, de apartarse de la vida amparándose en el silencio. Pero en ese pequeño gesto de abordar la Feria sin ser vista (y sobre todo sin pagar la entrada, porque uno iba diez o más veces por edición) la discreción era otra cosa, un desafío a la madurez, un empeño por pasar inadvertido allí mismo donde uno más deseaba estar. Eran tiempos (personales: la adolescencia) de osadía sin fines de lucro donde el éxito se medía por el alcance de tal o cual libro.
Una vez dentro, lo mejor era perderse entre los niños y jubilados, que habían entrado de la misma manera, pero por la puerta principal, sin ningún rasguño ni engaño. ¿Por qué recuerdo lo que más lejos está de anécdotas jugosas de mi pasado más reciente, siendo yo presentadora oficial de un Vargas Llosa brillante pero reiterativo, o un Carlos Fuentes histriónico, atascado de furia y poesía, o la suave y auténtica discreción –ésta sí– de Elena Poniatowska o el tan elocuente desinterés por los demás de Antonio Skármeta? Quizá, precisamente por el “discreto” encanto de lo inexplorado, sobre todo tratándose de literatura.
* Periodista.