Jueves, 9 de mayo de 2013 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Mario Wainfeld
La sesión en Diputados fue tumultuosa, rústica, su final llegó al clímax. La oposición objetó, sin argumentos válidos y con demasiada bronca, un punto de la votación, retirándose del recinto. Se fueron todos, volvieron algun@s. Las diputadas Patricia Bullrich, Elisa Carrió, Graciela Ocaña y su par Jorge Yoma regresaron a sus bancas. La lista es tan breve como ilustrativa: son legisladores avezados, “bichos” podría decirse con todo respeto, con mucho millaje recorrido. Advertían algo que el peronista riojano sinceró: es floja praxis irse del recinto, no es serio ni eficaz, jamás sirvió de fundamento para anular una ley. El oficialismo también había escalado en gestos y palabras excesivas. Algún representante del pueblo arrojó una botella, por suerte con torpeza.
Los integrantes del Senado, seguramente, recapacitaron sobre el episodio, que afeó la imagen del Congreso todo. Los integrantes del Frente para la Victoria (FpV) y sus adversarios optaron por el tono que suele dominar en la Cámara alta. Fue el único acuerdo entre ellos. No es que escatimaran reproches, acusaciones extremas, comparaciones importadas del pasado remoto. Pero mantuvieron un debate contenido en las formas.
La Cámara alta es menos pluralista que la baja. En aquélla solo hay representantes de la contingentes mayoría y primera minoría provinciales, en ésta el generoso sistema D’Hont admite que entren partidos con un porcentual amigable de votos. La policromía de Diputados, su mayor amplitud ideológica, cierto plebeyismo de algunos congresales agradan usualmente al cronista más que el empaque senatorial. Pero, esta vuelta, el empaque básico fue funcional al cierre del debate parlamentario, que no será el de la historia de estas reformas, ni siquiera en el corto plazo.
Comenzó, ayer mismo, una carrera que hará escala en Tribunales, que incluirá pedidos de inconstitucionalidad de algunas normas. La más relevante y acuciante, porque se corre contrarreloj, es la modificación del Consejo de la Magistratura.
Si el debate fue encauzado, la votación confirmó lo previsto. El oficialismo superó, sin gran margen aunque sin tropiezos, la mayoría absoluta de los miembros que la Constitución exige para este tipo de normas.
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El punto nodal de las inconstitucionalidades alegadas es la adopción del voto popular para elegir a parte de los consejeros. Es un eje controvertido, el cronista se enrola entre los que opinan que la Carta Magna no prohíbe expresamente la modalidad. Así las cosas, el cambio no está teñido de ilegalidad.
La valoración de la participación popular es, desde ya, un aspecto ideológico. El cronista piensa que, en general, es un ingrediente que mejora al sistema democrático. Se acusa a la reforma de “politizar” al Consejo, lo que amerita dos réplicas. La primera es que esa opción es válida y hasta encomiable. La segunda, más minuciosa, es que la politización rige también en el sistema actual, solo que el sujeto soberano es otro. En vez de la ciudadanía toda, un par de corporaciones de escasos integrantes. Ninguno de ellos es extraterrestre, ni come ambrosía (uno cuantos, eso sí, beben bronce) ni actúa en función de abstractos criterios de excelencia. Se trata de grupos, gremios profesionales, camarillas, runflas (el lector dirá y la clasificación puede cambiar según las etapas) compuestas por “animales políticos” como diría Aristóteles. Un puñado de jueces o letrados con identificación político-partidaria precisa, en la mayoría de las circunstancias. Con ideología determinada en todas.
La comparación con el Consejo actual, paralizado y disfuncional por donde se lo mire, también embellece el afán de reformarlo. Los defensores del statu quo se centraron en el pretenso “atropello”, pero fueron cautos o mudos puestos a elogiar al cuerpo y sus desempeños, obviándose una misión casi imposible.
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Por la inminencia de las Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO), en las que habrá una sola boleta nacional, la de los Consejeros fue ayer uno de los aspectos más criticados.
La norma es, en efecto, restrictiva, lo que no la hace mecánicamente inconstitucional, pero sí muy discutible.
Por descontado, ése será uno de los puntos recurrentes de las demandas que están al caer. Incluso es previsible que pueda plantearse por separado. Que los partidos opositores acudan por este ítem a la Justicia electoral, en medio del aluvión de juicios, amparos y cautelares que esperan la promulgación de las leyes que recalarán en otros fueros.
La presidenta Cristina Fernández de Kirchner debe convocar a las PASO la semana próxima. Es demasiado albur imaginar cuántos pleitos se deducirán, están cantados varios de sus promotores. Ya se lanzaron globos de ensayo, que fueron rechazados por tratarse de cuestiones abstractas sobre leyes no vigentes.
