Jueves, 17 de julio de 2014 | Hoy
PSICOLOGíA › NEUROSIS Y MARCAS DE ORIGEN
Alrededor de la cuestión del padre –“no hay tema más saturado de política que éste en psicoanálisis”–, el autor habla de cuestiones como la dificultad del neurótico para dar el paso inicial, la herencia simbólica, el coraje de Macedonio Fernández, el “agarrar” de los argentinos y la importancia de decir “basta, es suficiente”.
Por Marcelo Barros *
La neurosis es lo que está en el lugar de un paso inicial que no se puede dar. Es fundamental dar el primer paso, como lo testimonian las inhibiciones, los síntomas y las angustias que lo impiden, lo sustituyen o lo anuncian. Claro que no todo empezar constituye la apertura hacia algo nuevo.
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Lacan postuló que se podía ir más allá del padre a condición de servirse de él. ¿Se puede hacer con el maestro otra cosa que acrecentar nuestra miseria neurótica? La neurosis es ya un hacer con las marcas originarias, pero un hacer pobre, como quien no usa su herencia más que para malgastarla, infatuarse o mortificarse.
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Reconocer la importancia del origen no implica esa sacralización neurótica de los enunciados fundacionales que los vuelve intocables. La idealización es una defensa contra lo mismo que ella enaltece: clausura las fuentes impidiendo que –como alguna vez se hizo en Plaza de Mayo– metamos los pies en ellas. Lejos de ser intocable, el padre es algo que debe ser tocado: como se toca un tema; como se toca un instrumento musical; como se toca al enemigo en el combate; como la instancia a la que se intenta apelar. No hay acto que no toque los orígenes.
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Los lazos con la tradición, con el nombre, la identidad, la patria y demás avatares de la herencia simbólica pueden ser una pesada cadena. Sin embargo, la ruptura de esos lazos, ruptura que para Max Weber es esencial al capitalismo, no nos ha hecho menos manipulables por los poderes establecidos. Es fácil verificar que nos hace todavía más manipulables. Las marcas de la identidad pueden ser algo más que un vano ídolo que pesa sobre nuestras espaldas, y en la Argentina sabemos de eso. Lo sabemos porque el poder se afianza en su más alta ferocidad amputando esos referentes. Hannah Arendt remarcó que lo primero que los nazis hicieron con los judíos fue quitarles la ciudadanía, porque con los apátridas puede hacerse lo que se quiera. Ciertamente la creencia en las insignias lleva a la locura del efecto de masa, o de la infatuación narcisista. Por eso Lacan dirá que la locura es creer en el propio nombre. Pero también subrayó que hay en el nombre una dimensión sintomática, opaca, refractaria al narcisismo. Este aspecto esencial del nombre suele ser pasado por alto. También el hecho de que la fe es algo muy diferente de la creencia. Y sabemos que el padre, sea lo que sea, es una instancia vinculada con la fe. El valor clínico de esa fe aparece en lo que se designa como dimensión de la invocación. Se trata de un llamado, de un recurso a la insignia en su aspecto más insensato y despojado de la maleza narcisista, en el momento del desamparo más radical, que es el momento del acto. Pero la manera en que el sujeto se apropia de las marcas originarias no puede desprenderse del proceso de cómo las recibió.
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Hablar de “punto final” tiene para los argentinos una connotación histórica que es la del falso cierre de las heridas sociales por decreto y punta de bayoneta. Quien predica fáciles conciliaciones mirando al futuro con terror del pasado no accederá a un verdadero comienzo.
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Macedonio Fernández dice: “huyo del temor de enfrentar el final de mis escritos y para ello los termino ahora”. Esa sola frase alcanza para repensar el estatuto de la palabra “defensa”, porque esa huida del autor se parece bastante a un coraje. Más que ingeniosas palabras, ahí hay una intervención eficaz; un saber estar allí donde la angustia nos embarga. Pero esa angustia que parece la del final es, en realidad, lo que rubrica los comienzos. No es un dato menor que para el psicoanálisis siempre haya sido el nacimiento, y no la muerte, lo que constituye el prototipo de la angustia. Siempre es angustia de lo que vendrá, no de lo que termina.
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Si los finales nos angustian es por lo que hay de comienzo en ellos. La conclusión concluye el dilatado tiempo de comprender, lo que Pichon-Rivière llamó “pre-tarea”. Donde eso termina, empieza el acto. Consideremos entonces de otro modo el punto de “basta, no se discute más”, como lo que pone fin a una deliberación paralizante. Si el “basta” convoca una “imagen patriarcal”, no debemos omitir que un punto de anudamiento: es lo que habilita la acción. Justamente de eso trata la Atalía de Racine, que Lacan eligió para ilustrar el punto de “basta”: todo su análisis gira en torno del significante “temor” –el temor al Padre– como fundamento del coraje, que es siempre coraje para obrar una separación. Es el mismo temor valiente que ejemplificamos con Macedonio.
