Miércoles, 21 de septiembre de 2011 | Hoy
Dos aportes para problematizar la televisión y sus propuestas. Silvia Bacher analiza y critica el programa Bariló a partir de una resolución emitida por el Consejo Asesor de la Comunicación Audiovisual y la Infancia en la que se hacen críticas y se advierte sobre contenidos que vulneran los derechos de la niñez. Luis Buero recuerda el “cumpleaños” de la televisión argentina, su trayectoria y se pregunta sobre el futuro a la luz de lo que vemos hoy.
Pensar la televisión para niños y jóvenes no es tarea fácil. Cuenta de ello da la pobreza de creatividad de las producciones de diferentes señales que pretenden cubrir la cuota de pantalla diaria destinada a estas audiencias. Valga como ejemplo, el reciclado programa A todo o nada, que pone en evidencia cuán lejos está nuestra TV de responder a los criterios de televisión de calidad.
El formato de Bariló o A todo o nada tiene en nuestro país una larga historia. El viaje es costoso. Muchas familias no cuentan con los recursos necesarios para afrontar los gastos. Fiestas, venta de golosinas y tortas en los recreos no alcanzan para juntar la suma necesaria y los “liberados” no son suficientes para que todos viajen. Cubriendo esa necesidad y buscando audiencias fieles, durante años la televisión ofreció una opción a la que concurrían chicos y chicas, mostraban lo que sabían hacer y, también, lo que no sabían. Yo sé, ping pong de preguntas y respuestas, la llave del cofre de la felicidad eran parte de la movida televisiva de Feliz domingo que seguían miles de familias argentinas.
Hace unos meses comenzó a emitirse diariamente una versión aggiornada. Busca un objetivo similar: garantizar un viaje al grupo ganador. Ya no se trata sólo de estudiantes, sino que se suman los adultos en la competencia. Pero la esencia es diferente. Ya no importa lo que saben o lo que no, sino que el eje está puesto en demostrar hasta qué punto son capaces de arriesgarse para hacerse acreedores del premio mayor. A lo largo del programa, jóvenes y adultos enfrentan pruebas para ganar la competencia que les permitirá conseguir el viaje a Bariloche.
Adolescentes que deben “juntar picos” en la calle Florida (lo que implica besar a desconocidos por la calle) o besar (en zonas erógenas como cuello, oreja, boca) a un integrante determinado del staff del programa que está con los ojos tapados, varones que acceden a ser depilados con cera caliente al no responder correctamente una consigna, otros que deben comer cucarachas fritas, patas de gallo, ojo de vaca, o una madre a la que le queman el pelo con un soplete son algunas de las escenas que a partir de las 18.30 pueden “disfrutar” millones de niños y niñas de todo el país. Días atrás, se dio a conocer la declaración emitida por el Consejo Asesor de la Comunicación Audiovisual y la Infancia sobre el programa televisivo Bariló. A todo o nada, nombre del programa emitido por Canal 13. La misma sostiene que “el tono general del programa fomenta una cultura del éxito a cualquier precio, en la que todo vale con tal de alcanzar objetivos” y señala que ciertos contenidos vulneran los derechos de la niñez y la adolescencia consagrados por la Convención Internacional de los Derechos del Niño y agrega que “el ‘cuerpo’ está puesto como objeto de ‘oferta’, en carácter de prenda de cambio del triunfo, equiparándolo a logros materiales”. Se suma a esto “el sometimiento y, a veces, la humillación, aun contra la propia voluntad de los participantes, los que son permanentemente incitados por la conducción so pena de defraudar al grupo y de pérdida de la posibilidad de obtener el premio si alguno se rehúsa a alguna de las pruebas, que llevan a conductas de riesgo que rozan lo morboso”.
El Consejo –conformado por representantes del Ministerio de Educación, de la Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia, de gobiernos provinciales, gremios docentes y organizaciones de la sociedad civil– adelantó que “efectuará un seguimiento del programa con el compromiso de instrumentar todas las acciones a su alcance con el fin de que se tomen las medidas necesarias, desde los ámbitos correspondientes”. Seguirán, seguramente, descargos de los productores y tal vez hasta ceda la denigración de la que somos testigos. Pero si la sociedad no se compromete con la calidad de las producciones, son pocas las probabilidades de que la calidad mejore y, sobre todo, que los contenidos sean respetuosos de los derechos de las nuevas generaciones.
