Jueves, 25 de junio de 2015 | Hoy
PSICOLOGíA › PSICOANáLISIS Y FILOSOFíA SIN SERIEDAD
Mediante chistes y más chistes, Slavoj Zizek escribe sobre cuestiones como el Otro del Otro, la caída del Edén, el vínculo entre la visión del sexo femenino y “la realidad precolonial”, la metáfora, la metonimia, la fantasía fundamental y la versión actual del argumento de que “hoy mejor no..., me duele la cabeza”.
Por Slavoj Zizek *
Uno de los mitos más extendidos de la última época de los regímenes comunistas de Europa del Este era que existía un departamento de la policía secreta cuya función era (no reunir, sino) inventar y poner en circulación chistes políticos contra el régimen y sus representantes, pues eran conscientes de la positiva función estabilizadora de los chistes (los chistes políticos le proporcionan a la gente corriente una manera fácil y tolerable de desahogarse, de mitigar sus frustraciones). Aunque se trata de un mito atractivo, pasa por alto un rasgo rara vez mencionado pero sin embargo crucial de los chistes: parece que siempre carecen de autor, como si la pregunta “¿quién es el autor de este chiste?” fuera imposible.
En su origen, los chistes “se cuentan”, siempre ocurre que ya se han “oído” (recordemos la proverbial expresión “¿Sabes el chiste de...?”). Ahí reside su misterio: son idiosincrásicos, representan una singular creatividad del lenguaje y sin embargo son “colectivos”, anónimos, sin autor, de repente aparecen de la nada. La idea de que tiene que existir un autor es convenientemente paranoica: significa que tiene que haber un “Otro del Otro”, del anónimo orden simbólico, como si el mismísimo poder generativo del lenguaje, contingente e insondable, tuviera que personalizarse, localizado en un agente que lo controla y en secreto maneja los hilos.
Por eso, desde la perspectiva teológica, Dios es el bromista supremo. Esa es la tesis del delicioso relato de Isaac Asimov “El bromista”, acerca de un grupo de historiadores del lenguaje que, a fin de sustentar la hipótesis de que Dios creó al hombre a partir de los monos contándoles a éstos un chiste (les contó a los monos, que hasta ese momento simplemente habían intercambiado signos animales, el primer chiste que hizo nacer el espíritu), intentan reconstruir ese chiste, la “madre de todos los chistes”. (Por cierto, para un miembro de la tradición judeocristiana, esta labor es superflua, puesto que todos sabemos cuál era ese chiste: “¡No comas del árbol del conocimiento!”, La primera prohibición, que, claramente, es un chiste, una desconcertante tentación cuyo sentido no está claro.)
Hay un chiste agradablemente vulgar acerca de Cristo: la noche antes de que lo arresten y lo crucifiquen, sus seguidores comienzan a preocuparse: Cristo todavía es virgen; ¿no sería bonito que tuviera una experiencia un poco agradable antes de morir? Así que le piden a María Magdalena que vaya a la tienda donde Cristo está descansando y lo seduzca; María dice que lo hará encantada y entra, pero cinco minutos después sale chillando, aterrada y furiosa. Los seguidores de Cristo le preguntan qué ha pasado, y ella les contesta: “Me he desvestido poco a poco, he abierto las piernas y le he enseñado el coño a Cristo; él se lo ha quedado mirando y ha dicho: ‘¡Qué herida tan terrible! ¡Deberíamos curarla!’, y suavemente ha colocado encima la palma de la mano”.
Así que hay que andarse con ojo con la gente demasiado empeñada en curar las heridas de los demás: ¿y si uno disfruta de su propia herida? Justo de la misma manera, la curación directa de la herida del colonialismo (regresar con todas las de la ley a la realidad precolonial) sería una pesadilla: si los indios de hoy en día se encontraran en la realidad precolonial, sin duda proferirían el mismo grito aterrado de María Magdalena.
