PSICOLOGíA › SOBRE LOS GENOCIDIOS Y ATROCIDADES QUE MARCAN LOS SIGLOS XX Y XXI
Como en un espejo, nos vemos en el horror
Los “acontecimientos del horror”, según explica esta nota, no son meros traumas “como las guerras o las pestes”; incluyen acciones de los nazis, de la dictadura militar argentina, de los franceses en Argelia y “limpiezas étnicas recientes”.
Por Alejandro Kaufman *
Un trauma es un agente externo al sujeto que le ocasiona una lesión, y que se articula en su historia y su memoria, dando lugar a la producción de entidades significativas, imaginarias, sintomáticas o lingüísticas susceptibles de interpretación. Los traumas comprenden circunstancias accidentales para el individuo singular, pero se presentan en forma constante como conjunto en la población, en determinado período de tiempo. Por lo tanto forman parte de la historia humana. Tal parece que los genocidios, en una época en la que la población humana ha adquirido nuevas características demográficas a partir del crecimiento experimentado durante las últimas centurias, pasan a integrar el conjunto de las posibilidades ante las que se enfrenta toda vida humana.
En ese repertorio se cuentan, desde que ha emergido la cultura, las guerras, las epidemias y las catástrofes naturales. Los acontecimientos del horror plantean dos posibilidades interpretativas: o se los considera integrantes de esa nueva serie histórica, en tanto que “genocidios”, o se les atribuye un carácter singular, por su particularidad, pero también porque estarían estableciendo una discontinuidad radical en el devenir histórico. En última instancia, la discusión es indecidible. Pero distintos marcos de referencias teóricas, éticas y estéticas plantean también diferentes consecuencias. Hemos preferido la interpretación de la discontinuidad radical, que sólo es atribuible con plenitud a un acontecimiento singular, el del exterminio de los judíos a manos de los nazis.
En la posguerra se plantea la posibilidad de identificar acontecimientos que mantienen con el exterminio de los judíos distintas relaciones de similitud. Dichas relaciones de similitud no tienen ningún vínculo con el tipo de afinidad que se emplea en las ciencias para establecer categorías taxonómicas. Cuando comparamos eras geológicas o especies de seres vivos, incluso cuando empleamos metodologías objetivistas en las ciencias sociales, estamos prescindiendo epistemológicamente de la dimensión subjetiva en el devenir histórico del objeto.
Lo que determina similitudes entre el fenómeno argentino de los desaparecidos y algunas limpiezas étnicas más recientes es la inspiración nazi recibida por los perpetradores con mayor o menor conciencia, con mayor o menor deliberación. Cualquier acto humano se remite a una historia de prácticas e ideas que configuran formas de hacer y de pensar sobre las que establecer un curso de acción actual. La historiografía puede establecer con rigor la pertinencia y el detalle de semejantes relaciones “cognitivas” entre diversos perpetradores y sus antecesores. Aun sin semejantes estudios específicos, los indicios con que contamos son suficientes para atribuir una precedencia del fenómeno de los desaparecidos en la represión francesa en Argelia y en el exterminio nazi de los judíos.
A su vez, los perpetradores franceses de Argelia no carecieron de simpatías con el nazismo. Desde el punto de vista teórico, el carácter paradigmático del nazismo se verifica en la irradiación de las influencias que produce con posterioridad. Ello no requiere ningún fundamento de tipo filológico. Es un fenómeno histórico serial. Es incluso un lugar común de la industria cultural, en la que la representación del mal y la crueldad extrema se remiten sin dificultad ni necesidad de mayores explicaciones a los símbolos del nazismo. Se podría atribuir esta facilidad al triunfo de los aliados y al desplazamiento metonímico del mal expulsado de la conciencia de Occidente y radicado en los símbolos nazis, pero el nazismo es un movimiento viviente, aunque solapado en sus manifestaciones directas, que prosigue ejerciendo efectos directos sobre la actualidad. Si bien la relevancia del carácter propiamente nazi de estos fenómenos es escasa en cuanto a sus propiedades causales, desde que la historia humana ha creado el engendro del nazismo, éste se encuentra disponible como fuente de inspiración para cualquiera que se reconozca en sus principios. Esta es probablemente la única razón por la que en última instancia es lícito el comparativismo.
