Jueves, 5 de agosto de 2010 | Hoy
PSICOLOGíA › EMOCIONES DEL SIGNIFICANTE
El niño que pide a su madre lo imposible. La iluminación de Jacques Lacan ante unas marcas en un hueso de hace veinte mil años. La declaración de guerra o la declaración de impuestos o la Declaración de los Derechos del Hombre. El chico que por primera vez se conmueve ante el arte. En todas estas escenas el autor discierne la problemática relación entre el significante y el sujeto.
Por Guy Le Gaufey *
Lo que se llama “el niño” se encuentra embarcado con el Otro materno en una relación tramada por el significante, puesto que las satisfacciones que espera de ese Otro pasan por la articulación del lenguaje. Si no hubiera más que eso, podríamos decir que habría sólo comunicación. Pero, puesto que el Otro solicitado aparece a menudo como pudiendo responder o no responder, el hecho de que sí responda toma valor de prueba de amor: “El Otro, en la medida en que es acá alguien real, pero que está interpelado por la demanda, se encuentra en posición de hacer pasar esta demanda, la que sea, a otro valor, el de demanda de amor como tal, en tanto que se refiere pura y simplemente a la alternativa presencia/ausencia” (J. Lacan, Seminario “El deseo y su interpretación”, 1958-59). Así, la respuesta a la demanda se desdobla en valor de satisfacción y en prueba de amor.
Ese mítico niño va a querer encontrar, además, en el Otro, el significante que lo representaría como sujeto y vendría así a probar la buena voluntad del Otro con respecto a él, a probar que ese sujeto es, efectivamente, el destino del amor manifestado por las respuestas a sus demandas. En esta nueva relación al Otro, tiene que hacerse reconocer, en este Otro, como sujeto. Ya no más como demanda, tampoco como amor, sino como sujeto. Ahora bien, en esta nueva exigencia, una “tragedia común” (Lacan, ob. cit.) vendrá a impactar tanto al sujeto como al Otro: este último se encuentra en la estricta imposibilidad de brindar un significante de ese orden. Está desprovisto de él. No tiene nada de eso a su disposición. ¿Por qué? Porque él mismo es, a su vez, sujeto.
El hecho de que el Otro sea concebido él mismo como sujeto –y como tal desprovisto de lo que le permitiría garantizar el valor de sus actos, sustraerlos al deslizamiento perpetuo de la significación–, ese hecho se apoya en un enunciado anterior según el cual “No hay Otro del Otro”. No hay un desfile indefinido de sujetos, sino una extraña confrontación en la cual, sometido por el sujeto a la pregunta acerca de la veracidad de lo que enuncia, el Otro pondría de manifiesto eso que, el resto del tiempo, queda velado: su fundamental incompletud. Este Otro, que se encuentra definido como el “tesoro de los significantes”, capaz de desarrollar cuantos se quiera y aún más, no está en condiciones de producir ese que daría testimonio del destino de su amor o de su buena voluntad y que valdría, desde entonces como significante/signo de ese sujeto del que se ocupa.
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Lacan cuenta haber ido al museo Saint-Germain y tropezado con un hueso de reno que lo sacudió particularmente. Preparado por el cartel indicador que le presenta un objeto marcado con una serie de trazos que remontan a 17.000 o 20.000 años, Lacan observa “una serie de pequeños palotes, dos primero, luego un pequeño intervalo, y luego cinco, y después todo recomienza. He aquí por qué –prosigue-, dirigiéndome a mí mismo por mi nombre secreto o público, tu hija no es muda. Tu hija es tu hija, puesto que si fuéramos mudos, ella no sería en absoluto tu hija”. Esas palabras no son, en absoluto, las que un visitante cualquiera podría proferir; solamente las de alguien cuyas preocupaciones del momento lo ponen a la búsqueda de la emergencia del significante en la larga gestación de la humanidad. Con toda modestia, Lacan confiesa: “No digo que sea la primera aparición”, pero “en todo caso, [es] una aparición certera de algo que se distingue totalmente de lo que puede designarse como la diferencia cualitativa”. La contigüidad de los trazos los constituye en serie, permitiendo diferenciarlos, no a partir del delineado singular de sus trazados, sino desde la mismidad de su equivalencia formal. En el hueso de reno, el sentido se evaporó, y la mismidad se mantiene, en un nivel más alto de formalidad.