La lógica de la tríada hegeliana se puede transmitir perfectamente mediante las tres versiones de la relación entre el sexo y las jaquecas. Comencemos con la escena clásica: un hombre quiere tener relaciones con su mujer, y ella le contesta: “Lo siento, cariño, pero tengo una terrible jaqueca, ¡ahora no puedo hacerlo!”. Esta posición de arranque es negada/invertida con el apogeo de la liberación feminista: ahora es la esposa la que exige sexo, y el pobre hombre, cansado, el que contesta: “Lo siento, querida, tengo una terrible jaqueca...”. En el momento concluyente de la negación de la negación que de nuevo invierte toda la lógica, transformando esta vez el argumento en contra en un argumento a favor, la mujer afirma: “Cariño, tengo una terrible jaqueca, ¡así que vamos a hacerlo para que se me pase!”. Y uno incluso puede imaginar un momento bastante depresivo de negatividad radical entre la segunda y la tercera versión: tanto el marido como la mujer sufren jaqueca, y acuerdan simplemente tomarse una taza de té.
Existe un chiste bosnio contemporáneo bastante vulgar acerca de la popular pieza para piano de Beethoven Für Elise (Para Elisa), que se ríe de los “ilustrados” profesores de Europa occidental enviados para civilizar a los bosnios “primitivos”. En un instituto de secundaria, durante la clase de historia de la música, una profesora afirma que no estudiarán a Beethoven de la forma tradicional, aprendiéndose los datos, sino de una manera creativa: cada alumno mencionará una idea o una imagen y a continuación una pieza de Beethoven que encaje con ella. La primera en hablar es una chica tímida que dice: “Un hermoso prado verde delante de un bosque, con un ciervo bebiendo agua de un arroyo... ¡La Sinfonía Pastoral!”. A continuación le toca a un chico: “¡Una guerra revolucionaria, heroísmo, libertad... ¡La Heroica!”. Finalmente un muchacho bosnio dice: “¡Una pija grande, gorda, dura y erecta!”. “¿Y para quién es eso?”, pregunta molesta la profesora. “Para Elisa.”
El comentario del muchacho obedece a la lógica del significante fálico que “sutura” la serie, no porque mencione de manera explícita el órgano, sino porque concluye la serie mediante un desplazamiento de la metáfora a la metonimia: mientras los dos primeros alumnos proporcionan un significado metafórico (la Sinfonía Pastoral significa/evoca un prado con un arroyo, etc.), la pija erecta mencionada por el muchacho bosnio no significa ni evoca a Elisa, sino que se pretende utilizarla para satisfacerla sexualmente. (La implicación obscena extra, naturalmente, es que la propia profesora pasa hambre sexual, necesita un buen polvo para dejar de molestar a sus alumnos con tareas estúpidas.)
Hace un par de años, las feministas eslovenas reaccionaron con gran indignación al cartel publicitario de una gran empresa de cosmética que producía una loción bronceadora y mostraba una serie de traseros de mujer bronceados a la perfección dentro de unos bañadores ceñidos, acompañados del logo: “Cada una tiene su propio factor”. Naturalmente, la publicidad se basaba en un doble sentido bastante vulgar: se suponía que el logo hacía referencia a la loción bronceadora, que se ofrecía a los clientes con diferentes factores de protección solar para distintos tipos de piel; sin embargo, todo su efecto se basaba en su evidente lectura machista: “¡Se puede conseguir a cualquier mujer, sólo con que el hombre conozca su factor, su catalizador específico, lo que la excita!”. El argumento freudiano referente a la fantasía fundamental sería que cada sujeto, masculino o femenino, posee un “factor” que regula su deseo: “Una mujer, vista desde atrás, a cuatro patas” era el factor del Hombre de los Lobos; una estatua –la de una mujer sin vello púbico– era el factor del célebre crítico inglés John Ruskin; etcétera, etcétera. No hay nada elevado en nuestra conciencia de ese “factor”: dicha conciencia nunca se puede subjetivizar; es misteriosa, incluso horripilante, puesto que de algún modo “desposee” al sujeto, reduciéndolo al nivel de una marioneta “carente de libertad y dignidad”.
