Jueves, 28 de agosto de 2014 | Hoy
PSICOLOGíA › EL PSICOANALISIS ANTE LOS CAMBIOS SOCIALES Y CULTURALES
La autora sostiene que el trabajo de psicoanalistas y psicólogos enfrenta una “situación de urgencia”, ya que “los estilos de vida, los modos de vincularse, la moral sexual, las organizaciones familiares, los valores y las prioridades han cambiado a una vertiginosidad tal que muchos relatos de vida nos dejan perplejos”.
Por Ana María Fernández *
Si tomamos como punto de referencia los años en que se establece el psicoanálisis en la Argentina con la fundación de la APA, es decir los años ‘40-’50, han pasado cerca de setenta años. En estos años los estilos de vida, las costumbres, los modos de vincularse, la moral sexual, las modalidades de las organizaciones familiares, los valores y las prioridades en la vida, todo ha cambiado a una vertiginosidad tal que no sería exagerado plantear que los cambios de las prácticas sociales y las prácticas de sí han ido mucho más rápido que nuestras teorías. En mi criterio, esta situación nos coloca frente a una urgencia. Urgencia clínica, desde ya, pero también conceptual, epistemico-filosófica, social, política, ética, de producir herramientas lo más rápido posible. Lo demanda una realidad que, como decía, en la vertiginosidad de sus transformaciones, en más de una ocasión nos deja perplejos en la escucha de los relatos de vida de muchos analizantes de hoy.
Si llevamos la mirada a las épocas de los primeros años de la práctica del psicoanálisis en nuestro país, analistas y analizantes pertenecían a un mundo social mucho más homogéneo. Unos y otros provenían de una burguesía culta o de una clase media alta ilustrada, donde más allá de las diferencias de las singularidades en juego, generalmente podían provenir y participar de un mismo mundo social y cultural. Hoy, las prácticas hospitalarias, por ejemplo, nos ponen en un ejercicio de la escucha a disposición de sufrimientos específicos de sectores sociales de extrema vulnerabilización y pobreza muy distantes de las condiciones de vida en las que nosotros nos hemos criado, educado, etcétera. (Si bien desde la intervención de Enrique Pichón Riviere –uno de los fundadores de la APA– en el Hospicio de las Mercedes el psicoanálisis argentino ha estado presente de muy diversas maneras en las prácticas hospitalarias, pueden señalarse en la actualidad dos signos distintivos. Por un lado, las formas extremas de vulnerabilización de la pobreza en los últimos años. Por otro, la naturalización de ciertas modalidades de abordajes públicos, donde no se piensan dispositivos específicos para la atención hospitalaria.)
Podemos, en tal sentido transitar diferencias de vida abismales. ¿Importa esto? ¿Incide en nuestro trabajo clínico? La neutralidad analítica ¿alcanza como garante? También podemos hoy encontrar grandes diferencias de procedencia social-cultural entre nosotros/as mismos. El principio de los años sesenta marca el ingreso masivo a las universidades producto de la movilidad social ascendente de los años ’50 de las clases medias. Y dentro de ese movimiento, el ingreso también masivo de mujeres, particularmente a las recién inauguradas carreras de Psicología. En aquellos tiempos también quienes consultaban podían decir con cierto orgullo pionero “Yo me analizo”, dándole a esta cuestión un valor cultural ya que no era algo muy común entonces. En la actualidad, estas diferencias de procedencia sociocultural se acentúan. Así, por ejemplo, si en los primeros años de la carrera de Psicología se mezclaban básicamente alumnos procedentes de centros urbanos como Buenos Aires, La Plata y Rosario, con estudiantes del interior, hoy constatamos que por ejemplo en la UBA crece el número de inscriptos provenientes del conurbano bonaerense pertenecientes a sectores socioculturales bien disímiles a aquellos educados en Capital Federal.
