Jueves, 12 de julio de 2007 | Hoy
PSICOLOGíA › A PROPOSITO DEL JUICIO A VON WERNICH
A partir de una referencia etimológica –“testigo” remite a “testículos”–, el autor examina la relación entre la actitud social frente al terrorismo de Estado y la dificilísima situación del sujeto que ha de dar testimonio del horror que padeció.
Por Sergio Zabalza *
En estas horas en que, a propósito del juicio a Christian von Wernich, se debate sobre la protección de testigos, el hecho de que el vocablo “testigo” remita, en su etimología, a “testículos” (cf. Breve diccionario de etimología, de Joan Corominas) ya supone toda una orientación para el análisis. En efecto, si se trata de evitar la repetición de un pasado ominoso, la solución no consiste meramente en poner custodios, sino en el compromiso que la comunidad toda debe asumir para, atravesando temores, disuadir la multiplicación de amenazas y extorsiones. Muchos debemos poner los testigos para acompañar al que testimonia.
Si el Otro que constituye la realidad psíquica resulta de las significaciones que comparte una comunidad hablante, está claro que la actitud social frente al terrorismo de Estado inevitablemente ejercerá su influencia en el momento en que un sujeto, enfrentando en soledad los fantasmas que son de muchos, brinde testimonio de aquellos aberrantes hechos.
Entretanto, varias hipótesis circularon para explicar la desaparición de un testigo, Julio Jorge López. Entre ellas: estrés psicológico y secuestro. Indagando acerca de los riesgos que se corren al declarar sobre crímenes de lesa humanidad, quizá descubramos una íntima relación entre ambas hipótesis.
Atendiendo al principio freudiano, según el cual la realidad psíquica prevalece sobre cualquier otra (S. Freud, “La pérdida de la realidad en la neurosis y psicosis”), y habida cuenta de los penosos avatares con que esta sociedad intenta hacer justicia, no es de extrañar la angustia e incertidumbre por la suerte de un testigo. Más allá de que sus verdugos sean fantasmas o individuos de carne y hueso, ¿cuántos más habrá como López? ¿Hasta dónde no estamos todos un poco secuestrados?
El estrés psicológico es una figura clínica con la que se intenta describir una situación psíquica de –para decirlo en criollo– No va más. Si lo que nos convoca es el posible daño psíquico al que se somete un testigo de actos aberrantes, conviene remitirse a la figura freudiana de trauma (Más allá del principio del placer, apartado II). Este remite a una circunstancia –o cúmulo de ellas– ante la cual el aparato psíquico se muestra insuficiente para procesar la avalancha de estímulos que sobre él se ejercen. Así, toda la organización de referentes simbólicos con que un sujeto estructura la realidad cae derrotada ante la agresividad propia de un accidente, ataque, abuso o tortura. La más inmediata respuesta a la que atina el psiquismo consiste en poner a distancia la imagen/recuerdo hostil por medio de su represión y olvido. Pero la naturaleza de aquellos episodios hace imposible tal solución. Razón por la cual una y otra vez retorna sobre el sujeto el padecer que aquella aciaga experiencia causó. Así, la psique intenta ir “gastando” la imagen/recuerdo al revivirla una y otra vez mediante sueños, mediante la palabra o por la sublimación con que el arte –en el mejor de los casos– suele tramitar el padecer humano. No es de extrañar entonces que Jorge López concurriera una y otra vez a los lugares donde fue víctima de horribles vejaciones.
¿Qué riesgos corre un testigo de crímenes aberrantes? Por empezar, las represalias de los remanentes mafiosos y criminales de la dictadura. Razón suficiente para sentirse amenazado, perseguido o al menos inquieto. ¿Está trastornado quien padece tales temores, en un país donde aún se reivindica el terrorismo de Estado o se propone perdonar a sus responsables? Conforme pasan las horas, todo indica que tal sujeto está perfectamente ubicado en el contexto.
Pero vamos más allá de las amenazas de la realidad circundante. ¿Qué hay de aquellas ominosas imágenes/recuerdo que en su momento superaron las defensas con las que hacerse un mundo estable? Aquí se dividen las aguas. Están los que por preparación, constitución subjetiva o fortuna, acceden a tales vivencias logrando mantener su equilibrio emocional luego del relato testimonial. Y están los que no. La comparecencia de testigos –y más si se trata de terrorismo de Estado– es indispensable para la supervivencia de un régimen de derecho. No es necesario abundar en razones y fundamentos para argumentar cuánto cuidado requiere nuestra dañada y valiente gente que accede a brindar su testimonio. De lo que se trata es de vislumbrar en qué consiste ese resguardo.
En Lo que queda de Auschwitz, Giorgo Agamben desarrolla la diferencia entre testigo y superstes. El primero es aquel que, por poner cierta distancia respecto de los hechos, logra brindar una versión que resguarde su integridad psíquica. El superstes, en cambio, es quien, por estar aún presente en los hechos, no logra ubicar cierta distancia respecto de su fidedigno relato; queda tomado de tal forma que el trauma ominoso sobreviene actualizado, en su subjetividad. Por eso, para Lacan, esta acepción de testigo remite a mártir del inconsciente (El seminario. Libro 3 Las psicosis, clase 10).
Agamben conjetura que Primo Levi fue un superstes cuya imposibilidad de brindar una versión de los hechos –una más– terminó por aniquilarlo. Y por algo Jorge Semprún renunció a describir su experiencia en los campos de concentración, ya que, por no contar con aquella distancia protectora, sentía que la práctica de escribir lo sumergía cada vez más: “Me ahogaba en el aire irrespirable de mis borradores, cada línea escrita me sumergía la cabeza debajo del agua, como si estuviera de nuevo en la bañera de la villa de Gestapo, en Auxerre. Me debatía por sobrevivir. Fracasé en mi intento de expresar la muerte para reducirla al silencio: si hubiera proseguido, la muerte, probablemente, me habría hecho enmudecer” (J. Semprún, La escritura o la vida, Barcelona, Tusquets, 1995).
¿Hasta dónde no somos todos un poco superstes? Si de lo que se trata es de evitar la repetición de un pasado de horror, no bastan los custodios para vencer a los fantasmas. Para cuidarnos los testigos, hay que poner más “testigos”, en el sentido etimológico que he señalado para esta palabra. Carlos Rozanski, presidente del tribunal que condenó a Miguel Etchecolatz, sostuvo que “la Justicia no sólo puede ser productora de verdad, sino que puede ser una instancia reparadora” (Página/12, domingo 1º de octubre de 2006).
Así, los inestimables relatos testimoniales, lejos de hacer recrudecer las nefastas consecuencias de aquel horror, constituirán una oportunidad de reparación, tanto para quien atestigua como para la sociedad toda. Si es que aspiramos a que la Justicia, y no el silencio de los cementerios, sea el fundamento y albergue de la paz.
* Psicoanalista. Autor de La hospitalidad del síntoma.
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