Jueves, 30 de septiembre de 2010 | Hoy
PSICOLOGíA › EL MASOQUISMO COMO POSICIóN DEL SUJETO
“El masoquista, a través del dolor, busca el goce, pero no es cualquier goce, sino un goce testimonio del encuentro con el Otro.” El caso del masoquismo podría mostrar cómo la perversión es “una posición del sujeto ante el goce. Perversión es una manera de vivir”.
El ser humano no se consagra al masoquismo porque busque el dolor, ya que dolor no es igual a goce; dolor se equipara a goce cuando convoca al fantasma. Hay dolor que no es goce, hay goce que no es dolor y hay dolor que es goce. Para que sea goce, el dolor tiene que convertirse en sufrimiento. En un seminario anterior, Hacia una clínica de lo Real (ed. Paidós), recordábamos que no se dice “me duele un sufrimiento”, sino “sufro un dolor”; el sufrimiento es la respuesta del sujeto ante lo real del dolor. El masoquista no busca el dolor, sino que, a través del dolor, busca el goce. Pero no es cualquier goce, sino un goce testimonio del encuentro con el Otro.
Recurriremos a un texto clásico: La Venus de las pieles, de Leopold von Sacher-Masoch. El, como redactor de una revista literaria, había iniciado una relación con Fanny Pistor, autora de relatos breves, con la que estableció un contrato seudolegal en virtud del cual se convertía en su esclavo durante seis meses, a cambio de que ella se vistiera con pieles. Viajaron juntos a Italia, Leopold con el nombre de Gregor y en el papel de sirviente de Fanny. Cuando la relación terminó, él escribió La Venus de las pieles. Es el relato de la historia de Severino y Wanda, a quien él seduce y convence para hacer el pacto masoquista.
Gilles Deleuze, en Presentación de Sacher-Masoch (ed. Taurus), advirtió que no hay “sadomasoquismo”: así como dos histéricas militantes no se aguantan, un sádico y un masoquista no se soportan. Es que el sádico no puede estar con otro que plantee algo como “Dale, rompeme todo”; el sádico quiere violentar al otro en su cuerpo y en su razón, como lo describe el relato sadiano. En cambio, el masoquista no puede tomar del cuello al partenaire al que quiere seducir, ya que así dejaría de ser masoquista: tiene que convencerlo. El masoquista es admirable en su arte de seducción; es un artista, un retórico.
Algunos párrafos (La Venus de las pieles y otros relatos, ed. Iberia) muestran de qué trata el pacto masoquista. Habla ella, ya un poquito enervada:
“–¿Qué falta hace eso, puesto que te amo? –Y tomándome la cara, añadió–: ¡Pobre loco!
–Pero no quieres ser mía sin condiciones, en tanto yo te pertenezco incondicionalmente.
–Eso no está bien, Severino –replicó ella casi consternada–. ¿No me conoce usted aún? ¿No quiere usted aprender a conocerme? Yo soy buena cuando me tratan sincera y razonablemente, pero si alguien se entrega demasiado a mí, cambio. Me hago arrogante, avasalladora.
–¡Séalo usted! Sea arrogante, sea déspota –grité completamente exaltado–. Pero sea usted mía y... ¡para siempre!”
Y, luego:
“Entonces prefiero caer entre las manos de una mujer sin virtud, inconstante y despiadada”.
Si, para tener una mujer constante, ella va a ser buena y benévola, no le sirve; si, para que ella sea despiadada, tiene que ser inconstante y soportar que lo traicione –la traición es esencial a la escena masoquista–, Leopold von Sacher-Masoch prefiere a esta última.
“En su inmenso egoísmo, esa mujer es todavía un ideal. Si es que no puedo gozar plena y enteramente de la dicha del amor, necesito apurar la copa de los sufrimientos y de las torturas, ser maltratado y engañado por la mujer amada, cuanto más cruelmente, mejor. ¡Es un verdadero goce!”
