Jueves, 9 de mayo de 2013 | Hoy
PSICOLOGíA › “UNA VARIABLE PROPIA DE LA éPOCA”
La autora advierte que “durante los últimos diez años las consultas propuestas por familias adoptantes introdujeron una variable propia de la época, en la que las nuevas técnicas productivas implantaron su eficacia. La modalidad consiste en inscribirse pensando adoptar una criatura y al mismo tiempo iniciar tratamientos para resolver problemas de fertilidad”.
Por Eva Giberti
Durante los últimos diez años las consultas propuestas por familias adoptantes introdujeron una variable propia de la época, en la que las nuevas técnicas productivas implantaron su eficacia.
La modalidad, que consiste en inscribirse pensando adoptar una criatura y al mismo tiempo iniciar tratamientos para resolver problemas de fertilidad, condujo a posicionar al adoptivo como un niño o niña “por las dudas”. Es decir, aquel o aquella que podría ser recibido como hijo si las técnicas de fertilización fracasaban; niño que se encontraría en posición de suplencia en relación con un hijo engendrado. Queda momentáneamente instalado en la espera imaginaria como efecto del compromiso pulsional de los adultos, que buscan una consanguinidad obtenida mediante la terceridad que el laboratorio/empresa incorpora. Cuando la familia se compagina mediante un hijo adoptivo (habiendo existido o existiendo la alternativa de la fertilización asistida), sería posible preguntarse si esa variable en el origen (“Quiero tener un hijo de mi sangre, pero si no lo logro, por las dudas, porque un hijo quiero tenerlo –frase reiteradamente textual– incluyo la opción de un adoptivo”) afectará el intercambio simbólico posterior entre esos padres y la criatura. No resultaría posible anticiparlo, sólo observar el comportamiento de los padres durante el tiempo de las consultas y escuchar a los niños y a las niñas adoptados: cualquiera de ellos puede decir –como sucedió– “Si te hubiera salido bien la fertilización, yo no estaría aquí ahora...”. Comentario que en otro nivel reproduce la frase escuchada por su madre durante años: “Si vos te hubieras casado con otro hombre, yo no hubiera nacido. Porque el que tiene el problema es papá...”. Son las particulares instancias de subjetividad que desarrollan los hijos adoptivos insertos en las tramas de los comentarios familiares que escucharon y que jaquean la narrativas clásicas referidas a “la identidad del adoptivo”.
Los hechos que se presentan actualmente tienen una nueva característica: la pareja que, ante la cercanía de una guarda por adopción consultan: “Tenemos dos embriones congelados que no usamos, están guardados, preferimos esperar porque nos prometían un bebe en adopción. Es casi seguro, entonces... esos embriones... Porque cuando llegue el hijo adoptivo no los vamos a usar... pero, tenerlos guardados... es un problema...”.
Este dato no es el que estos adoptantes quieren aportarle al juez. En estas historias la complejidad se potencia porque las primeras implantaciones de los embriones iniciales fracasaron y los dos remanentes generan un suspenso en cuanto el probable éxito de una práctica futura. Cómo serán mencionados, imaginados, pensados, esos embriones por parte de quienes aportaron sus gametas no es problema para la ciencia, que solo asume la “generalización posible” de sus descubrimientos e invenciones. Cuerpo, goce, deseo y palabra anudados en los dueños de esas gametas no repercuten para estas ciencias en la evaluación de sus prácticas.
La nostalgia por el hijo engendrado tiene particular intensidad en quien ha padecido la doble frustración, específicamente en la mujer, cuyo cuerpo se compromete totalmente cuando recurre a la fertilización asistida; cuando el varón afirma “quiero tener un hijo” está diciendo “quiero ser padre” y posiciona a ese hijo en el lugar de un deseo inscripto en un bien del que se quiere gozar. De allí la distancia entre la necesidad de hijo y deseo del hijo acerca de lo que tanto he escrito (La Adopción, Las éticas y la Adopción, Adopción Siglo XXI). Necesidad que le permite imaginar que alcanza con recurrir a la ciencia para dominar la genética: ese hijo derivado de la fertilización asistida será parecido a él. No obstante esa ilusión que el imaginario fogonea, el enigma del inconsciente sobrevuela hábilmente las contingencias y acontecimientos de todos los hijos, inclusive de los agámicos, un triunfo de las ciencias.