Dado que también se modificó el régimen de medidas cautelares contra el Estado, parece escrito que eso también se cuestione. Imposible adelantar en base a qué norma (la anterior o la actual) fallarán los jueces. Es más sencillo profetizar que la “opo” confía en que el malestar de buena parte de la corporación judicial por cuestiones de coyuntura le juegue a favor.
Hay raíces más hondas del antagonismo entre muchos magistrados y el actual oficialismo. Los festivales de cautelares que vienen frenando la aplicación plena de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual son un dato duro, ineludible. También la tirria antipopular de unos cuantos magistrados.
Hacer estimaciones de cómo se conjugarán el calendario judicial y el electoral es complejo, se irá descifrando en cosa de días.
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Hubo modificaciones a los proyectos originales, dos de los tratados ayer fueron impulsadas desde el Poder Judicial. Empecemos por la menos chocante, la referida al régimen de designaciones de secretarios y auxiliares judiciales. Se concedió a los jueces una cuota de nombramientos discrecionales. La regla tiene su virtud, que es posibilitar formar un equipo homogéneo. Y una contra, que es facilitar la arbitrariedad, el nepotismo o la perpetuación de la “familia judicial” versus un régimen meritocrático. La mayoría de las cosas son así, imperfectas o dialécticas.
El otro retoque es, en cambio, potente. Se devolvió a la Corte Suprema el manejo del presupuesto del Poder Judicial, regresando a una costumbre manifiestamente inconstitucional. Que la Corte haya pedido esa regresión es indicativo: la legalidad extrema no es un principio extendido en la Argentina. Se toma o se deja según los avatares de la historia o las conveniencias.
El Consejo de la Magistratura no rechistó, ni menos correrá a Tribunales. Las alianzas políticas pesan más que el apego a la ley, cuando es menester.
Un apunte adicional sobre los astutos manejos de la Corte, en particular de su presidente Ricardo Lorenzetti. Hay tres indicadores que siempre expresan el poder de cualquier organización burocrática estatal. El presupuesto que manejan, los nombramientos que pueden concretar y el espacio físico que ocupen sus oficinas. Un vistazo sobre la actual Corte comprueba cuánto se ha expandido en todas esas dimensiones. Y los dos cambios en los proyectos de ley defienden con ahínco su territorio. El Gobierno fue permeable a esos reclamos, desde ya.
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Esta columna se cierra tras la votación sobre el Consejo de la Magistratura. No da cuenta, entonces, del ulterior debate que parecía encaminarse a la aprobación.
El oficialismo nada hizo por ampliar su base de sustanciación, sumar alianzas, llegó justito. Otras veces, con leyes fundacionales actuó mejor. En normas de largo alcance es largamente preferible ese método: las fortalece.
La oposición tiene derecho a clamar por la inconstitucionalidad y a plantearla en los tribunales, lo que no equivale a decir que tiene razón. Lo grave de su proceder fue querer deslegitimar la votación en Diputados. La supuesta defensa de la república fue ilegal: no tiene asidero y niega el peso de la mayoría. También podía haber acompañado los proyectos sobre transparencia, información e ingresos que constituyen progresos respecto de un poder del Estado hermético, opaco y aristocrático.
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El cronista sigue pensando que lo mejor de la propuesta de “democratizar la Justicia” recién empieza a desplegarse. La Presidenta arrojó una piedra en aguas estancadas que ahora son un torrente. Las polémicas entre integrantes del Poder Judicial, los tópicos instalados por el oficialismo ganan virtualidad, habrá que ver cómo evolucionan.
Falta, tan luego, lo principal. Una reforma del cotidiano de los tribunales, con menos papelería, trámites más veloces, juzgados más cercanos a las gente de a pie. Cambios de los códigos de fondo, de los procesales y sobre todo de las mentalidades. Nada de esto puede concretarse en un día, un año o cinco. Es un proceso rico, para nada instantáneo, solo imaginable con la convulsión que se ha generado. La valoración cabal de las leyes flamantes depende de ese devenir. Dos escenarios extremos pueden imaginarse. El más frustrante sería que las reformas “quedaran ahí”. El más virtuoso, que fueran el primer paso de un largo camino.
En una sociedad vivaz y jacobina, con tantos actores implicados, con el Poder Judicial en saludable (e inédito) estado de asamblea, el cronista se inclina por un cauto optimismo cuya concreción depende de la acción de muchísimos actores democráticos, más allá del Gobierno. Que es el generador de la movida, pero que dista mucho de ser su único dueño.
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