Allí donde hay historia, memoria y ética hay comprensión. Sólo puede haber lazo social, tramas de continuidad histórico social donde hay comprensión. Término que significa también inclusión (nos hemos remitido a las posibilidades que nos ofrece el castellano, y que no tienen traducción en otras lenguas como el inglés o el alemán). Cuando se afirma que los acontecimientos del horror no pueden ser comprendidos, se acierta en que no es posible establecer un lazo con aquello que por definición pretende mi desaparición. Esto es lo inolvidable e imposible de recordar, porque remite, más que a mi muerte, al olvido de mi muerte. Puedo recurrir a la historia cultural de los lazos trágicos, poéticos, rituales con mi muerte, culmen de lo irrepresentable para mí. Aquello que más me concierne y que no puedo ver de ningún modo imaginable. Tratándose de ciertas situaciones de lucha política o de tragedia histórica, puedo representarme la persecución, el rechazo, el dolor y el exilio. Sé por la experiencia de las generaciones que me han precedido qué es lo que me espera en mi vida. Pero eso otro es tan diferente e incomparable, es tan imposible además de olvidar como de recordar. Entonces: no lo puedo comprender, porque no lo puedo eslabonar con ningún otro fragmento lingüístico.
Pero hay otro sentido en el que sí se presenta la comprensión como figura posible. En un sentido mucho más abarcador, la discusión sobre lo sucedido a la especie humana, al lenguaje y a la cultura, desplaza el problema de lo jurídico y de los perpetradores, plano en el que ineludiblemente los acontecimientos se eslabonan y asimilan de hecho al sistema de signos históricos, lo desplaza al plano sistémico, epistémico y epocal. En ese plano, la comprensión, en términos de lo que ello pueda significar –cargados de incertidumbre y de preguntas sin respuesta–, es la única vía posible para la reconstitución de una matriz de inclusión que apunte a la continuidad histórico social. Hay razones para pensar que la potencialidad para la continuidad histórico social está siendo cuestionada desde una dimensión aparentemente desvinculada de los acontecimientos del horror: a saber, la revolución industrial, de la subjetividad y del lenguaje actualmente en curso. Si los acontecimientos del horror forman parte de la episteme que nos contiene en la actualidad, y en todo su alcance, lo que nos horroriza es, más que lo ocurrido, lo que puede ocurrir. Lo que nos horroriza es el futuro. Presentificado, ahora. ¿El castigo? ¿Lo jurídico? Integran las condiciones mínimas que requiere un estado de derecho democrático y legítimo según sus propios términos. Esos son los términos que alcanzaron ciertas formas de convivencialidad en la Europa de posguerra y que, en la actualidad, no vemos que se hayan alcanzado en nuestro país.
Si la memoria está ligada al saber que asegura la continuidad de los significados a través de las generaciones, los acontecimientos del horror no han consistido meramente en traumas, como pueden ser distintas experiencias terribles, como las guerras, las pestes o los terremotos. Los acontecimientos del horror han sido producidos como acciones destinadas a intervenir en la continuidad transgeneracional para producir transformaciones histórico sociales irreversibles. Y lo han logrado. Siempre que se lo han propuesto, lo han logrado, aunque no fuera en los términos planteados explícitamente en el origen de lo planeado. Al proponerse intervenir en la historia, lo han hecho como parte del conjunto de marcos categoriales a los que pertenecen tanto las ideas revolucionarias de la emancipación, desde las revoluciones modernas en adelante, como el proyecto ilustrado del progreso indefinido y de la superación permanente de formas culturales abandonadas, olvidadas o destruidas.
Los acontecimientos del horror son formas extremas, radicales y paradigmáticas de llevar a cabo transformaciones histórico sociales. Si se los interroga en forma superficial, como sucede en general, aparecen como sucesos procedentes de algún exterior imaginario. Los interrogantes radicales se enfrentan con que entre el progresismo de la modernidad, las revoluciones emancipatorias y las acciones del mal radical, del horror exterminador, hay lazos, tramas y signos de inteligencia que indican su pertenencia epocal a una misma matriz. No es posible, en definitiva, abordar unos sin señalar las relaciones complejas y contradictorias que se identifican con los otros.
