PLACER › EL ENCANTO DE LAS TORMENTAS
Climas extremos
Hay quien sale a buscarlas y hay quien las espera, vaso en mano, cerca del pararrayos. Las tormentas nos recuerdan que el mundo no es nuestro, ni es cómodo, ni va a tenernos una infinita paciencia.
Por Sergio Kiernan
En esta bella y digna ciudad hay un ingeniero al que le gustan las tormentas. Entre tanto freak de fin de semana, de pose y ropa rara, el ingeniero pasa desapercibido: ropa normal, vida normal, familia tipo, muy trabajador. Pero cuando soplan esos pamperos feroces, al hombre le pican los dedos y si puede –y casi siempre puede– termina en la amarra saliendo con un velero y un selecto grupo de amigos tan desapercibidos como él. Todos se apuran al puerto, Buenos Aires teme inundaciones, los aviones están en alerta, pero los amigos ponen rumbo a Uruguay, para montar la tormenta. Van y vuelven, porque el destino no tiene la menor importancia. Lo que quieren es estar dentro del huracán, ver las olas como paredes, pelearle y ganarle izando y arriando, peludear en la maniobra y arriesgarse en el barco que es ínfimo en el río sacudido. Siempre vuelven, felices y cansados, como con la panza llena. Cuando sopla fuerte, el ingeniero se pone distraído y sonríe. Los amigos saben en qué está pensando.
No es el único al que le gusta el mal tiempo. En las montañas de Nueva York saben soplar esas tormentas en las que caen 50 centímetros de nieve en cuatro horas, en las que todo se paraliza y el mundo es una nube blanca donde nieva horizontal, el viento sacude hasta a los autos y grita como un loco. Son una de las cosas más hermosas jamás vistas: la parka entre el cuerpo y los 30 grados bajo cero, el viento que la flamea, las manos enrojecidas, la cámara que gradualmente deja de funcionar al congelarse las baterías, el pacato y tranquilo pueblo transformado en escenario alucinante, la física dada vuelta. Frío, frío extremo y violento que hace que la vida sea un acto de voluntad, de pelea contra un mundo que cada tanto nos hace acordar que no hace mucho nos comían los lobos. El postre del final es la mañana siguiente: el planeta entero es blanco, limpio, intocado, redibujado por una capa gorda y pura de nieve que tapa hasta de los alambres del teléfono.
“Aquí la lluvia es absoluta, magnífica, intimidante. Decir que esta lluvia es mal tiempo es como decir que en el desierto hace buen tiempo.” Heinrich Böll quedó fascinado por la barroca manera de llover de Irlanda. “Cuando se corta la luz, cuando el charco pasa por abajo de la puerta, silencioso y suave, reflejando el fuego en la chimenea, cuando los juguetes que los chicos dejaron tirados empiezan a flotar, cuando aparecen corchos y astillas flotando en el agua que los trae, cuando los hijos bajan de los dormitorios, asustados, y se amuchan frente al fuego (más sorprendidos que asustados, porque ellos también sienten la alegría de ese encuentro del viento y la lluvia y que su aullido es un grito de delicia) es entonces que sabemos que no nos habríamos merecido el arca como se la mereció Noé.” ¿Qué hace Böll? Se sirve un whisky, prende las velas, se asoma por la ventana para ver el campo de Limerick batido por el viento y el agua, y abre la Biblia para ver si Yahvé realmente prometió no enviar más diluvios.
Es bueno estar ahí afuera, en este otro campo sudamericano, para ver venir las tormentas en el horizonte, subiendo como rascacielos de nubes negras que se acercan ominosas, despacio. Se van anunciando con rachas de vientos cortados que cierran las puertas de golpe, levantan nubes de polvo, cortan la cara. Están a la vista, imperiales, y lo único que se puede hacer es recoger todo lo que esté suelto, atarlo o guardarlo, cerrar las celosías, calmar a los chicos, encerrar los animales y darles de comer a todos temprano.
Entonces, cuando es noche cerrada, oscura como la primera, la tormenta cae. La casa se estremece, el techo retumba, con las chapas golpeadas a puñetazos por la lluvia con fuerza de mangueras. Hay que tener paciencia, esperar que lleguen los rayos, tener el rompevientos a mano y el vaso lleno. Y cuando el cielo argentino se parte por el primer fuego blanco, hay que salir, pararse en la galería, ver los estupendos rayos, homéricos, de kilómetros de altura, que muestran a mitad de la noche las chacrasvecinas, los viejos cascos con eucaliptos. Resuenan como cañonazos, un sonido delicado y frágil que rueda sobre el mundo y se hace torvo y peligroso en sus ecos. Hay que contar para calmarse, uno, dos, tres: cada segundo es un kilómetro de distancia del pararrayos, de la casa donde todos duermen.
Eventualmente la tormenta se rompe y pasa a ser apenas una lluvia. Como disculpándose, hace una música de fondo para velar, amable, la noche. Entonces es cuando los barcos vuelven y los paisanos se van a la cama, el vaso vacío, la panza llena. Y los gatos salen de abajo de los muebles.