Continúa:
“–No puedo ser dichoso sin ver al objeto amado. Podría amar a una mujer, mas sólo siéndome cruel.
–Pero Severino –replicó Wanda casi enfadada–, ¿me cree capaz de maltratar a un hombre que me ama como usted y al que también yo amo?
–¿Por qué no, si precisamente por eso os adoro tanto? Sólo se puede amar lo que está por encima de nosotros: una mujer que nos abruma por su belleza, por su temperamento, su alma, su fuerza de voluntad, que se muestre despótica para nosotros.”
Más adelante cuenta el narrador, refiriéndose a Wanda: “De repente, ha cogido hoy su chal y su sombrero y he tenido que acompañarla al bazar. Allí hizo que le enseñaran látigos, látigos largos de mango corto, propios para perros.
–Estos serán buenos –dijo el vendedor.
–No, son demasiado pequeños –contestó Wanda, mirándome de reojo–. Los quiero mayores.
–¿Para un dogo, quizá?
–Sí, como los que usaban en Rusia para los esclavos rebeldes.”
¿Por qué en la escena sadomaso dominan el cuero, las cadenas, las correas, las esposas para atar las manos, el látigo? Es la iconografía de la esclavitud; son los restos iconográficos de un tiempo cultural, que en el ser humano no es sólo un tiempo.
“–¿Te he hecho daño? –me preguntó entre confusa y llena de angustia. [El partenaire del masoquista se llena de angustia.]
–No contesté–, y si lo hicieras, los dolores serían un placer para mí. Castigadme otra vez, si gustáis.
–¡Pero si no me causa ningún placer!
La extraña embriaguez se apoderó de mí.
–Castigadme –repliqué, casi suplicante–. ¡Castigadme, sin piedad!
Wanda blandió el látigo y me flageló dos veces.
–¿Es bastante?
–No.
–Flageladme, os lo ruego. Es mi placer, mi gozo.
–Sí, porque sabes que no va de veras, que mi corazón no quiere hacerte mal. Este juego bárbaro me repugna. Si yo fuera en realidad la mujer que azota a sus esclavos, te espantarías.
–No, Wanda. Os amo más que a mí mismo. Me he entregado en vida y en muerte, y podéis hacer seriamente contra mí lo que os sugiera el orgullo.”
En general no se llega a tanto; más bien se presenta la comicidad del teatro, hay un pacto. Llegan a matar, no los que blanden el látigo, sino los masoquistas que no se conforman con nada, que, por extenuación, asesinan al que usa el látigo. Pero en general el pacto tiene sus límites, es consensuado.
“Los golpes llovían, vigorosos, sobre mi espalda y brazos, cortando mis carnes, donde dejaban una sensación de quemadura. Pero el sufrimiento me transportaba porque provenía de ella, de la adorada, de aquella mujer por quien estaba dispuesto en todo momento a entregar mi vida.” No es el dolor en abstracto: es un sufrimiento, respuesta al dolor, pero porque proviene de “aquella mujer”.
Ya en nuestros días, Anita Phillips –doctora en el Queen Mary College de Londres, codirectora de la revista literaria Interstice– escribió Una defensa del masoquismo (ed. Alba), donde aclara: “El sexo que solemos llamar sadomasoquista es voluntario, acordado”. Y dice algo que nos permite dar un pasito más respecto de ese gusto por la atadura, por el látigo: “En la sumisión, uno es concebido más que concebidor, y en la sumisión sexual nos concibe alguien que nos excita y atrae. La mente descansa mientras el cuerpo se convierte sólo en receptor de dolor y placer”.
¿Sería forzado sostener que lo que propone Phillips es que Wanda, o quien sea, pase a constituirse en el Otro, al que el masoquista, para sostenerlo como tal, se ofrece como objeto? Pero no cualquier objeto: “Al revolcarnos en la mugre, ya como el cliente masoquista que limpia los tacones de la prostituta, ya como la Simone Weil que trabaja con los obreros en una fábrica, conocemos un anticipo de la muerte”, agrega Phillips.
