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Fruto de alambique

Con una imagen que mezcla sofisticación y bares de camioneros, el whisky nativo de Estados Unidos tiene dos siglos largos de historia accidentada y poco conocida entre nosotros.

 Por Sergio Kiernan

Rara imagen la del bourbon: tiene nombre francés pero se la asocia a rudos camioneros, a patanes destilándola a escondidas, allá en los pantanos de Luisiana. Sin conocerlo, son legión los que juran que es fuertísimo, mientras que los bebedores de scotch lo desprecian por esnobismo y porque es dulzón. Y sin embargo el whisky de los norteamericanos tiene su tradición, sus marcas premium, sus barriles especiales y una verdadera artesanía de más de dos siglos, que no es poca cosa.
La historia comienza en Kentucky apenas se termina la guerra de independencia, en 1793. Los flamantes y pobretes Estados Unidos habían cortado lazos con los resentidos ingleses, por lo que el whisky subió locamente de precio. Al mismo tiempo, la cebada –commodity esencial para su destilación– era escasa en el país. Lo que abundaba eran el maíz y los inmigrantes escoceses, irlandeses y alemanes que sabían manejar un alambique, y una técnica de filtrar el agua de beber usando piedra blanda, justo el tipo de filtro que ayuda a la fermentación.
Así aparecieron los primeros alambiques locales, de los que salía un aguardiente feroz, llamado “perro blanco”, de 135 grados. Era un alcohol de pobres, de gusto errático, que literalmente quemaba la boca –era el doble de fuerte que el vodka más fuerte que se venda hoy– y que se vendía al bulto en jarras de arcilla de un par de litros. Fue entonces que el prócer George Washington creó, por total accidente, el verdadero bourbon al poner un impuesto a la venta de alcohol bebible. Buscando un truco impositivo, los productores de Kentucky empiezan a mandarle su producto a los de Pennsylvania, que a su vez les mandan el suyo: parece que al “exportarse” de estado en estado, no se pagaba el impuesto.
El accidente que transformó al perro blanco en bourbon fue percibido cuando los consumidores de New Orleans y Saint Louis, ciudades grandes y llenas de piringundines que se tomaban todo, reportaron que el largo viaje arriba y abajo del Mississippi en barriles de madera le mejoraba el gusto al brebaje, le moderaba la ferocidad y le daba un colorcito ámbar que hacía que pareciera whisky y todo. El descubrimiento le sube el cachet al producto, que empieza a llamarse “whisky de Bourbon” por el nombre del condado en Kentucky donde se producía la mayoría del que circulaba. Por ese entonces, hacia 1800, nacen las destilerías más tradicionales, que todavía continúan, como la del campesino y alambiquero Jim Beam.
El problema era que el gusto cambiaba de entrega en entrega. Nadie sabía realmente cómo controlar las sutilezas de la destilación, por lo que un barril resultaba complejo y respetable, y el siguiente era vil. En 1820 un escocés con el raro nombre de James Crow –Jaime Cuervo– que era químico aficionado, se puso a estudiar el problema e inventó un proceso que todavía se usa, en el que cada partida se fabrica sobre la base de sobrantes de la anterior, lo que permite controlar el sabor. Este proceso se llama sour mash, frase que campea en las etiquetas de todas las marcas de bourbon, y le ganó a Jim Crow fortuna con su marca propia –que todavía es de las finas– y el sitial de “inventor del bourbon”.
Aceptable y controlable, este whisky se ganó un lugar cultural vertical y contradictorio. Lo bebían los esclavos y los amos en las galerías de sus plantaciones, lo bebían intelectuales como Mark Twain para hacerse los sofisticados y lo bebía Wyatt Earp en las cantinas del salvaje oeste: bourbon era lo que se servía cuando el vaquero gritaba “whisky, cantinero”. En el siglo XX se transformó en bebida obrera, en líquido emborrachante rápido para estudiantes –que se toman un par como chasers de la cerveza y están hechos– y en manía provinciana de la clase media del sur. Una larga y eficiente campaña de marketing, un cambio de imagen y el surgimiento de decenas de marcas pequeñas, cuidadas y muy caras, lo transformaron en una bebida sofisticada.
Hoy el bourbon es una simple variedad regional de una bebida: hay whisky norteamericano como hay escocés, irlandés o, increíblemente, canadiense.Por todo el sur de EE.UU. se pusieron de moda los tours etílicos recorriendo las destilerías, coronados con “cenas de bourbon” en las que cada plato se acompaña con una variedad, experiencia interesante que tiende a causar amnesia. A los que les gusta tomarlo los acoge una sociedad enfática, la de Caballeros Amigos del Bourbon del Sur Americano, que envía diploma de pertenencia y newsletter etílico con sólo escribirle a cualquier fabricante. La pertenencia incluye el derecho a un trago con sólo pisar una destilería.
En la Argentina, pese al derrumbe, se consiguen todas las marcas principales: Jim Beam, Jack Daniels, Wild Turkey, el interesante Maker’s Mark, todas curiosamente algo más caras que las escocesas. Lo que no se consigue es el bourbon más berreta, barato, folklórico y querido del mundo, el Four Roses, que viene en una rústica botella de litro, parece fabricado en Catamarca y te puso los pelos de punta cuando lo descubriste en algún parador perdido de camioneros, allá en Idaho. Para encontrarlo hay que irse a la bodega que tiene un neoyorquino enamoradizo en Santiago de Chile, y pagar 7 dólares.

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