PSICOLOGíA › SOBRE LA COMPLEJIDAD DE LAS DEPRESIONES
“Soy el fracaso”
Una propuesta de abordar las depresiones desde un entrecruzamiento entre lo psíquico y lo biológico, lo histórico y lo actual, lo subjetivo y lo ambiental.
Por Luis Hornstein *
El último informe de la Organización Mundial de la Salud (OMS) constata que las depresiones representan, después de las enfermedades cardíacas, la mayor carga sanitaria si se calcula la mortalidad prematura y los años que se pierden por incapacidad. Deberían hacernos meditar las estadísticas. Meditar y ponernos en acción. Los pacientes deprimidos presentan una visión pesimista de sí mismos y del mundo, así como un sentimiento de impotencia y de fracaso. Hay pérdida de la capacidad de experimentar placer (intelectual, estético, alimentario o sexual). El agobio se expresa en la temporalidad (“no tengo futuro”), en la motivación (“no tengo fuerzas”) y en el valor (“no valgo nada”). Muchos hombres deprimidos no son diagnosticados porque su actitud no consiste en el abatimiento sino en la violencia o la adicción al trabajo. Suelen mostrar lo que, con un eufemismo, se suele llamar “irritabilidad”.
Entre los motivos de consulta predominan:
a) Estados de ánimo y afectividad: tristeza, baja autoestima, autorreproches, pérdida de placer e interés, sensación de vacío, apatía, ansiedad, tensión, irritabilidad, inhibiciones varias. b) Pensamiento: concentración disminuida, indecisión, culpa, pesimismo, pensamientos suicidas. c) Manifestaciones somáticas: alteración de algunas funciones (insomnio, hipersomnia, aumento o disminución del apetito, disminución del deseo sexual); dolores corporales (cefaleas, lumbalgias, dolores articulares) y síntomas viscerales (principalmente gastrointestinales y cardiovasculares).
Las clasificaciones de la mayoría de los tratados de psiquiatría y (en particular) el DSM-IV no tienen en cuenta individuos sino “síndromes”. Una clasificación ateórica y descriptiva. Ateórica porque no toma posición ante las distintas teorías etiológicas; descriptiva, porque su fin es sólo inventariar síntomas. La agrupación de síntomas en síndromes corresponde a un nivel elemental pero es insensato ignorarla. A la rigidez de cierta psiquiatría biologicista se le responde con un psicoanálisis soberbio, autosuficiente. ¿Quién podría postular que el cuerpo no tiene nada que ver o que la medicación cierra el inconsciente? Una psicopatología “psiquiatrizada” se enriquece con una psicopatología más compleja, que será psicoanalítica sólo si los psicoanalistas lo logramos con ideas que vinculen las constelaciones sintomáticas con los conflictos subyacentes y la trama vital.
Centrarse sólo en los aspectos psíquicos de las depresiones es reduccionismo; centrarse sólo en los aspectos biológicos es reduccionismo.
Los éxitos de la biología molecular han generado un triunfalismo arrogante y la convicción de que la genética puede explicar la condición humana e incluso modificarla al grito de “dadme un gen y moveré el mundo”. Los sujetos serían así robots torpes, sometidos a las órdenes de una molécula maestra cuyo objetivo es la autorreplicación. En la última década, ante avances en la ciencia de los genes y del cerebro, el río de argumentos deterministas se ha convertido en un torrente. Hay genes para justificar cada aspecto de nuestras vidas, desde el éxito personal hasta la angustia existencial: genes para la salud y la enfermedad, para la criminalidad, la violencia, la orientación sexual “anormal” y hasta el “consumismo compulsivo”. Y donde hay genes, la ingeniería genética y farmacológica nos ofrecen las esperanzas de salvación abandonadas por la política y la psicoterapia.
Muchos psiquiatras biologicistas se han enrolado en esta ideología, bajo la mirada complaciente de los laboratorios, que se manifiesta con generosos flujos de fondos. Se propugna una relación causal directa entre el gen y la conducta. Un hombre es homosexual porque tiene un “cerebro gay”, que a su vez es producto de “genes gay”; alguien está deprimido porque tiene los genes “de” la depresión. Hay violencia en las calles porque la gente tiene genes “violentos” o “criminales”; la gente se emborracha porque tiene los genes “del” alcoholismo. Quien alienta estas afirmaciones se ha resignado a no encontrar soluciones sociales a problemas sociales. Y a los neurogenetistas curiosamente ni se les ocurre buscar las “causas” genéticas de la xenofobia, el racismo, la delincuencia de guante blanco o la corrupción.
No se trata de apartarse de una visión materialista de la vida, sino de contemplar al mundo desde una perspectiva que destaque tanto la unidad ontológica como la diversidad epistemológica. Los sujetos no son espíritus libres restringidos solamente por los límites de la imaginación o, más prosaicamente, por los determinantes socioeconómicos. Pero tampoco son máquinas replicadoras de ADN. Son efecto de una interacción constante entre lo biológico y lo social a través de la cual se construye la historia.
La bioquímica puede aliviar la depresión. Pero los pacientes experimentan la depresión como una alteración de la autoestima en el contexto de los vínculos y los logros actuales. Se reactiva lo infantil. El tormentoso mundo interno de relaciones de objeto se externaliza en relaciones actuales.
Y lo actual va tomando otro lugar, en la teoría y en la clínica. La consideración del movimiento y sus fluctuaciones predomina sobre la de las estructuras y las permanencias. Lo incesante es la turbulencia. La crítica al determinismo nos conduce a diferenciar potencialidades abiertas a partir de la infancia y nos libra de prejuicios fatalistas.
Ningún abordaje aislado puede contrarrestar eficazmente la depresión, y es riesgoso optar por la monocausalidad. La industria farmacéutica suele abogar excluyentemente por la farmacoterapia, como si fuera la llave maestra. Por supuesto, aumentar los niveles de serotonina en el cerebro desencadena un proceso que, con el tiempo, puede ayudar a personas deprimidas a sentirse mejor. El hecho es que, en el mejor de los casos, cuando se acepta que las depresiones son un tema urgente, muchos psiquiatras consideran que el psicoanálisis no tiene nada que ver y muchos psicoanalistas, que la psiquiatría no tiene nada que ver. Pocas veces el psiquiatra biologicista emprende una psicoterapia, ni siquiera cree necesario dialogar con el paciente, cuando el trabajo en equipo (intra e interdisciplinario) debería ser, al menos, una aspiración.
Cada depresión, si bien comparte con las otras ciertos ejes, manifiesta una complejidad imposible de cercenar. Las clasificaciones psiquiátricas tranquilizan: bipolar/unipolar; grave/leve; exógena/endógena; breve/prolongada. Querer describir el padecimiento depresivo de manera unívoca nos condena a reducir la vivencia individual a un núcleo de síntomas supuestamente invariantes. Al contrario, mi clínica y mis lecturas me permiten decir que “la” depresión no existe. Sólo existen los deprimidos. Y nos obligan a seguir escuchando.
Las depresiones sólo pueden ser abordadas desde el paradigma de la complejidad. Y así entendemos el desequilibrio neuroquímico presente en las depresiones, debido a la acción conjunta y difícilmente deslindable de la herencia, la situación sociopersonal, la historia, el conflicto neurótico, la enfermedad corporal, las condiciones ambientales, las vivencias, los hábitos y el funcionamiento del organismo.
* El texto publicado forma parte del libro en preparación Las depresiones.