No es sólo sostener al Otro como completud, identificado el masoquista a cualquier objeto: se identifica con un objeto ligado a la mugre, al desecho, a la mierda, a lo sucio, a lo que en cualquier momento se aprieta el botón y se va; un anticipo de la muerte. ¿Qué significa ese interés por la muerte, ese deseo de conocerla por adelantado? Phillips lo dice: “El masoquista es aquel, y por eso es antiestablishment, que se libera del peso de su yo”.
Yo digo que se libera de la parada fálica que la sociedad exige –costado que suele reivindicar Michel Foucault para defender la sexualidad sadomaso como una propuesta antiestablishment–; desborda los goces prescriptos por el lazo social y, en ese sentido, deshace prejuicios, rutinas. Pero no deja de hablar desde su posición; no habla desde la posición pura de un sujeto que no estuviese involucrado por su goce.
Entonces, este objeto “a” tiene una singularidad: desecho, mierda, muerte, sujeción al Otro, esclavitud. En lo moral, humillación, que lo acerca a la muerte. Jean Genet es la encarnación extrema. Para él, ser el objeto “a” para el Otro, en el tiempo del goce, es un modo de ser. Genet, que fue abandonado por su madre, que nunca conoció a su padre, que fue acusado de ladrón a los ocho años por sus compañeritos, que se sintió desconocido en su condición de sujeto, planteó: “Bien, ¿no soy nada para ustedes? Me identifico a esa nada, soy esa nada, esa mierda, esa basura, ese traidor que ustedes dicen. Por fin soy” (Isidoro Vegh, “Entre la abyección y la santidad”, en De poetas, niños y criminalidades. A propósito de Jean Genet, ed. Del Signo).
Esto no supone la propuesta de que “ésta es la posición”. Javier Sáez, en el resumen final de Teoría queer y psicoanálisis (ed. Síntesis), sostiene que la teoría de Lacan tiene otra apertura que el posfreudismo respecto de la perversión, ya que acepta que el sujeto está dividido –pérdida del ser por la entrada en el lenguaje–, que existe el inconsciente, que no hay saber sobre el sexo –yo diría: no hay saber absoluto sobre el sexo–, que no hay relación sexual –aunque no aclara qué quiere decir–, que no se sabe qué es ser hombre ni qué es ser mujer, y concluye así: “Cualquier posición, identidad o práctica sexual es posible ante ese vacío de saber”. A lo que se puede responder: sí, cualquier posición es posible pero no indiferente.
¿Qué enseña el masoquismo? Primero, que el goce comienza cuando termina el placer. El goce tiene dos tiempos: de encuentro y de despedida del objeto, y cualquiera de ellos puede acentuarse. El masoquista, como en el caso de Jean Genet, es llevado al extremo, llega cerca del cero pero sigue ligado a la vida. La posición del sujeto no es la misma en cada perversión. En el masoquismo es claro que se ubica en el lugar del objeto “a”, pero también alguien puede identificarse al Otro, como por ejemplo en el discurso canalla. Para el sujeto perverso masoquista o sádico, el lugar preferencial es la identificación con el objeto “a” en la escena. En las neurosis, la posición del sujeto oscila en llevar la castración del lugar del sujeto al lugar del objeto y viceversa.