Nuestro rostro se ve en el horror como en un espejo. La imagen que devuelve ese espejo es insoportable si se trata de dejar intacto el mundo en que vivimos con aparente naturalidad, ya sea en forma próspera o expectante de prosperidad por los pretextos que sean. Por el contrario, para aquellos que experimentan este mundo como insoportable, la imagen que devuelve el espejo remite, si no a la comprensión que perdona, por lo menos a la que tiene lugar al enfrentarse con la imposibilidad de abarcar el problema. Esa imposibilidad, asumida como tal, puede remitir al único horizonte ético plausible en una época como ésta.
Se trata de guardar un silencio cálido y reconcentrado, una predisposición a la impotencia y a la abstención contemplativa. Es en el arte, la poesía, el cine, donde encontraremos algunos caminos transitables. Mencionemos como expresión pedagógica apropiada, por ejemplo, Rapsodia en agosto, la película de Akira Kurosawa. Ese film no trata de otra cosa que de la trasmisión de la experiencia trágica. En principio, los sobrevivientes no hablan.
Cuando se reúnen a “recordar”, la ceremonia de la memoria consiste en permanecer sentadas en silencio durante horas. Los nietos de las sobrevivientes, cuando ven que la abuela y su amiga recuerdan así, se encuentran con el pasado de la forma en que es posible para ellos. Los niños, los nietos en el film, son la única esperanza, porque la generación de los hijos de los sobrevivientes sólo puede y quiere medrar en las condiciones de dureza del capitalismo de posguerra y, por lo tanto, sólo quiere olvidar. Los niños son los que reparan el viejo armonio que les permitirá recordar, interpretar, tocar y cantar una antigua y sencilla canción que expresa la serenidad que produce la contemplación de la tragedia de vivir. El monumento que recuerda el holocausto atómico de Nagasaki está ahí, construido del mejor modo para expresar que se trata de lo inexpresable. Pero es Kurosawa quien nos muestra ese monumento.
Elige entonces el momento en que los niños salen al recreo, ya que se nos presenta un monumento situado en una escuela. Mientras un grupo de sobrevivientes se acerca al monumento, mientras varios sobrevivientes ciegos –por la bomba atómica– ponen sus manos sobre el monumento, expresión de lo sublime, no representable mediante imágenes, la familia protagonista de la película asiste a la escena. Decenas de niños irrumpen gritando con esa energía inmensa que fue contenida en el aula, y que al salir al recreo presenta una imagen difícil de sustituir de la libertad, la vitalidad, el juego y la alegría. Y el marco en que los protagonistas asisten al ritual memorialista, junto con el grupo de sobrevivientes ciegos y paralíticos que prestan sus cuidados al monumento, es ese bullicio vital que nos suscita un asombro melancólico. Es la poética de Kurosawa la que permite montar un fresco de la tragedia, sin que el componente de lo vital, lúdico y alegre se convierta en el optimismo infame y obsceno que caracteriza a las películas de Spielberg, en las que el dolor se transforma en felicidad, happy end.
Lo pedagógico, adelantándonos al debate seguro que producen las afirmaciones críticas que postulamos, y que no pretendemos demostrar aquí, lo pedagógico es, en todo caso, ese debate. Porque el mero hecho de estar en contacto con una obra de arte, o con cualquier producto cultural o intelectual no garantiza los resultados. A diferencia de lo que sucede con otras enseñanzas, esto no lo podemos señalar, sólo podemos manifestar nuestra inquietud trágica, nuestro atravesamiento sensible e intelectual por la tragedia, y nuestra imposibilidad radical de mostrar eso. El final de la película es decisivo. La abuela enloquece. Sale corriendo debajo de una lluvia torrencial con un paraguas que rápidamente se desarma e inutiliza y que sigue enarbolando en su carrera como un símbolo de la impotencia. Pero su móvil es la locura de amor, el deseo irrefrenable de cambiar el mundo. La energía que despliega la anciana en su carrera es de tal magnitud que sus familiares más jóvenes no la pueden alcanzar. Su locura es la locura de amor, locura trágica que indica lo que el legado cultural nos ha otorgado, la posibilidad de vivir en un mundo en el que “mejor es no haber nacido”.
* Profesor en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA y en la Universidad de Jujuy. El texto publicado forma parte de un trabajo incluido en el libro Memorias en presente. Identidad y transmisión en la Argentina posgenocidio (Ed. Norma). El catálogo de la biblioteca del Proyecto Memoria en Internet se puede visitar en www.filo.uba.ar