Para revertir éste y prevenir otros avasallamientos de los derechos de la infancia y la adolescencia son necesarias diversas transformaciones. Por un lado, transmitir a productores, programadores y guionistas que tienen sobre sus espaldas la responsabilidad de promover el derecho al esparcimiento saludable, que en algún sentido son transmisores de valores, modelos de convivencia frente a la infancia. Por otro, el diseño y la aplicación de políticas públicas como la creación del Consejo, el seguimiento de los contenidos por parte de Afsca en sintonía con la Convención de los Derechos de la Infancia, la Ley de Protección Integral de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes y la aplicación de sanciones en el caso que correspondieran, así como la decisión firme de los auspiciantes de no acompañar programas que no respeten estas normas son caminos necesarios. A las pequeñas productoras de todo el país que contarán –en el marco de la ley de SCA– con recursos asignados para producir nuevos y diversos formatos les cabe la responsabilidad de indagar en relatos novedosos que permitan brindar programas de calidad, respetuosos de las audiencias más jóvenes.
Pero simultáneamente, resulta impostergable el compromiso de la sociedad para exigir televisión de calidad; de las universidades y otros espacios de formación para que los guionistas y productores cuenten con herramientas creativas para la producción de nuevas estéticas; de las escuelas para educar en un pensamiento crítico. Y, por supuesto, de las familias que tienen en su poder la herramienta más poderosa para hacer respetar los derechos: el diálogo con niños y jóvenes para erradicar de las casas aquellos contenidos que atacan la dignidad de las personas.
* Integrante del Consejo Asesor de la Comunicación Audiovisual y la Infancia en representación de Las Otras Voces. Comunicación para la Democracia.
En octubre, la televisión abierta nacional cumplirá 60 años de aquella transmisión en vivo desde Plaza de Mayo que muy pocos pudieron ver. En todo este tiempo, su notable existencia se posó siempre en cuatro patas hiperrelacionadas: contenidos, tecnología, recursos (publicidad) y contexto social.
De aquellas transmisiones en vivo de los ’50, época en la que se vendían los espacios a los anunciantes (como en la radio), plena de anécdotas propias de las transmisiones en vivo, se pasó a la era del video-tape de los ’60, la aparición de los canales privados, la llegada al país de Goar Mestre con su mítico Canal 13, el que daría un definitivo matiz a aquello que se llamaba “canal de televisión” y a lo que se avizoraba como “programación televisiva”.
Nació el concepto de la emisora como broadcasting, las bandas horarias destinadas a determinados targets, las mediciones de rating. Y surgieron las comedias, shows y telenovelas que dejarían su huella imborrable.
Las estatizaciones y luego la dictadura militar de los ’70 y principios de los ’80 corrió el toldo oscuro del atraso, la censura y la prohibición, salvo por el adelanto tecnológico obligado que impulsó la necesidad de transmitir el Mundial de fútbol de 1978.
Pero aun así, antes, durante y algunos años después, ya en los ’80, el medio era “atendido por sus dueños”, los pioneros programadores, y concretado por profesionales. Les sorprenderá a muchos saber que a principios de los ’70, en el ciclo Alta comedia de Canal 9 (al que se tildaba como populachero) se representaban obras de autores fundamentales que hoy ni se llevan a los teatros de la calle Corrientes por temor, supongo, a que la gente no los entienda o se aburra.
Los ’90 nos devolvieron la televisión privada, pero con un aditamento: el permiso legal para que se formen multimedios (monstruos que una nueva ley pretende desarmar ahora), y el avance tecnológico que ya preveía que un mismo operador pudiera ofrecer televisión, Internet y telefonía a un usuario. Mientras, desde comienzos de los ’80, ya se venía desarrollando a pasos agigantados una nueva opción, la televisión paga por cable, y en los 2000 ya se avizoraban las emisiones por Internet y ahora por celulares. Y mañana veremos a Tinelli en un holograma.
Pero, ¿qué pasó con los contenidos? La reducción del parque de anunciantes motivó que nacieran los programas de panel, los ciclos de chimentos, los realities, los “noticieros” de archivos de la TV, y que ciertos sujetos sin profesión artística llamados “mediáticos” ocuparan los espacios que antes estaban destinados para los grandes actores, cantantes y periodistas.
En síntesis, yo no amo esta TV que se derrapa –pero parece surgir de sus cenizas– en una discusión bizarra entre la ex vedette que durmió con un represor y el coreógrafo al que ella cita como sidoso, o entre Jacobo y Guido por las conductas de un tal Tomasito, mientras Anabella nos muestra de nuevo a Zulma Lobato o a un señor que cree recibir mensajes de otros mundos y canta. Ellos han corregido a McLuhan: hoy el medio es el mediático.
Si esto es lo que nos prometen para el futuro los programadores sólo para seguir sosteniendo el rating, ni quiero imaginarme cómo serán los próximos sesenta años, en los que el telespectador ya no sufrirá regresiones infantiles, al decir de Jean Piaget, sino ligeros viajes de la memoria pulsátil al planeta de los simios que alguna vez habitó, como predijo el sabio Darwin, mientras escuchaba cantar a los canarios ciegos.
* Guionista, periodista, docente.
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