ESPECTáCULOS

Una gaúcha apodada Pimentinha

El genial Tomb Jobim, carioca 100 por 100, frunció la nariz, aquella tarde de 1964, en que conducía la grabación del disco Pobre menina rica. Elis Regina, hecha un puñado de nervios, acababa de entrar a los estudios CBS de Río y uno de los próceres de la bossa nova, sin haberla escuchado cantar, le daba la peor de las bienvenidas, a sus espaldas. “Esta gaúcha es demasiado campesina. Huele a asado, todavía”, dijo Jobim, ponzoñoso como pocos. Elis lucía uno de sus varios vestiditos de gusto dudoso, una de esas prendas que una campesina se pone para una ocasión importante sin darse cuenta de que casi no hay modo de parecer ambientada entre gente tan de ciudad. El comentario del padre musical de la bossa nova no estaba dirigido sólo hacia la pobre de Elis: en rigor intentaba desacreditar a unos productores que intentaban imponérsela como la figura ideal para interpretar los temas del disco. Jobim recordaba sonrojándose, aquel momento, cuando una década más tarde empezaba a convertirse en el primer fan de Elis, en su santificador. “Aquel vestido –recordaba– tal vez retrasó diez años uno de los encuentros artísticos más importantes de mi vida.” Cualquiera que ame la música brasileña sabe que Elis & Tom, grabado en Los Angeles en 1974, es una obra maestra.
Elis tenía 19 años recién cumplidos, aquel día de junio en que fue maltratada a sus espaldas por un grupo de genios y snobs encabezados por Jobim. No era una principiante en las lides de grabación, si se tiene en cuenta que ya había registrado tres discos para tres sellos distintos, pero la verdad es que no había desarrollado aún su personalidad artística. Era, en rigor, una especie de clon de una cantante clave de las dos décadas anteriores, Angela María, por lo cual su repertorio estaba saturado de boleros, baladas y temas lentos. Su máxima concesión rítmica era el cha cha cha, y ya se sabe a qué distancia de eso estaban los sofisticados muchachos de Río que a fines de los 50 habían inventado la bossa nova. No tenía asesores de vestuario, está claro, pero en cambio estaba rodeada de docenas de personas que después se adjudicarían haber advertido antes que nadie su pasta de estrella: “Si uno quisiera reunir a todos los descubridores de Elis, no cabrían en el Maracanazinho”, bromeó el periodista Ruy Castro en su Chega de saudade, la biblia sobre la bossa nova.
Si Elis hubiese oído aquel comentario de Jobim seguramente el incidente hubiese sido histórico: tenía el carácter más turbulento que pudiese imaginarse, incluso entonces, cuando tenía mucho que aprender sobre el sofisticado ambiente musical carioca. Elis medía apenas 1,54 y venía de la pobreza más absoluta, allá en Porto Alegre, al sur de todo en Brasil. A veces la poseía un rencor que no podía controlar, contra todos y todo, ese rencor no dejaba de ser, como la historia demostró, una forma de autodestrucción. Cuando tuvo un departamento propio en Río, su familia completa se le adosó, aun contra su voluntad. En los años siguientes los gaúchos le reprocharían, como una traición, su sotaque (acento) carioca, mientras los cariocas seguirían gastándola por gaúcha. Elis era capaz de abofetear y humillar a un hombre en público por un quítame de ahí esas pajas y casarse con él poco después, como aconteció con el empresario musical Joao Bóscoli, uno de los hombres claves del negocio de la bossa en los tempranos 60 al que, previsiblemente abandonó por gordo, viejo y decadente, cuando le hubo servido lo suficiente. Le pusieron Pimentinha de apodo, pero cuando algún distraído le decía así en público recibía una retahíla de insultos como respuesta. Parecía increíble que de esa boquita y de esa vocecita salieran tamañas palabrotas.
En 1965, cuando el término bossa nova empezó a ser cursi de tan gastado y entonces sus figuras empezaron a hablar de MPB (Música Popular Brasileña), Elis se fue a vivir a San Pablo, donde al menos tenían que encontrarle un nuevo apodo. Un poco después, fue descubierta por la televisión. Al año siguiente, ya era una estrella, una mujer sin pasado. Atodo el mundo le encantaban sus vestidos, su perfume (era Replique) y hasta sus lecturas (decía que era devota de los personajes de Disney y de las tragedias de Sófocles, acaso por competencia con Nara Leao, que en todos sus reportajes citaba a Marcuse). Tenía 20 años. Viviría 36.

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