En el masoquismo, como dijimos, hay una iconografía de la esclavitud, es esencial la sumisión al Otro, hay un desasimiento del yo; el masoquista se identifica con el objeto y hace una entificación del objeto nada. Viene al caso recordar un chiste: en el Día del Perdón, David se acerca al libro sagrado y, emocionado, dice: “Discúlpame, Dios mío, yo que me creía millonario, ante Ti que has creado el mundo, ¿qué soy?: nada, nada”. Se va. Viene Jacobo y dice: “Dios mío, tú decides vida y muerte y yo, con todo mi poder y mis riquezas, ¿qué soy ante Ti?: nada, nada”. Así van pasando hasta que le toca al señor que limpia la sinagoga, que también se acerca y dice: “Y yo, ¿qué soy ante Ti, en este día en que decides nuestro destino?: nada, nada”. Entonces David le pega un codazo a Jacobo y le dice: “Mira quién se cree nada”.
Entificación de la nada, del residuo, del desecho. Hay una anticipación de la muerte en el caso de Simone Weil, francesa que se convirtió del judaísmo al cristianismo y que fue militante marxista, se fue a vivir a los barrios obreros y trabajó en fábricas; durante la lucha contra la ocupación nazi, le propuso a De Gaulle armar un batallón de enfermeras; terminó muerta de tuberculosis a los treinta y dos años. Ella escribió un libro lindante con el discurso místico, La gravedad y la gracia. En el texto de Anita Phillips se la cita como un ejemplo de masoquismo. Bueno, cuando se trata de un cristiano, habría que preguntarle a quién le reza cuando reza, porque no es lo mismo rezarle a Dios padre que a la Virgen María o a Jesús. Para Simone Weil, la figura idealizada es Cristo, y –decimos junto a Lacan– Cristo es la creación genial que hace, del sufrimiento masoquista, una ofrenda al gran Otro.
Lo que busca el masoquista no es el dolor, sino el goce que surge a partir del dolor. Esto me incitó a plantear, hace unos años, que en el sadismo y en el masoquismo se podría situar una variante del objeto “a” que –siguiendo la diferencia que Lacan hacía entre visión y mirada– propuse ubicar entre tacto y toque: el toque como especie del objeto “a” que va de la caricia al pellizco, el golpe, la tortura.
El dolor se hace goce cuando introduce el fantasma, entonces deviene sufrimiento gozoso. Implica al ser: no es convertirse en la nada sin más: es la nada ante el Otro. No busca la angustia del Otro –aquí discuto con Lacan–: provoca la angustia del Otro porque, para el masoquista, es signo de que existe para el Otro. Si mi padre me pega, quiere decir que me ama, que existo para él. La demanda de amor hace existir.
Es una forma de la existencia que cuestiona la homeostasis, el establishment moral, social, religioso. En el fading extremo del sujeto y en el goce desbordante de la anonadación, se desprende de la parada fálica y es disonante del lazo social.
Pero, entonces, ¿sería el paradigma de una posición revolucionaria? Supongamos, soy cartaginés, llegan los romanos victoriosos y un legionario y me da a elegir: “¿La libertad o la vida?”. Si me equivoco y elijo la libertad, pierdo la libertad y la vida. Si digo “la vida”, seré esclavo romano, una vida desgraciada. Hasta aquí, no hay solución, pero existe una tercera posibilidad, el lema del revolucionario: “libertad o muerte”. Si elijo la libertad muero, pero si elijo la muerte obtengo la libertad y una muerte elegida. El masoquismo perverso se ubica en la posición del esclavo; elude la opción “libertad o muerte”.
Se trata de la muerte en el sentido simbólico: salir del lugar que sostiene al Otro, dejar de ser el objeto de goce del Otro. Este “dejar de ser” lleva a Lacan a decir que el sujeto es una faltaenser. Esta manera de vivir implica la castración; la otra elude la castración. “Perversión” no es un término feliz, porque tiene una connotación peyorativa, pero está tan instalado en la terminología psicoanalítica que es difícil encontrarle reemplazo; se ha intentado, pero sin éxito. Podemos hablar de la perversión, no como “déficit en la maduración genital” ni como “depravación”, sino como una posición del sujeto ante el goce. Perversión es una manera de vivir.
* Texto extractado de El abanico de los goces, de próxima aparición (ed. Letra Viva).
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