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Por Marina Arias *

El verano en Buenos Aires me deprime. Si a eso le sumo: la amenaza de guerra contra Irak, el estar desocupada, la peluquería de los Mateos, el discurso de todos los candidatos presidenciales, haber engordado cuatro kilos y el final de un atardecer, la realidad me pone al borde del cuetazo.
Pero este año en la esquina de mi casa abrieron un pub. No tiene pretensiones de minimalismo neoyorquino, ni ninguno de esos estilos étnicos de Primer Mundo respetuoso tan de moda en esta ciudad. El de mi esquina es un video-bar como los de los ochenta. Tiene una barra oscura repleta de botellas y mesas de madera de las más comunes. En las paredes hay afiches, fotos y tapas de discos viejos amontonados sin demasiado criterio estético. Y un televisor de los grandes colgado encima de la puerta.
A la nochecita, cuando siento que me empieza a acorralar mi estúpida angustia existencial, bajo rápido los cuatro pisos desde mi departamento y me busco una mesa de frente a la tele. Entonces, con una cerveza de tres cuartos y maníes para pelar, me pierdo en un video de los Pet Shop Boys más balas que nunca, otro de Michael Jackson cuando todavía tenía cara, el de la gira de Madonna del ‘86 donde abre las piernas sin bombacha, alguno de Duran-Duran con los cachetes pintados de violeta...
Después me vuelvo a mi casa contenta, tarareando alguna canción de la que hacía quince años que no me acordaba y acordándome de algún novio del que no me olvidé nunca del todo.

* Lectora

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