PSICOLOGíA › EL PSICOANALISTA FRANCES PHILIPPE JEAMMET HABLA SOBRE LOS JOVENES DE HOY

“Los adolescentes son el espejo de la sociedad”

En diálogo con María Esther Gilio, Philippe Jeammet examina la problemática del adolescente, en un recorrido que incluye las marcas de la violencia, la imposible tarea de ser padres y hasta el silencioso “¡ay!” del psicoanalista que trabaja con jóvenes.

Por María Esther Gilio

El adolescente, su relación con sus padres y algunos de los problemas que su tratamiento plantea al analista son centros de la entrevista que el psicoanalista francés Philippe Jeammet mantuvo con Página/12 a su paso por Montevideo, donde participó en el Tercer Encuentro Internacional “Integración en la diversidad, la salud mental de infantes, niños y sus familias en el siglo XXI”.
–¿Qué sería para usted lo que diferencia a un adolescente de hoy de uno de hace medio siglo?
–Se habla de la violencia que ejercen hoy los adolescentes. Y son muchas las quejas en ese sentido. Sin embargo, creo que la diferencia está en que hoy la violencia se ve y antes estaba bastante escondida.
–¿Sería ésa, en definitiva, una diferencia formal, la única que se puede señalar?
–Hay otras. Según los países, tenemos menos violencias físicas graves y a la vez más de lo que se llama en Francia incivilités, que, aunque son formas de violencia, son menos graves.
–¿Por ejemplo?
–Robar una cartera, empujar a una persona. Hay menos respeto por el adulto; menos respeto por las cosas.
–Romper un teléfono público.
–Ensuciar un monumento. Estas cosas han aumentado. Hay menos respeto por esta sociedad que evidentemente tal como es no les gusta. Por otra parte, no debemos olvidar que la sociedad ha cambiado y los adolescentes... Bueno, los adolescentes son su espejo. ¿Quién respeta hoy al presidente de la República?
–Los ministros y su esposa.
–Su esposa, ¿quién sabe? Y si lo respeta será no porque es el presidente sino porque es su marido. Ningún adolescente respeta hoy al presidente.
–Nadie es respetado por el lugar que ocupa. Presidente, policía, profesor.
–De los profesores ni hablemos. ¿Quién los respeta? Pero, en definitiva, los cambios en los adolescentes responden a cambios sociales.
–¿Cuáles serían esos cambios sociales que promueven cambios en el adolescente?
–La sociedad hoy es mucho más liberal. Por lo menos en el mundo occidental. Por consecuencia, los jóvenes tienen más libertad, sobre todo en el plano de la sexualidad. En este aspecto, la sociedad de hoy no es comparable a la de hace cuarenta años. Por otra parte, los padres ya no cuentan con aquellos esquemas culturales con los que contaban hace medio siglo. Antes se decía “tal cosa es así porque siempre fue así”. Hoy hay que inventar reglas, crearlas. Y digo crearlas porque ya no pueden como en el pasado apoyarse sobre un consenso. Carecen de prêt-à-porter para la educación. Esto determina que algunos padres no tengan claro qué sí y qué no. No saben cuáles son los límites. No saben qué deben prohibir, qué permitir.
–Esta situación determina una mayor libertad para los adolescentes.
–Mayor libertad de expresión, más facilidades para ejercitar su curiosidad, menos inhibiciones.
–¿Sería algo positivo para el adolescente?
–Tenemos que mirar el reverso de la medalla. Cuanto menores son las prohibiciones, mayores las posibilidades de equivocarse. Es como si se les dijera: “Hacé lo que quieras, pero hacelo bien”. Esto produce una gran inquietud en el muchacho. El no sabe si tiene la capacidad necesaria para hacer lo que tiene ganas de hacer. Tiene ambiciones, pero, ¿tiene los medios para realizarlas? Los conflictos con los padres han disminuido, pero han aumentado los conflictos del adolescente consigo mismo, conflictos narcisistas. Esto viene a menudo acompañado de lo que yo llamo depresividad.
–¿Quiere decir depresión?
–Hay diferencias con la depresión. No se trata de una depresión franca sino más bien de una especie de morosidad, dudas, inquietud en cuanto a los medios con que cuenta para realizar lo que según su propio criterio la vida exige de él en ese momento. Y creo que esto quita seguridad a los padres y a los adolescentes.
–¿Podría este hecho ser origen de otro tipo de problemas, adicciones por ejemplo?
–Puede favorecer la adicción en un sentido amplio. El joven tratará de buscar en el exterior lo que le permita escapar a las presiones de sus propias exigencias.
–El a esta edad debe “saber”, debe “poder”. Debe, debe. ¿Es así?
–Sí, es así.
–Esta sería la más importante diferencia entre los jóvenes de hoy y los de hace medio siglo.
–Sí, ésta. Los padres le dicen al muchacho “hacé lo que quieras”. Si puede hacer lo que quiera, de él dependerá no hacerlo. El no puede escapar diciendo: “No puedo hacerlo porque me lo prohíben”. Ahora dirá: “No puedo hacerlo porque no soy capaz”. El nivel de inquietud entonces es distinto. Yo no podría decir que hoy los adolescentes están peor que antes. Antes estaba la inhibición, el vivir por debajo de las capacidades. Hoy existe el temor de no ser capaz, de no llegar.