Frente a esas marcas de las que él sabe inmediatamente que no sabe nada en cuanto a sus referentes y que, sin embargo, no puede no tomar como signos, Lacan tiene súbitamente el sentimiento de estar frente a la “diferencia significante”, la “diferencia en estado puro”. En tanto no reenvían más a nada, esas marcas hacen signo sólo de un sujeto, el marcador (ese sujeto no es necesariamente individual). Que uno o varios individuos hayan trazado la serie importa poco. Es la serie la que hace al sujeto (no al revés) y suscitan un sujeto, el lector, ambos separados por... una veintena de milenios. Emoción debida a esta brutal fraternidad imaginaria, pero al mismo tiempo captación de aquello que, en el signo así “borrado” de su referente (y por lo tanto de su significado) no vale más que como pura presencia del acto mismo de contar, acto del cual cada muesca no es aquí nada más que la simple reiteración. La mismidad de esos trazos se sostiene en la sola repetición del acto que los inscribió. En la vitrina del museo, cada una de esas muescas, en sí misma, no representa nada para nadie, no significa nada para quienquiera que sea, pero se articula con las otras para hacer serie, y esa serie implica un sujeto.
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Recuerdo: tengo diez años y leo sin parar, todo lo que me cae en las manos, al punto de que mi dulce madre me ha llevado hace poco al médico para hacerle saber de estos excesos que la inquietan, me “vuelven salvaje”. El me prescribe ampollas de Actifos. Marche el Actifos. Pero en lo de una prima subrepticiamente me robo un volumen (de una serie que ella había comprado por metro, por la encuadernación) de un autor que no conozco, un tal François Mauriac, que tiene un extraño título: Thérèse Desqueyroux. De noche, en la cama, con mi linterna, recorro las primeras líneas: “Thérèse, muchos dirán que no existes. Pero sé que existes. Yo que desde hace años te espío y a menudo te detengo al pasar, te desenmascaro”.
Una emoción me atrapa. Nunca me hablaron así. Releo. Es increíble. Leo lo que sigue, un poco atontado, enlentecido por un vocabulario que me desborda, perdido en una intriga que en gran medida se me escapa. Una vez terminado, es evidente que quiero recomenzar en seguida y me procuro, de nuevo subrepticiamente, el libro que lindaba con éste, Nudo de víboras, del mismo Mauriac. Fracaso. No entiendo nada, y la emoción no acude a la cita. Pero guardo el recuerdo marcado a fuego de las primeras líneas de Thérèse. Desde entonces estoy casi seguro de no haber abordado nunca una novela sin la esperanza apenas disimulada de rencontrar eso.
Mi pasión, mucho más tardía, por Faulkner, se debe a esos deslices donde alguno de sus héroes, exasperado por el hecho de chocarse con la lengua, se enfurece, y Faulkner con él, y también el lector que soy, todos enredados de repente en un maelström donde ya nadie sabe quién es, tomado en la urgencia de salvarse por medio de las palabras, tan poderosas y peligrosas, sin embargo, como la ballena blanca que se aproxima, y el capitán Ahab soy yo, es él, son ellos todos. ¿Nosotros, quizás? En esos excepcionales momentos, existo con una tonalidad que no sé muy bien fabricar de otra manera. O mal, puesto que, sin la sorpresa, no queda más que el esfuerzo, intelectual u otro. Eso trae por aquí o por allá algunas recompensas, no digo que no; es mejor que nada, pero en el fondo todo eso no tiene nada que ver.
¿Qué es lo que desborda, hace irrupción hasta el punto de sacudir de esa manera cuando una voz perfora el tejido apretado del sentido? Se parece mucho a la emoción que rodea la declaración de sexo o de amor, de guerra o de independencia, cuando llega a decirse eso después de lo cual... el sujeto no está más allí donde estaba antes. Es así de tonto. Por poco que la guerra se declare, El mar de las Sirtes saldrá de su silencio secular, las cañoneras que hasta entonces cruzaban a lo largo plácidamente van a tronar, la pólvora y el fuego dentro de poco van a devastar mi patria tan calma que se la hubiera creído dormida, yo cambié de vida. ¡Y si sólo los seres humanos se declararan! Las epidemias, los incendios, las bancarrotas, los domicilios, los impuestos, el estado civil, la guerra, la paz, los derechos del hombre, y hasta la primavera: cualquier cosa que pudiera, poco o mucho, sacudir a un sujeto... se declara. El instante anterior, no estaba, y cuando el signo de eso aparece, está allí y, hasta nueva orden, va a quedarse. No se va a ir solo. Un significante nuevo asomó la punta de su nariz, y Cleopatra no puede hacer nada. La materialidad del significante da a lo que surgió con él la fuerza de una lápida: una vez puesta, para retocarla habrá que madrugar.
* Extractado de El sujeto según Lacan, que distribuye en estos días ed. El Cuenco de Plata.
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