Los hijos agámicos, tal como los nombré inicialmente en el libro Los hijos de la fertilización asistida que escribimos con Gloria Barros y Carlos Pachuk, son “un producto que contiene los ADN de un ser humano que no fue engendrado según el convenio coital que se establece entre dos sujetos heterosexuales. Dicho convenio garantiza la consanguinidad y de allí la genealogía como instancia trascendente a las organizaciones familiares”.
“Mediante la unión impersonal de las gametas, fragmentos de los sujetos, se propone otro diseño para la fecundación entre humanos. Las gametas son diferentes sexualmente, entonces la imbricación lograda en laboratorio les permite generar una sustancia humana sin intervención del coito. Las gametas se fusionaron manteniendo sus diferencias y relacionando su ‘oposición’ femenino-masculino. Pero en esa escena gestante está ausente la diferencia entre el hombre y la mujer en tanto sujetos y por ende las diferencias entre sus deseos: esa escena la protagonizan dos gametas en laboratorio y no dos sujetos. O sea, esa concepción carece de diferencia sexual entre sujetos (en tanto sujetos de deseo), condición que caracteriza lo agámico. Agámico es una expresión que proviene del griego gam (gamos), casamiento, acompañado por el prefijo a (sin); de allí una segunda acepción como soltero, que implica suelto, sin ataduras.” (Del libro Los hijos de la fertilización asistida.)
Estas parejas inician su búsqueda de un hijo deseado según dos alternativas (no me refiero a quienes hoy se postulan para la subrogación de vientres), 1) un niño ilusionado (no nacido, embrión), 2) el adoptivo, nacido desde otra genética ajena a la pareja y desconocido hasta ese momento. ¿Cuál será el compromiso psíquico en relación con la libido disponible, cuando la pareja se encuentra con dos embriones resguardados, en espera y por otra parte un bebé, nacido y también en espera de ser adoptado? Cercano, pero también ajeno al coito gestacional. El adoptivo no portará “la misma sangre”, o sea la trascendencia asociable con la herencia le será ajena. Los embriones tampoco cuentan con el coito fecundante, pero han garantizado la herencia genética. Cualquiera sea la evolución del pensamiento, el coito fecundante, inexistente, administra la filiación.
Si deciden “desprenderse” de los embriones, para cuya obtención debieron invertir una importante suma, habilitarán un duelo con características paradójicas que describen afirmando: “Por una parte nos da lástima, en realidad nos duele deshacernos de los embriones porque son casi hijos...”. El contraargumento: “Pero también mantenerlos durante años mientras nuestro hijo adoptivo crezca... ¿Y si nos pregunta si podrá tener hermanitos?”.
El desplazamiento del discurso colocando la duda en labios del adoptivo que aún no está con ellos –paradigma de defensa ante un dolor intenso y al mismo tiempo incomprensible– coloca en boca del adoptivo posible la “inquietante extrañeza” que apenas enmascara el perfil de lo siniestro.
Estamos ante familias en las cuales los valores, tendientes a elegir “lo mejor” o “el bien”, se superponen en impulsos y reflexiones en busca de acertar racionalmente tropezando con sus criterios individuales cuando deben decidir “en nombre” de terceros existentes y no visibles. Para quienes construyeron los embriones, su existencia es compleja: a veces dudan de si los embriones son personas o tal vez no. La mujer difícilmente se apea de su vivencia: “Son bebés o hijos”. No sabemos si por convicción religiosa, filosófica o ética personal, pero el calibre de esa afirmación resulta de estar comparándolos con el adoptivo posible: él sí es una persona en camino de sentarse a la mesa con ellos. El malestar oscila ante “esos embriones, que en realidad... no son personas y de los que nos desprendemos para no arrastrar esa carga cuando llegue el adoptivo” y por otro lado una criatura que llegará de la mano de un juez. Pero en el origen de ese adoptivo también hubo un embrión que siguió su camino albergado por un vientre que quizá no habría deseado cobijarlo.