Hay un viejo chiste judío que le encantaba a Derrida, en el que un grupo de judíos que está en una sinagoga admite públicamente su nulidad a los ojos de Dios. Primero, un rabino se pone en pie y dice: “Dios mío, sé que no valgo nada. ¡No soy nada!”. Cuando ha terminado, un rico hombre de negocios se pone en pie y dice, dándose golpes en el pecho: “¡Dios mío, yo tampoco valgo nada, siempre obsesionado con la riqueza material! ¡No soy nada!”. Tras este espectáculo, un judío pobre, común y corriente, se pone en pie y proclama: “Dios mío, no soy nada”. El rico hombre de negocios le da una patadita al rabino y le susurra al oído con desdén: “¡Mirá qué insolencia! ¿Quién es este tipo que se atreve a afirmar que él tampoco es nada?”.
El mejor ejemplo de la paradójica dialéctica de la identidad y la similitud son los chistes de los hermanos Marx (“No es extraño que se parezca a X, ¡es que es usted X!”; “Este hombre puede parecer un idiota y actuar como un idiota, pero no se engañe, ¡realmente en un idiota!”. A partir de él se hace evidente lo rara que resulta la clonación. Supongamos que muere un hijo único muy querido por sus padres y que éstos deciden clonarlo para recuperarlo: ¿no está más que claro que el resultado es monstruoso? El nuevo niño posee todas las propiedades del fallecido, pero esa mismísima similitud hace que la diferencia sea más palpable. Aunque parezca exactamente el mismo, no se trata de la misma persona, por lo que es un chiste cruel, un impostor espeluznante; no es el hijo perdido, sino una copia blasfema cuya presencia no puede dejar de recordarnos ese chiste de los hermanos Marx en Una noche en la ópera: “Todo me recuerda a ti: tus ojos, tu cuello, tus labios... Todo excepto tú”.
Durante décadas, ha circulado entre los lacanianos un chiste clásico para ejemplificar el papel fundamental del conocimiento del Otro: a un hombre que cree ser un grano de maíz lo llevan a un institución mental donde los médicos hacen todo lo posible para convencerlo de que no es un grano de maíz, sino un hombre; sin embargo, cuando está curado (convencido de que ya no es un grano de maíz, sino un hombre) y le permiten salir del hospital, regresa de inmediato, temblando y muy asustado: delante de la puerta hay una gallina y le da miedo que se lo coma. “Pero mi querido amigo”, dice su médico, “sabe perfectamente que no es un grano de maíz, sino un hombre”. “Claro que lo sé”, contesta el paciente, “¿pero lo sabe la gallina?”
Ese es el auténtico meollo del tratamiento psicoanalítico: no basta con convencer al paciente de la verdad inconsciente de sus síntomas: también hay que conseguir que el propio inconsciente asuma esa verdad. Lo mismo se puede decir de la teoría marxista del fetichismo de la mercancía: podemos imaginar a un burgués asistiendo a un curso de marxismo en el que se explica lo que es el fetichismo de la mercancía. Después del curso, vuelve a visitar a su profesor y se queja de que sigue siendo víctima del fetichismo de la mercancía. El profesor le dice: “Pero ahora conoce la realidad de la situación, sabe que las mercancías no son más que una expresión de las relaciones sociales, que no hay nada mágico en ellas”. A lo cual el alumno contesta: “Pues claro que lo sé, pero las mercancías que manejo no parecen saberlo”. A esto apuntaba Lacan con su afirmación de que la auténtica fórmula del materialismo no es “Dios no existe”, sino “Dios es inconsciente”.
* Fragmentos de Mis chistes, mi filosofía, de reciente aparición (ed. Anagrama).
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