PSICOLOGíA › SOBRE LA GENESIS DE LA CONDICION “FETICHISTICA” EN LA ELECCION DE OBJETO EROTICO
Glande en la lengua materna donde serpenteaba el sexo
En cada ser humano, la elección del objeto erótico debe cumplir alguna condición, que puede llamarse “fetichística” y que puede llegar a rastrearse, por los distintos idiomas que haya transitado el sujeto, hasta los balbuceos de la madre enamorada.
Por Roberto Harari *
El texto “Fetichismo”, de Sigmund Freud, de 1927, es muy breve pero nodular. Su primera parte no cierne, en puridad, la perversión fetichista, sino lo postulado en términos de condición fetichística para –o en– la elección de objeto. Esto es, del requisito sine qua non a ser cumplimentado por parte del objeto erótico para poder suscitar el deseo del sujeto. Condición que, justamente, es tomada por Freud a título de parámetro indicativo, por cuanto la misma es capaz de dar cuenta del fetichismo como perversión. En ese plano, el objeto es absolutamente único e intransferible, insustituible: es ése, y solamente puede ser ése. Por lo tanto, no hay metaforización ni deslizamiento factibles a su respecto.
¿Cómo se constituye esta condición fetichística? Freud introduce su casuística partiendo de una precisión incluida a pie de página: “Por obvias razones, los detalles de estos casos no son aptos para la publicidad”. Nos brinda, así, un primer efecto de enseñanza: el caso en cuestión no es apto para la publicidad por cuanto se trata del más íntimo de los secretos. O sea: la aseveración apunta a lo atinente al lazo sustentado entre el fetichista y su objeto. Sin decirlo abiertamente, y recurriendo a los cánones restrictivos habituales vigentes para una comunicación de carácter “científico”, Freud subraya de modo sesgado, indirecto, el carácter de extrema reserva propio del fetichista en lo tocante al objeto de “su” elección.
Y continúa: “El caso más asombroso pareció el de un joven que había elevado a la condición fetichista –insiste por consiguiente en la condición, y no en el fetiche como tal– cierto brillo en la nariz”. Se obtuvo un esclarecimiento sorprendente al averiguar que el paciente había sido criado en Inglaterra, pero luego se estableció en Alemania, donde olvidó casi por completo su lengua materna”.
Podemos –debemos– empezar a inteligir la referida noción de lengua materna más allá de la ingenuidad empirista que la sitúa en términos de su sinonimia con el idioma inicial hablado por un sujeto. Es literalmente la lengua de la madre, de la cual esta se sirve para cantarle, para canturrearle, para hablar e interpelar a su hijo con extrañas palabras, motes y apelativos, arrobada en, y por, su ciego y conmovedor enamoramiento del mismo. Tal la lengua materna, hecha de medias tintas, de semipalabras, hasta de ruidos de índole gutural, cuando no de gorjeos, balbuceos y tartajeos, todo lo cual, en castellano, se llama –de modo abarcativo– “laleo” (o “lalación”). ¿De dónde proviene tal denominación? Del extático “la, la, la” materno, en cierto modo vecino de la estupidez, mas que también es matriz de la entonación, del contrapunto, de la melodía y del ritmo.
Por eso no nos corresponde decir –a los hispanófonos– que nuestra lengua materna es el castellano. Existe en ese sentido una confusión entre lengua materna e idioma. Aquélla será, en efecto, la de cada uno; así lo señala indirectamente Freud en este texto, puntuando, en la específica ocasión de que se trata, su carácter retroactivo. Sí, pues en el caso mencionado no se trata simplemente del inglés sino del inglés olvidado por el sujeto, mas retornado –de modo nesciente para él– por vía de la constitución del fetiche. Esa es la cuestión: la de una lengua materna que había sido aparentemente borrada; sí, tan sólo aparentemente, porque de otro modo no hubiésemos contado con el testimonio brindado por el fetiche.
Dice Freud: “Ese fetiche, que provenía de su primera infancia, no debía leerse en alemán sino en inglés (...). Es decir, Glanz, en alemán, debía escucharse como glance, “mirada”, pasando por la consonancia entre una y otra lengua. Con-sonancia, esto es, una y otra suenan a un mismo tiempo, y con sonidos prácticamente similares. Ese recorrido supone el pasaje por aquello que una lengua y otra tienen en común, con tenues matices fonemáticos diferentes. Lo cual –en la presente circunstancia– se inicia en el Glanz alemán hasta culminar en el inglés glance. Freud está utilizando aquí un recurso técnico perteneciente al ámbito de las letras: se trata del denominado –por la teoría y la crítica literarias– palimpsesto. Presentémoslo del siguiente modo: borrado a la ligera, con torpeza, un cierto texto, y desconsiderando su hipotética jerarquía, vuelve a escribirse un nuevo texto en el soporte donde se encontraba el precedente, el cual, de acuerdo con lo apuntado, no ha sido anulado por completo. ¿Qué resulta entonces? Una escritura inmersa, yuxtapuesta y mezclada con los restos dispersos de la previa, al punto tal de que ya no es factible dirimirlas. Ahora bien: esta comparación sólo es válida si tenemos en cuenta que la presunta condición fetichística –el Glanz auf der Nase, el “brillo en la nariz”– conforma precisamente el vehículo apto para el retorno de ese texto anterior. Este texto, indudablemente, no fue liquidado, por cuanto ha sido renegado. Y, por eso, retorna de modo sutilmente desviado.