En síntesis, ni entre colegas ni en relación con las personas que consultan compartimos un mundo medianamente homogéneo, sino todo lo contrario, son procedencias de mundos bien diversos que constituyen una significativa heterogeneidad social no sólo de clase y base cultural, también generacional, de orientación sexual. ¿Cuál es la importancia de señalar estas diferencias que para muchos pueden resultar obvias y sobre todo no significativas a la hora de implementar nuestros dispositivos de trabajo? Desde ya puede decirse que insignificar éstas y otras diferencias suele invisibilizar sus efectos en el trabajo clínico mientras que distinguirlas, en principio, nos habilita a abrir interrogación a varias de sus dimensiones. En especial, en la indagación de nuestra implicación. Si miramos algunos padecimientos de jóvenes que hoy consultan (Fernández, A. M., Jóvenes de vidas grises. Psicoanálisis y biopolítica, Buenos Aires, Nueva Visión, 2013), en muchos casos nos encontramos con personas que suelen no tener el hábito de la interrogación de sí; que a cualquier pregunta contestan “todo bien, todo tranquilo”, “no sé”, “nada”. Se trataría de modos de subjetivación en plus conformidad que tensionan con otros modos de subjetivación donde predominan las pulsiones salidas de cauce, con experiencias de excesos, desbordes, violencias, autoagresiones, etc. En ambos casos, se trata de personas que pueden alterarse frente a cualquier situación cotidiana que implique elegir algo o confrontar con otro, que no se entusiasman demasiado, que no parecieran necesitados de pensarse en su proyecto de vida.
No es nada casual que la mayoría de estos/as jóvenes rehúsen el uso del diván y prefieran sesiones cara a cara, o no se instalen en tratamientos de larga duración, prefieran consultas más puntuales, opten por pagar sesión por sesión y no mensualmente, etc. Todas estas variaciones al dispositivo clásico suelen naturalizarse, con lo que se clausura la interrogación conceptual y el diálogo entre colegas al respecto. No son meras cuestiones “técnicas”, sino que dicen, en principio y más allá de la singularidad del caso por caso, de un socio histórico en mutación. El rehusar el diván es un detalle que no habría que subestimar. Hay algo allí de la necesidad del contacto cara a cara que posiblemente esté diciendo, hable, de modalidades actuales de los vínculos, del lazo social, de los aislamientos, en que se configuran hoy las subjetividades. A mi criterio, el espacio de la clínica es uno de los lugares más sensibles a los cambios socio-históricos.
Si miramos el trabajo en instituciones estatales –hospitales, escuelas, aparatos judiciales, direcciones de la mujer, desarrollo social etcétera–, vemos con beneplácito cómo a lo largo de los años se ha ampliado y se sigue ampliando la inserción de psicólogos en organismos públicos. Sin embargo, cuando estos colegas se identifican como psicoanalistas suelen tener importantes dificultades para reconocerse como agentes del Estado. Así, no suelen utilizan resortes públicos que tienen a disposición porque eso significaría “salirse de su lugar de analistas”. Se establece así una tensión –imaginaria pero de grandes efectos nocivos en las prácticas profesionales– entre dos modalidades identitarias: psicoanalista-agente del Estado. No sería estrictamente psicoanalítico llevar historias clínicas, aplicar protocolos de riesgo, consultar con el establecimiento escolar en el caso de niños problemáticos, etc. etc. Aquello que no se instrumenta en la práctica privada de los consultorios, quedaría descalificado en las prácticas hospitalarias con lo que se desmiente la inscripción en lo público, es decir se desmiente la inscripción material de empleados del Estado y por consiguiente, no habría que atenerse a muchos de sus reglamentos. La dimensión crítica de la clínica supone un estar atentos a las subjetivaciones y formas de vincularse propios de una época. Por eso decía, nada más sensible a los cambios sociohistóricos que la clínica. No se trata de establecer otros cuadros clínicos, sino de problematizar, abrir interrogación, a estilos o modalidades de sufrimiento que toman alguna especificidad en estos tiempos. Reconocer esta historicidad implica dos movimientos: por un lado la disposición a pensar la actualidad de algunos padecimientos y, ligado a ello, reconocer la adecuación de las modalidades clínicas fundacionales a su momento histórico y por ende la legitimidad de sus modificaciones actuales, en los casos que sea necesario.
* Fragmento de “Clínica y crítica. Desafíos psicoanalíticos frente a vínculos y subjetividades actuales”, incluido en la revista Psicoanálisis de las Configuraciones Vinculares, de la Asociación de Psicología y Psicoterapia de Grupo, vol. XXXVI.
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