ESPECTáCULOS › OPINION

Apuntes de un torbellino festivalero

 Por Fernando D´addario

En las redacciones de los diarios porteños sorprendió que el programa Folklorísimo midiera más que La cornisa, de Luis Majul. En la dosis de sorna que acompañaba esa sorpresa se revelaba (más que la chicana doméstica de la pequeña patria periodística) un reflejo de la mirada centralista y sesgada que se tiene de la vida cultural de las provincias. Años de Julio Mahárbiz y de eslóganes patrioteros expuestos en nombre del folklore erosionaron el umbral de tolerancia de la sensibilidad porteña, educada con pretensiones cosmopolitas. Hace ya nueve años, quien escribe estas líneas asumió como un castigo que lo mandaran a cubrir las nueve lunas de Cosquín. ¿Qué habría hecho mal? Con carnet rockero al día y un desconocimiento absoluto de los códigos telúricos, el choque inicial fue bravo: hubo que lidiar con la caracterización del llamado Tifón de Arequito (la por entonces adolescente Soledad) y aprender de memoria el árbol genealógico de la familia Carabajal, tareas –ambas– más apropiadas para antropólogos que para cronistas inexpertos.
Colegas del interior, lógicamente más avezados, guiaron enseguida al novato por los márgenes de esa argentinidad exacerbada. Había un submundo coscoíno, poblado de peñas alternativas, espíritu under, madrugadas con cabrito y vino tinto, zapadas guitarreras, atardeceres con melancia (receta cordobesa) y amaneceres tentadores en el río. Muy pronto, aquella primera percepción de “submundo” cambió su marco visual: el mundo real empezaba a ser ése, y el que se montaba en la Plaza Próspero Molina no era más que una burda puesta en escena para la tele, una maqueta de criollismo artificial. Despejada la sensación de “castigo profesional”, el primer impulso post coscoíno fue preguntar al amigo y colega de La Nación: ¿Dónde es el próximo festival? La inquietud derivó en un torbellino inmanejable. La agenda se llenó de números telefónicos con diez cifras, y las salidas de fin de semana, antes destinadas a festipunks en Cemento y misas rockeras en Stadium, empezaron a girar alrededor de nombres como “La Chaya” (La Rioja), “Serenata de Cafayate” (Salta), “Fiesta Nacional de la Avicultura” (Santa María del Valle de Punilla), “La Salamanca” (La Banda, Santiago del Estero), etc. Las propuestas más insólitas de cobertura eran bienvenidas, y no precisamente por vocación periodística.
En los últimos tiempos, con el hígado ya resignado a la heterodoxia gastronómica (el sello distintivo de esos festivales es la comida), un nuevo evento redobló la apuesta: la Fiesta del Chancho Asado con Pelo. Unas diez mil personas disfrutan todos los años de este bacanal agropecuario en San Andrés de Giles. Hay carreras de autos a piolín, desfile de carruajes, elección de La Buena Moza, taba, sapo y pulpería; también una programación musical ecléctica e interesante, aunque difícil de apreciar: las células sensibles del organismo sólo responden a los impulsos gustativos del chanchipán, para luego sumergirse en otras variantes al plato de la anatomía porcina y neutralizar cualquier foco de atención alternativa. No es para cualquiera.
La cartelera veraniega ofrece, lejos del vip de Punta del Este y de la sobredosis farandulera de Mar del Plata, opciones que basan su legitimidad en aplicaciones más simples de lo que se entiende como la “buena vida”: una ronda interminable de mate amargo en el río, la asistencia perfecta a la peña de los Coplanacu en Cosquín, el descubrimiento de los Valles Calchaquíes con música de Cuchi Leguizamón y poesía de Manuel J. Castilla. Durante el año, las urgencias porteñas parecen diluir ese estado de suspensión temporal, pero en enero vuelve, inevitable, como un mandato de la Salamanca.

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