El hecho se repite y si los embriones se mantienen después de la adopción de un hijo, nos colocan frente a la construcción de familias ajenas no solamente a cualquier evaluación tradicional, como sucedía ya en décadas anteriores cuando la fertilización asistida había comenzado, sino que en este modelo encontramos hijos adoptivos que conviven en el espacio y en el tiempo, aunque no en presencia, con embriones congelados que son consanguíneos entre ellos
En estas nuevas familias, la tormenta de valores previa a la decisión promueve un refinamiento moral en sus protagonistas, seres racionales para quienes el interés propio está en cortocircuito tensionado también por el interés económico propio del individualismo actual, que soporta la idea de costos-beneficios. No me refiero al dinero sino a la mecánica que se pone en juego y que se instituye como encrucijada ya que, desde un pensamiento técnico, como lo plantearía Dusell, “las ciencias humanas o sociales críticas coexisten con las hegemónicas y pueden refutarlas con explicaciones nuevas desde paradigmas que pueden posteriormente volverse funcionales”. Las hegemónicas que sostienen el derecho de llevar a cabo todo aquello que la ciencia y la tecnología permiten, y las ciencias críticas advirtiendo acerca de esta superposición de filiaciones en suspenso que reclaman la aceptación de lo engendrado en laboratorio, su manutención y en paralelo la inclusión de un hijo adoptivo. Finalmente las posiciones críticas coexisten con las decisiones parentales de inscribirse en los registros de adopción para contar con una criatura “por las dudas” mientras esperan el éxito de la fecundación artificial. Porque de ese modo se están procesando las necesidades y los deseos de quienes asumen el denominado derecho al hijo. Lo que se conoce como “criterio de hecho”.
Uno de los interrogantes posibles nos traslada a la posición de la criatura ya adoptada: ¿cuál sería su vinculación con esos embriones? Parece una pregunta tonta. No habría vinculación, si asociamos vinculación como una relación intersubjetiva. Repreguntemos entonces: ¿cómo fantasearía el adoptivo con esos embriones? “¡¡Pero no tiene por qué saber que existen!!” También es cierto. No obstante, cuando en la consulta, asesorándose acerca de la crianza del bebé adoptivo que los espera en su cuna, me hablan de su preocupación por los embriones retenidos, estoy autorizada a pensar en un tipo peculiar de familia habitada por el fantasma criopreservado. ¿Está demostrado que los fantasmas no existen? No me refiero a los fantômes del psicoanálisis, tampoco al que transitaba los helados corredores de Elsinor, sino a aquello que el ombligo del sueño enlaza en los cordones umbilicales inexistentes. Porque esas madres cuentan sus sueños y ellas mismas se preguntan: “¿No estaré soñando con los embriones?”.
Los hijos que han sido adoptados no conocen el antecedente de la fertilización asistida. Hasta que lo conocen. En un diálogo con una adolescente me preguntó: “Cuando me adoptaron, ¿había esta cosa de los embriones que hay ahora...? Porque la hermana de mi prima tuvo mellizos y al principio no podían...”. En esas circunstancias, ése es otro de su temas inquietantes.
Si nos mantenemos en el ámbito de los adultos, los escucharemos afirmar que cuentan con amor suficiente como para dedicarse al adoptivo sin problematizarse por los embriones ahora que disponen de un hijo “de veras” que dejó su estatuto del ser-por-las-dudas. La criatura presente los colma de bienestares.
No obstante, estos adoptivos son comentaristas involuntarios de la resignación parental ante la imposibilidad de procrear mediante la tecnología. Su comprometida pregunta distingue a este niño o niña que fue adoptado, del hijo que podría haber sido. Se desdobla al rozar el borde de lo que quiere adivinar. Se despliega entre ese sujeto que la ley incluyó en esa familia y la posición de hijo que proviene de una necesidad parental, limitante del deseo de hijo. Comprende que es hijo porque para sus padres es “nuestro”. Y esos padres también podrían afirmar que asimismo “nuestros son los embriones-que-no-fueron-hijos”. Para los adultos, el común denominador es aquello que ha podido saciar la necesidad de posesión: el hijo. Y para el adoptivo –que inicialmente fuera “por las dudas”– el enigma de su inconsciente quizá quede ilustrado por esta duda acerca de la existencia o no de técnicas de fertilización asistida previas a su llegada: “Si hubieran tenido éxito yo no estaría aquí”.
El discurso capitalista que caracteriza nuestra civilización será un componente más en la novela familiar del adoptivo, que se sabe “nuestro” hijo (porque parece que no hay otra manera de decirlo) y palpita que hubo embriones como objeto de consumo previos a su aparición en “su” (la suya, propia) familia. Donde no estuvo su embrión ni su placenta.
