Miércoles, 13 de abril de 2011 | Hoy
LA VENTANA › MEDIOS Y COMUNICACIóN
Desde España, Natalia Díaz nos invita a pensar sobre la creación artística y la verdad a partir del cine.
Por Natalia Díaz
* Desde Cifuentes, España
Harold Pinter, el autor teatral, dijo una vez que no hay una auténtica distinción entre lo que es real y lo que no lo es, ni entre lo que es cierto o falso. “Uno no puede decir de algo que es necesariamente cierto o falso, puede ser ambas cosas a la vez.” Sin embargo, en su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura, añadió que esta premisa puede aplicarse a la exploración de la realidad a través del arte, pero él sólo la acepta como escritor. Como ciudadano no puede, como ciudadano debe preguntarse: “¿Qué es cierto? ¿Qué es falso?”. Y nuestra tarea (¿nuestra obligación?) consiste en la búsqueda de una respuesta válida. Pinter subrayaba que todo poder político busca el poder, nunca la verdad. Y para conservarlo, es esencial que la gente permanezca en la ignorancia de la verdad, incluso en la ignorancia de la verdad sobre sus propias vidas, si fuera necesario. Por tanto, “nuestra búsqueda de la verdad nunca debe parar. No puede posponerse o dejarse para otro día: tiene que buscar la confrontación, aquí, ahora”.
Si esto es así, la cuestión que surge es entonces si debemos separar nuestra condición de ciudadanos de nuestra potencial condición de creadores. Si es posible un juego a dos bandas y, en última instancia, si es honesto.
Si uno de los efectos de la obra de arte sobre el receptor es que es capaz de golpear en el centro mismo de su capacidad de percepción y conciencia del mundo, entonces podemos decir que, por su propia naturaleza, una obra de arte nunca llegará –o debería llegar– a satisfacer a ningún sistema político. No hay nada más ficticio que una puesta en escena del sistema imperante, para el que uno de sus objetivos prioritarios es preservar sus privilegios durante el mayor tiempo posible.
Tomemos el séptimo arte como ejemplo. Hoy en día, la mayor parte del cine que se produce no se hace con un propósito político, si exceptuamos a directores todavía vivos con un claro grado de compromiso sociopolítico: Ken Loach, Costa Gavras, Peter Watkins... Sin embargo, cualquier director de cine tiene el deber de saber que, desde el momento en que mira al mundo a través de la lente de una cámara, está asumiendo un punto de vista específico; está incorporando un propósito. Este posicionamiento de cámara y autor tiene consecuencias. La belleza que refleja la lente al otro lado de la cámara no es inocente. En realidad, no existe una cosa llamada “la mirada inocente”. Al elegir “A”, descartamos “B”; al incluir una cosa en el encuadre, dejamos otra de lado. En resumen, tanto como importa lo que elegimos, importa lo que no elegimos. La cuestión entonces es: “¿Qué sé? ¿Qué decido que debe saber el otro?”.
El buen cine puede llegar a representar una amenaza si fuerza a su audiencia a pensar activamente. Puede ofrecernos la imagen que queremos o puede también forzarnos a buscar la imagen que se nos oculta. Perturba y agita la mente, y ésta sería una de esas raras ocasiones en que una amenaza acarrease tanto efecto positivo. Por eso, podemos encontrar películas que aunque no tengan una intención política abierta, llevan a cabo una tarea revolucionaria por lo que se refiere al espectador. El cine se convierte en un arma política porque nos fuerza a pensar, a interpretar. Nos hace querer reaccionar, cuestionar nuestras propias vidas y actitudes así como el espacio y la sociedad en que nos movemos.
El cineasta francés Abel Gance, maestro del cine mudo de las primeras décadas del siglo pasado, decía que “no existe algo llamado cine neutro o no comprometido. Una película posee una realidad propia y representa, de una manera viva para el espectador, una cierta actitud hacia esa realidad de la que el filme es un documento”.
Ocurren demasiadas cosas a nuestro alrededor. Hambre, guerra, miseria, crímenes. Otras tienen nombre más sencillo, aunque más largo. El vecino de enfrente, el país de al lado, la persona como yo. Podemos esconder la cabeza y jugar a cambiar la etiqueta. “Esto es válido, esto no; esto es cierto, esto no; depende de, es relativo...” Un juego seudo intelectual que mientras se ejerce justifica la inacción. Pero ser ingeniosos o los más listos no nos acerca necesariamente a la verdad. Es cuando paramos la ruleta y dejamos que la flecha se detenga marcando una posición, cuando realmente encaramos el momento. Es todo un desafío. Por eso muchos sistemas de poder prefieren que andemos entretenidos con mil y un estímulos diferentes. Que giremos y giremos, al ritmo que se decida, pero que no nos detengamos a... decidir. Decidir la imagen que quedará dentro de cuadro y la que pondremos fuera. Decidir dónde usaremos nuestra fuerza y cuándo diremos basta.
* Cineasta: directora y guionista de cine y documental.
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