Miércoles, 13 de mayo de 2015 | Hoy
LA VENTANA › MEDIOS Y COMUNICACIóN
A propósito de las campañas políticas y sus estilos, Diego Ezequiel Litvinoff sostiene que la estética no es secundaria en relación con el contenido, que no es necesariamente superficial y que su disputa es esencialmente política.
Por Diego Ezequiel Litvinoff *
El escenario está lleno. Moviéndose al ritmo de la música, las camisas de los hombres, cuyas mangas han sido arremangadas, asoman por fuera de los pantalones. Algún taco de una mujer se rompe por los saltos y el maquillaje comienza a correrse por el sudor. Todos sonríen, buscando el centro de la escena donde se encuentran los protagonistas. Hoy no importa saber bailar, se pueden dar unos saltitos y hasta animarse a mostrar los movimientos más toscos. La vergüenza de desafinar también de- saparece cuando se agarra el micrófono. Es un día de alegría. Las luces de colores lo iluminan y los papelitos se dispersan por doquier. No faltan, nunca, los globos.
Los discursos no expresan rencores, sino agradecimiento. El tono es el de un pastor, cuyo juego de palabras escapa a las definiciones rotundas, cuidándose de mencionar a todos los que colaboraron para el logro. Aunque lo parece, no es un casamiento ni una fiesta de 15 y tampoco una entrega de premios al espectáculo, sino el festejo del PRO luego de haber ganado una elección.
Suele postularse una distinción entre la forma y el contenido de las manifestaciones políticas. Esa interpretación atribuye al marketing el diseño de un estilo que oculta los verdaderos principios oscuros de las propuestas políticas inconfesables. Resulta curioso que esa misma distinción entre el contenido y el modo de comunicar sea la que con frecuencia fundamente muchas de las críticas que sus propios partidarios le suelen hacer al gobierno nacional.
Lo fundamental del acto comunicativo consistiría, según este enfoque, en transmitir un determinado mensaje, al que se le subordinarían los medios más óptimos para conseguirlo. Esa noción de la comunicación, hegemónica desde mediados del siglo pasado, ha sido objeto de cuestionamientos, cada vez más agudos. Nuevas concepciones pragmáticas dan cuenta de que lo verdaderamente fundamental del acto comunicativo no es el mensaje, sino que éste no es más que el medio para una comunicación más compleja, que involucra la transmisión de principios constitutivos, anclados en ciertas formas de expresión.
Desde este punto de vista pueden comprenderse ciertos fenómenos político discursivos que de otro modo carecerían de sentido. Si a fines del siglo XX fue el progresismo el que incluyó en su discurso una reivindicación de la memoria, ello no lo asemeja a los sectores conservadores de fines del siglo XIX, que recurrían también a ella para fundamentar sus políticas. La memoria como contenido discursivo del progresismo contemporáneo está inmediatamente vinculada con su modo de expresión crítico, que irrumpe en la escena política impidiendo que el tiempo borre, por ejemplo, las huellas de los actos genocidas perpetrados por el Estado.
Indisociables, el estilo y el contenido de la comunicación no sólo se complementan, sino que también se codeterminan. Ciertos postulados sólo pueden aparecer en el horizonte de enunciados posibles en la medida en que se constituya una forma de expresión que permita su emergencia, del mismo modo que desaparecerían si el estilo fuera otro.
Para conocer las propuestas políticas del PRO no hace falta leer su plataforma. La concepción del espacio de exhibición como el de una fiesta privada, a la que sólo algunos tienen derecho a participar, puede observarse en cada acto. El discurso ambiguo, que no da cuenta de enfrentamientos abiertos, expresa una política de acuerdos con los sectores de poder corporativo. Lo público como un espectáculo administrado para ser visto, sin involucrarse, también puede observarse allí. La política como una actividad cosmética que no se encarga de estructurar transformaciones radicales, sino que le da color a lo existente, puede apreciarse en cada globo.
Lo más interesante es que al votante no se le oculta todo eso. Tampoco se le envían mensajes ambiguos, sino que se expresan sus posibles demandas. Disputar una elección, entonces, no consiste en conquistar a un electorado homogéneo, para que elija entre un color u otro. La verdadera lucha es hacer de la campaña un motivo para dar cuenta de la existencia de otras formas discursivas, de otros modos de ocupar el espacio, de otro estilo de expresar la identidad política. Aunque para ello haya que perder elecciones.
Que no se vota una plataforma, sino una estética es una enseñanza que ya han aprendido todos los partidos políticos. Que la estética no es secundaria en relación con el contenido, que no es necesariamente superficial y que su disputa es esencialmente política, es algo que todavía resta por aprender.
* Sociólogo y docente UBA.
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