–Pasaron cincuenta años y nada es mejor, es un poco descorazonador...
–Hay algo que tal vez es mejor. Hoy los jóvenes tienen la ventaja de expresar el malestar.
–“Tal vez es mejor”, dice usted.
–Sí, no tengo la absoluta seguridad. Creo que lo es en el sentido de que hoy los padres están más atentos a sus hijos.
–Sienten la necesidad de entender qué les pasa.
–Exactamente. Los padres no ponen todo lo que consideran negativo en el “debe” del muchacho. Tratan de entender lo que pasa a la luz de lo que la cultura ha ido aportando sobre esta etapa. Pero a su vez los padres tienen poco tiempo para ocuparse de sus hijos. Menos que en el pasado. El adulto vive sobrepasado, tiene dificultades para implementar una acción coherente en la relación con los jóvenes. Creo que corresponde hacer una reflexión seria sobre la autoridad.
–¿Cómo pesa ese fenómeno, tan fin de siglo, de la adolescentización de los padres?
–Y... los padres, es verdad, tienen dificultades para asumirse como padres. Quieren ser amigos del adolescente. Se resisten a marcar las reales diferencias generacionales que existen entre ellos y sus hijos. Buscan una cercanía que no es real, buscan la aprobación del adolescente. Quieren oír de él que ellos están actuando “bien”, que hacen “lo que hay que hacer”. Buscan que el adolescente los reconforte. Los adolescentes así se transforman un poco en los padres de sus padres. De ellos el padre suele esperar seguridad. Quiere que su hijo lo haga sentir joven, competente.
–¿Cuál sería la explicación de esta conducta?
–Están poco en la casa. Sus trabajos les llevan muchas horas. Se sienten culpables. Cuando llegan a la casa, tienen pocas ganas de discutir. De poner límites. Sabemos que poner límites así no es fácil. El límite provoca, naturalmente, discusión, malestar. Los padres llegan, en general, estresados de la calle. Ansían descansar. Huyen de la discusión que prolongaría el estrés de afuera.
–¿Qué propondría usted para mejorar esta relación que no beneficia ni a padres ni a hijos?
–Que se empiece con el niño. No hay que esperar a la adolescencia para poner los límites.
–Si el adulto pudiera entender que sus hijos realmente necesitan los límites... creo que el adulto piensa que el límite hace sufrir al hijo y lo separa de él.
–Es verdad lo que dice. Al adulto le cuesta entender que el hijo realmente “necesita” el límite. El niño debe, por ejemplo, desde la más tierna infancia, aprender a esperar. Este no saber esperar es de las peores cosas que le pasan al adolescente. Si consigue ir aprendiendo que no todo puede obtenerse al instante de desearlo, habremos dado un paso gigantesco. Es frecuente el adolescente que se deprime ante la espera. No entiende que el esperar forma parte de la vida. Pero, claro, para esto es necesaria la confianza, la cual sólo viene con la experiencia. Una, cinco veces el niño esperó y obtuvo lo deseado. Tiene hambre y su madre le mostró que debía esperar, y que la espera no era vana. Porque a la espera siguió la satisfacción. Este aprendizaje de la espera es algo en lo que debemos pensar mucho. Quien aprende a esperar, dejará de ser esclavo de la respuesta inmediata. Quien no aprende, sufrirá la fragilización que sufren...
–Los impacientes. En definitiva, quien aprende será más fuerte.
–Sí, claro, la espera es fuerza. Pero no se puede esperar si no se tiene confianza.
–No se puede esperar en el miedo.
–Para poder esperar hay que fiarse, enseñar a esperar no es reprimir. Por otra parte, el saber esperar es una condición de la libertad.
–¿Cuáles son las mayores dificultades que plantea al analista el análisis de los jóvenes?
–Las dificultades son muchas. No sé si hay una que es peor que otra.
–¿Usted considera que el análisis del adolescente exige técnicas o, no sé, actitudes diferentes del terapeuta en relación con el paciente?
–Yo creo que con el adolescente el terapeuta está obligado a tener una actitud de permanente vigilancia sobre la capacidad de éste para soportar el análisis.
–¿Qué puede pasar?
–Que se sienta desbordado y haga una regresión. Muy atento para que no se descuelgue de la realidad. El carece de aquellas cosas que más enganchan con la realidad. Carece de la seguridad que da un trabajo, una familia propia. Y, por otra parte, él no puede permitirse ir hacia atrás.
–No puede permitirse una regresión.
–No, a él le sería difícil sortear sus dificultades a partir de una regresión. Porque todo será entonces más complicado. Si le empieza a ir mal en la escuela, podrá recuperarse, pero esto no será tan fácil. El adulto puede retirarse un poco de la realidad, y así, poniendo distancia, ver mejor las cosas. El adolescente no puede hacer esto. Con él todo es más endeble, podríamos decir que todo pende de un hilo.
