Jueves, 3 de enero de 2008 | Hoy
PSICOLOGíA › A PARTIR DEL CASO DE UNA PRISIONERA DE LAS FARC
Por Sergio Zabalza
“Y se convierte inmediatamente en La Cautiva, los caciques le hacen un enema, le abren el c... para sacarle el chico... el marido se queda con la nena /pero ella consigue conservar un escapulario con una foto borroneada,/ de un camarín donde.../ Hay Cadáveres.” (Néstor Perlongher, fragmento del poema “Cadáveres”.
A propósito de la eventual liberación de Clara Rojas –la rehén colombiana que concibió un hijo con uno de sus captores de las FARC–, vuelven a escucharse referencias al denominado síndrome de Estocolmo. Esta supuesta entidad vio la luz luego de que una mujer cautiva de los asaltantes a un banco en esa ciudad apareció en los diarios de la época concediendo –antes de ser liberada– un beso apasionado a uno de sus cancerberos. Se conformó entonces un presunto cuadro clínico, sumamente incorporado al discurso cotidiano y coloquial de políticos y formadores de opinión, que engloba toda actitud tierna –tal como Freud gustaba calificar a los gestos amorosos– de un sujeto a su supuesto victimario, con el consabido peligro de estigmatizar desde la más hueca liviandad imaginaria cualquier conducta como enfermedad.
Lo cierto es que, si no se precisan las coordenadas simbólicas de aquellas supuestas alteraciones psíquicas, corremos el disparatado riesgo de poner en la misma bolsa a personajes tan disímiles como Natasha Kampush –la joven austríaca secuestrada durante toda su adolescencia–, Luis Vergottini –el abogado defensor de Musa Azar, que a su vez fue víctima de sus atropellos– o Dorotea Bazán, esa criolla capturada por el malón, que Mercedes Sosa inmortalizó al cantar en “Mujeres argentinas” la letra de Félix Luna: “Yo no soy huinca capitán, india soy, por amor, capitán”.
(Un párrafo aparte merecen los supuestos amores que la tortura despierta. Hasta ahora desconocemos el fehaciente testimonio de un sujeto que haya elegido como objeto de amor al verdugo que efectivamente le aplicara el tormento. Por otra parte, si bien lejos estamos de intentar un juicio moral para los que en la atroz noche del terrorismo de Estado entablaron relaciones con represores, ¿no estaríamos arrasando la responsabilidad subjetiva de los involucrados al poner una etiqueta de enfermedad a lo que quizá fue una decisión, radical y terrible, pero decisión al fin?)
Lo cierto es que de ninguna manera es necesario estar secuestrado para que emerja una de las más complejas y conflictivas realidades humanas: el masoquismo. Aquel que leyó “Pegan a un niño”, de Freud, sabe que el episodio de seducción infantil es un hecho que tiene realidad psíquica, aunque no necesariamente histórica: en su eficaz fantasía, el sujeto padece el goce proveniente de someterse a la sexualidad del Otro.
En efecto, en virtud del desamparo con que llegamos al mundo, es el Otro quien, al hablar, nos demanda primero: somos objetos de esa demanda; así nuestra preciada condición de sujetos supone, previamente, la de objeto. La demanda del Otro impone que habitemos como objeto de goce. ¿Hasta dónde estamos dispuestos a reconocer esta inquietante realidad? La respuesta concierne a la diferencia entre quien se hace cargo de la oscura satisfacción que lo habita y la hipocresía de quienes depositan en un otro el lugar de objeto que su moral no tolera.
Por eso, y teniendo en cuenta que no se necesita estar plantado en una posición masoquista para seguir adelante cuando la propia vida está en manos de otro, convendría formular la pregunta que el denominado síndrome de Estocolmo invisibiliza al soslayar la responsabilidad subjetiva de los involucrados. Para este caso, ¿cuándo estaría demostrando más abiertamente Clara Rojas su supuesto sometimiento: al engendrar un niño con un miembro de las FARC o cuando se prestó a acompañar por propia voluntad a su amiga –y jefa– Ingrid Betancourt, en la prisión de la selva colombiana?
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