Así, Freud concluye afirmando lo siguiente: “(...) el ‘brillo (Glanz) en la nariz’ era en verdad una ‘mirada en la nariz’; en consecuencia, el fetiche era la nariz, a la que por lo demás él prestaba a voluntad esa particular luz brillante que otros no podían percibir”.
Nos topamos acá con el tema del secreto, que no es tan sólo –como adelantamos– el correspondiente al canon propio de la comunicación científica. Tampoco apunta, cabe advertirlo, a la condición de lo privado (o anti-público, si resulta pertinente decirlo así). El secreto señala, en especial, la discrecionalidad, la arbitrariedad, el juicio altamente “personal” que supone la visión de esa mirada en la nariz, precisamente allí donde con la mayor probabilidad nadie podría llegar a percibirla. Estamos claramente en presencia, entonces, de la condición fetichística. Más aún: se comprueba en la clínica que la patencia de los caracteres propios de cierto modo mediante el cual se juega esta condición –que hace decisivamente al erotismo–, dicha patencia, decía, provoca en otros sujetos el repudio, la repulsa, el asco, cuando no la fuga compulsiva por vía de la motilidad. Así ocurre, por ejemplo, con la falta de algún órgano o de algún miembro del cuerpo del partenaire, no menos que con la tullidez o deficiencia –hereditarias o accidentales– de alguno de estos últimos. Pues bien, para ciertos hablantes esta peculiaridad suele erigirse en insoslayable condición fetichística, cual requerimiento insondablemente imperativo para su goce.
De lo antedicho importa retener la marcación, en Freud, de esta referencia a una homofonía interlingüística y, claro está, su notable perspicacia para poder señalarla.
Cabe destacar, con respecto a este punto, el aporte de un texto ejemplar de Guy Rosolato, “El fetichismo cuyo objeto se sustrae” (en Acto psicoanalítico, de autores varios, ed. Nueva Visión, 1987). Se trata de un autor cuyos desarrollos no suelo acompañar, mas acontece que, al escribir dicho trabajo, no por azar su redactor se encontraba siguiendo las enseñanzas de Lacan. Así logra puntuar, en el texto de Freud, un aspecto hasta entonces omitido. En efecto, Rosolato muestra que el palimpsesto en cuestión indica también la vigencia determinante de otro término renegado y al mismo tiempo revelado: se trata de “glande”.
Si leemos el texto de Freud al pie de la letra, nos encontramos con una afirmación –prácticamente inaugural– sorprendente y algo brusca por lo repentino de su ocurrencia en el orden expositivo: el fetiche reemplaza al inexistente falo materno. Es allí donde Rosolato se centra –según entiendo, con toda corrección–, recordando el peso de los términos latinos en la medicina de la época y el modo según el cual Freud se alinea con ella cada vez que procura dar cuenta de algún contenido de orden “escabroso”. Habla entonces, por ejemplo, y siguiendo dicha tradición médica epocal, de coito a tergo, matrem nudam, fellatio, etcétera. En esterespecto, si leemos el término “glande” en la lengua donde serpenteaba el sexo, de inmediato se presenta su homofonía con Glanz, puesto que el vocablo latino en cuestión es glans.
Entonces, Rosolato puntúa cómo el palimpsesto –así ampliado en sus alcances– es susceptible de dar cuenta de ese procedimiento de montaje, de ese traslapar, presente en la definición freudiana del fetiche. Empero, a mi juicio, equivoca la caracterización definitoria al volcarla en términos de homonimia y de traducción.
Desde esta episteme, como puede apreciarse, no se trata de postular un sub-texto o un texto latente a recuperar. No, puesto que el material está presente en su plenitud, y dispuesto para quien pueda develarlo merced a un trabajo específico. Por ende, no ha lugar para la realización de inferencias y de lucubraciones, por cuanto apuntamos a laborar con el lenguaje. En suma –y empezamos, de tal modo, a ingresar en nuestro tema fundamental–, lo inconsciente no se sitúa como un fondo, el de una vasija o el de una bolsa, donde sería necesario zambullirse para extraer alguna gema postulada como fundamental debido a su inapreciable valor. Es que lo inconsciente “está allí”, en tanto materialidad determinada y mostrable. Tal cernimiento descarta, en consecuencia, la puesta en acto de una conjetura imaginariamente espiritual.
* Fundador de “Mayéutica. Institución psicoanalítica”. El texto pertenece al libro Intraducción del psicoanálisis. Acerca de “L’ insu...” de Lacan, de próxima aparición (ed. Síntesis, Madrid).