–¿Cuál debe ser la actitud de los padres para enfrentar esa necesidad de los jóvenes de probarse, lo cual puede llevarlos a situaciones que implican riesgos?
Philippe Jeammet levantó sus ojos claros hacia el techo. Tal vez quiso decir ¡ay!, finalmente dijo:
–Es importante que los padres permitan a los adolescentes hacer sus pruebas. Ellos deben llegar al convencimiento de que son capaces de hacer tales o cuales cosas fuera de la mirada de los padres. Son en general las madres, más que los padres, quienes buscan estar muy cerca del adolescente, ayudarlos, comprenderlos. Este hecho les impide probarse. Lo cual, por supuesto, no es bueno, ya que aquellos afectivamente dependientes de la familia si llegan a tener éxito no podrán disfrutarlo enteramente pues tendrán muchas dudas sobre qué parte de ese éxito les corresponde a ellos y qué a la familia. Ellos necesitan afirmarse en las diferencias; cuando la familia está demasiado mezclada, participando en exceso, el adolescente pierde la posibilidad de valorar realmente su tarea. Ellos necesitan probarse lejos de la mirada de los padres. Estos son demasiado importantes como para pretender jugar todos los roles. Debemos dejar que los hijos vivan sus dificultades.
–¿Sin ejercer control alguno?
–No quiero decir sin ejercer control alguno. El padre no debe renunciar a su vigilancia, pero ésta no tiene que pesar sobre el joven. Yo no creo, por ejemplo, que sea conveniente que los padres deban ayudar a estudiar a sus hijos. Si el muchacho necesita ayuda, ésta debe darla el profesor u otro estudiante. Cuanto más necesidad tenga de ayuda, más difícil le resultará soportarla si viene de los padres. El la vivirá como una toma de posesión de los padres sobre sí mismo. Los padres llegan muchas veces al consultorio y dicen: “No consigo que ayude en nada en la casa, poner la mesa, hacer un mandado. Pero va a casa de sus primos, de sus amigos y hace sin que ni siquiera se lo pidan”. Yo trato de que esos padres entiendan que el joven se siente mal cuando muestra a las personas a quienes está más ligado lo que les debe. Esta conducta en su casa les proporciona cierta seguridad que les es necesaria. Cuando el tiempo pase, podrán decirles a los padres cuánto les deben y recordar también cuánto los han molestado en el pasado. Para eso habrá que esperar. Lo que hizo en el pasado fue separarse de una relación demasiado próxima. Si bien el abandono es malo, también lo es una proximidad excesiva.
–¿Hay algo más difícil que ser padre o madre?
–No lo creo –dice riendo–. Esto de que hablamos es algo que está en el corazón de la paradoja del desarrollo humano. Lo que diferencia al ser humano del animal es que tiene conciencia de sí mismo. Conciencia de sus límites, de sus necesidades, que debe completar con los otros. Lo tremendo es que esta necesidad del otro puede resultarle insoportable. Más necesidad tengo del otro, más amenazada estará mi autonomía y más dificultades tendré para demostrarla. El adolescente se siente humillado por esta necesidad. Cuando crece y se ve seguro, pierde el miedo a ser colonizado por el otro. Ellos lo dicen: “Ma mère me prend la tête”, póngalo en francés. Aquí la gente entiende.
–Sí, “mi madre se adueña de mi cabeza”.
–Lo que no ve es que si su madre puede adueñarse de su cabeza es porque la tiene abierta.
–Al mismo tiempo es muy frecuente la queja del adolescente porque no se ocupan de él.
–Ahí está lo contradictorio. El necesita que se ocupen de él y, al mismo tiempo, necesita diferenciarse. Son los padres quienes deben encontrar la buena distancia. Si no lo miran, se siente abandonado y, si lo miran, perseguido. A veces es necesario aceptar la ayuda de un tercero más neutro. Los padres están demasiado cerca, el adolescente necesita sentir su territorio.
–Cuando habla de un tercero, ¿piensa en el analista?
–No necesariamente. Puede ser un tío, un abuelo, un amigo.
–¿Puede el analista buscar corregir algunas carencias o errores de las conductas paternas?
–El psicoanalista puede jugar ese rol. Aunque no es automático, puede jugar ese rol de tercero con el cual es posible hablar lo que no se habla con los padres. Claro que en ese caso debe jugar los roles de ambos padres. Esto es más difícil en la adolescencia que más tarde, pues el adolescente no sólo espera que el analista le ayude a tomar conciencia de sí mismo sino que también espera que sea un poco un guía. Espera que él sea un ser humano además de un experto en análisis. Debe entonces ser cuidadoso para que no sienta la libertad que le da el analista como unabandono. El quiere, además, que el analista tome decisiones en su lugar, que lo ayude a elegir.
–No sólo es difícil ser padre de adolescente, también es difícil ser analista.
–¿Y ser adolescente? ¿Qué le parece?

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