Jueves, 3 de noviembre de 2011 | Hoy
PSICOLOGíA › EL DESEO DEL OTRO EN LA NOMINACIóN
Por Eduardo Said *
El embarazo suele ser el tiempo, siempre algo agitado, de decisión del nombre de aquel a venir. Agitación que provoca una embriología maravillosa que requiere ser aceptada y a su vez velada. En un tiempo se elegían con mayor frecuencia nombres de antecesores en las líneas de filiación, abuelos/as, padres. Es probable que en estos tiempos se busque mayor originalidad; tal vez sea también por eso que creemos en cierto debilitamiento de lo tradicional de la función paterna. Suele acontecer que lo original se copia y termina deviniendo moda, así se suceden cortes etarios: uno escucha Graciela, Susana, Roberto u Osvaldo e intuye que probablemente no sean coetáneos de Vanina, Roxana, Lucas o Santiago. Insiste la fórmula: “el deseo es el deseo del Otro”.
La inventiva a veces acude a prestigios, así una generación marcada por férreas convicciones pudo incrustar a algún hijo/a el nombre Vladimir o María Eva. A falta de inspiración suficiente las listas de nombres pueden googlearse (verbo reciente) como para la búsqueda de aquello que resuene al oído deseante de los progenitores. Otra evidencia de que el deseo es el deseo del Otro. Y vale escribir hoy la web como pretendido Otro con mayúscula.
La fenomenología de la adjudicación del nombre durante el embarazo muestra al mismo tiempo su valía como para amar nombrando. Operación casi indispensable. Es extraño un embarazo avanzado sin nombre propio. Aunque puede que haya cierta cautela en el uso del nombre propio a la espera de que no haya contratiempos.
Hay registros extremos de búsquedas de eficacias semánticas dirigidas: me sorprendió la tarjeta de un señor de apellido Gil, al que le pusieron de nombre Perfecto. Casi una maldad de sus papás. A un querido amigo que me permite contarlo, sus padres le eligieron Angel Máximo, para que se escuchara el lugar al que era esperado. Vaya ejemplo de “¡su majestad el bebé!”.
Me aflora un recuerdo maravilloso, al que puedo dar como ejemplo sin pudores ya que sus intérpretes no están más en este mundo. Siendo pibe me sorprendí por el segundo nombre de una señora vecina: Orutra. Luego supe que su hermana menor tenía por segundo nombre ¡Otrebla! El enigma del designio del Otro parental se develó al enterarme de que eran los nombres invertidos de sus hermanos varones: Arturo y Alberto. Para esos papás las mujeres deben haber representado, en el mejor de los casos, una especie de guante del varón.
La vida adulta está transitada por ocasiones en que el nombre propio adquiere relevancia: juramentos, ceremoniales, titulaciones, curriculum vitae, contratos varios. Y “hacerse un nombre” no es poca cosa. Pero hacer del nombre propio nombre común excede a lo común. Baste nombrar las escuelas de psicoanálisis como “freudiana” o “lacaniana” para constatarlo. Un ejemplo más barrial es la interpelación “¿Te creés Gardel?”, que como nombre común trascendió generaciones. El apellido, que pasa de generación en generación, verifica una permanencia que traspasa la individuación. Tiene algo de divertido que a los futbolistas brasileños se los conozca prevalentemente por el nombre y no por el apellido. Parece ser marca idiosincrática de un lazo social más abierto al juego y la diversión.
El destino del nombre podrá encontrar en la sepultura una forma en que la muerte del cuerpo viviente no implica la desaparición u olvido del sujeto portador del nombre. De allí lo horrendo de la desaparición sin sepultura u otros rituales funerarios. Trascender una primera muerte podrá o no estar abierto a la pervivencia del nombre hasta el ocaso en la borradura de los tiempos; segunda muerte inevitable e inmedible.
No se sabe qué dice un nombre y aun así, de eso hay que apropiarse. Se trata, como escribió Borges, de valerse de “lo que se cifra en el nombre”, que en su cálida extrañeza nos representa siempre para otro.
* Psicoanalista. Fragmento de un artículo que se publicará en el próximo número de la revista Imago-Agenda.
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