Acompañar a estos padres continúa enseñándonos acerca de lo que significa ser padres y ser hijos. Los embriones no necesariamente están condenados a desaparecer. Porque en conocimiento del significante parentalidad, un año después de la adopción puede abrirse el interrogante: “¿Y si descongelamos a uno de los dos...?”. Es una pareja que siempre deseó tener varios hijos, como tantas otras que nos rodean. Entonces se retoma la práctica emprendida inicialmente: implantar un embrión. O los dos. Es probable que alguna mirada profesional se pregunte por el equilibrio psicológico de estas parejas. Esa es una pregunta arriesgada: deberíamos preguntarnos por qué abrimos ese interrogante.
Quizá porque nos avanza una lógica inapelable que ya se había insinuado anteriormente. “¿Y si el adoptivo quisiera tener hermanitos? ¿Si nos preguntara por qué no los tiene? Mientras nosotros guardamos dos embriones congelados...”
¿Cuál es la diferencia con la situación de los adoptivos a quienes repentinamente y para asombro de sus padres, le aparece una hermano porque la infertilidad de uno de sus padres se resolvió en un embarazo inesperado, bienvenido con alharaca? Conocemos esas historias, que no son infrecuentes, así como la hermenéutica que las acompaña: “El adoptivo los autorizó a ser padres...” “El adoptivo actuó terapéuticamente...” Y otras alternativas.
En situaciones como las que describí, el hijo adoptivo “da a luz” a los embriones cautivos. Así como él modificó su estatuto de “un-ser-por-las-dudas” para convertirse en un sujeto-en-acto (ya no en potencia), ahora su estatuto de sujeto filiado como hijo (o sea, en resguardo de la trascendencia legalizada de sus padres) caldeó la temperatura emocional que la crioconservación precisaba para demoler su congelamiento.
No existe entre nosotros una legislación relacionada con la manipulación y criopreservación de embriones, ni acerca de su status jurídico, de manera que estas situaciones se reiteran abriendo preguntas que enmarcan los antiguos interrogantes propios de las adopciones.
La simplicidad de algunas respuestas, provenientes de las parejas, podrían limitar el problema. “Decidimos tenerlos a todos, al adoptivo y a los embriones...” fue una de las respuestas posibles.
Entre las paradojas que aparecen no falta quien decide “no pensar más en los embriones” y esperar la adopción negando que la empresa a la que recurrió para mantenerlos “reservados” tiene sus propios tiempos y sus límites de diferente índole para mantenerlos vivos.
Hasta aquí, la enunciación de historias de vida que llamamos clínicas y que nos cuentan algo más acerca de las neoparentalidades que inauguran una relación involuntaria de los hijos adoptivos con los embriones de sus padres. Y a los que él acoge en la fraterna convivencia de quienes, humanizados, dejaron de ser extrañamente inquietantes. A veces los adoptivos no reaccionan tan fraternalmente ante el recién llegado.
Los seres humanos crearon la fertilización asistida que hay que legalizar y también la adopción como instituto legal que sistemáticamente se saltea mediante la elección de “guardas puestas” (mediante la contractualización entre adultos sin que el Estado represente los derechos del niño mediante sus profesionales encargados de evaluar a los pretensos adoptantes). Los adoptivos siempre preguntaron por sus orígenes, los hijos de la fertilización asistida también (y si no preguntan y si no les cuentan, se las arreglarán para saber o sospechar). Estos grupos humanos nos han propuesto un modelo, cantera de fantasmas (ahora sí propios de la vida psíquica), de angustias y secretos que se cotizan en las permanentes declaraciones de quienes nos dicen: “Nosotros nunca tuvimos un problema psicológico. Primero recurrimos a la fertilización asistida, también a la adopción y ahora tenemos varios hijos y llevamos una vida feliz”.
Un universo de filósofos, especialistas en bioética, psicólogos, psicoanalistas, abogados, legisladores incorporamos estas realidades como evidencias que se nos aparecen porque surge la consulta. ¿Deberíamos preguntarnos si lo aprendido en las universidades alcanza para inscribir a estas familias en las lógicas de lo esperable porque es lo actual?
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