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Si Donald Winnicott habló de la madre suficientemente buena, toda la cuestión reside en cómo entender ese “suficientemente”. Supone la sanción de un “basta, es suficiente”. ¿Hasta cuándo la teta, los brazos, el regazo, los pañales, la mamadera y lo demás? ¿Cuándo pasar a lo que sigue, cuándo comenzar lo nuevo? ¿Ocurre en la madre, en el niño, o surge como algo que inter-viene entre ellos? “Basta”, en el sentido de un “alcanza” liberador. Liberador para la madre y el hijo, dado que el no límite es padecido por ambos en tanto un niño puede ser, para una mujer, una madre insaciable. Esa intervención separadora se reitera en las muchas veces que la madre tiene que parir a su hijo, lo cual no es meramente soltarlo. Los abandonos pegotean el vínculo. Parir a un hijo es acompañarlo a que tome lugar en las escenas del mundo. Y, cuando eso ocurre, ocurre para ambos.
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No hay tema del psicoanálisis más saturado de política que el del padre, y ningún otro suscita con tanto énfasis las apologías y los rechazos.
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Freud se sirve de una famosa sentencia de Goethe: “Lo que de tus padres has heredado, adquiérelo para que sea tuyo”. Lo heredado es lo establecido, la estructura. En un sentido figurado nacemos siendo viejos, porque al principio no tenemos más que la herencia de las generaciones precedentes, sus frustraciones, sus deudas, la pesadez de sus glorias y miserias. ¿No es en cada acto de separación respecto de ese Otro como el sujeto va ganando su “juventud”, su renovado nacimiento hasta el fin de sus días? Es en el uso y por el uso de algo que es él y no es él, de la herencia, como el sujeto se constituye como tal. Se singulariza, se separa. Pero el uso auténtico implica ir más allá de los usos codificados, establecidos de antemano. La neurosis es comparable a la minoridad jurídica por la que el sujeto tiene una herencia a la cual no puede acceder, o que puede gastar pero solamente como el testador lo ha indicado. El “adquiérelo” que aparece en la frase de Goethe no es una mera toma de posesión, sino que implica una conquista, un acto por el cual el sujeto gana lo que heredó.
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Una expresión argentina permite un uso –desviado– del significante “agarrar”, que en principio significaría “asir”. Cuando alguien dice “agarré y me fui” o “agarré y volví”, el uso de “agarrar” equivale a “tomar la decisión”. Como si la decisión fuese algo de lo que hay que apropiarse.
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Confundir la estabilización del sujeto con la conformidad a una norma general representa un lugar común que, parafraseando a Jauretche, es “la zoncera madre que parió a todas las demás”. Resulta grosero estimar el “sentido de realidad” como un embrutecimiento compartido, consistente en la capacidad para la aceptación de generalidades. Sería más justo pensar, con Alfred Jarry, que el “sentido de realidad” estriba en la aptitud para percibir, asimilar –y hacer– excepciones, más que captar regularidades. La inserción del sujeto en lo que llamamos mundo depende del manejo de contingencias, síntomas y excepciones a la regla.
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No se trata solamente de que la poesía sea una defensa contra la castración, como cuando Neruda dice “¿Para qué sirven los versos, si no es para esa noche en que un puñal amargo nos averigua?”. La poesía misma es castración, porque en ella sostenemos el lazo con una palabra que nos excede, una palabra que no podemos comprender del todo.
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La potencia de una obra reside en que ella presenta algo opaco al narcisismo y al cálculo del artista. Ser padre es ser padre de “algo Otro”.
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Borges observa que la fórmula magister dixit no implicaba antiguamente la sumisión a los dichos del maestro. Se trataba más bien de la invocación de su nombre para hacer pasar lo nuevo sin romper el lazo con la tradición. Es lo que destaca Harold Bloom al decir que toda originalidad se asienta en un error de lectura, en la interpretación equívoca del maestro. Así el autor supera la angustia de sus influencias separándose –y apropiándose– de la herencia del Otro. Lacan hizo eso con Freud.
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Una anécdota del emperador Calígula cuenta que un soldado de su guardia, viejo y maltrecho, le pidió permiso para suicidarse. El soberano lo miró y sonriendo le dijo “¿Pero tú crees que todavía estás vivo?”. La salida es acaso perversa y no la recomendaríamos como modelo de intervención. Sin embargo, es una intervención. Genera sorpresa y opera un brusco vaciamiento de significación. ¿Escarnece al soldado o muestra la futilidad del suicidio? Margaret Little cuenta que, durante su análisis con Donald Winnicott, ella habló del terror que siempre tuvo a la aniquilación. El, Winnicott, le dijo que ella ya había pasado por eso: esa intervención tuvo un efecto liberador. Ahora bien, si ella ya había pasado por la aniquilación y estaba todavía ahí, y si el soldado ya estaba muerto y también seguía ahí, entonces ambas intervenciones traslucen el recorte y aislamiento de algo inalienable, indestructible, del sujeto. Freud lo llamó “núcleo de nuestro ser” y lo señaló como indestructible. Kafka dice que no podemos vivir sin la convicción de algo indestructible en nosotros, y que esa convicción a menudo se traduce en la creencia en un Dios personal.
* Textos extractados de Intervención sobre el nombre del padre, de reciente aparición (ed. Grama).
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