Jueves, 23 de agosto de 2012 | Hoy
PSICOLOGíA › LOS SECRETOS DEL SECRETO
Por Laura Palacios *
A ciertos lectores nos gustan las sorpresas. Como en la novela policial americana, donde en el momento más impensado llama el cartero con la prueba delatora. O en casos más ingleses, cuando aparece la huella del asesino en la taza de té. Pero a veces los autores pulsan una tecla interesante: hacen vacilar nuestro punto de vista con un recurso parecido al chisme. Se trata de revelar el lado oscuro de un personaje intachable, el alto magistrado, o la tímida mosquita muerta, e inevitablemente pensamos: “¡Pero quién lo iba a decir...!”.
Algunos autores psicoanalíticos se han visto tentados de descubrir el erotismo anal tras el hecho de guardar o dejar escapar un secreto, como una mecánica de retención/incontinencia. A menudo el secreto se representa como un contenido encerrado en un continente más o menos estanco: decimos “coser la boca”, “en boca cerrada no entran moscas”. Y las metáforas que usamos para referirlo son bastante tenebrosas. A un secreto se lo guarda, se lo entierra, y a la persona que sabe callarlo se la compara con una tumba.
Benjamin Franklin decía que un secreto puede ser guardado entre tres, siempre y cuando dos de ellos estén muertos. Pero no hay sepultura a prueba del significante. Tiendo a pensar que las palabras que componen al secreto han sido enterradas vivas. A veces se habla de violar un secreto como de violar un sepulcro o a una virgen, o de entrar, penetrar en alguna intimidad. Es posible también ver la transmisión de un secreto como un acto de trasvasamiento, como verter líquidos de un continente a otro: “Tu secreto es tu sangre; si lo dejas escapar, morirás”. O como vasos comunicantes cuya materia bullente se filtra, se escurre, se vierte de boca a oreja.
Por lo general, no existe secreto que no sea compartido. Igual que el chisme, éste necesita de un cómplice y de uno o más terceros excluidos. Lo mismo que el chisme, el secreto es un saber. Pero un saber escamoteado, que se pone en reserva y se retira de circulación. En el momento de generarse un secreto relevante, hay una voluntad que desdobla el discurso. De este esfuerzo resulta que una de las corrientes se sumerge, desaparece de la superficie de lo que se pone en palabras. Y esa corriente excluida toma un curso subterráneo. Si la operación pudiera graficarse veríamos dos improntas (¿tal vez dos cicatrices?): una marca el punto donde un saber se sumerge; la otra, donde rebrota. Corresponden al momento de su instauración como secreto y al de su develamiento. Entre esas dos marcas se extienden la simulación y la reserva. Pareciera que, tarde o temprano, la ley de lo sumergido es el reflotamiento, “No hay nada escondido entre el Cielo y la Tierra”, reza el proverbio. Sobre todo en lo que concierne a las cosas del decir.
El secreto más eficaz se fabrica, se trabaja para evitar que haga serie o sistema. Una persona que mantiene una reserva altera su vinculación con los partícipes necesarios, en primer lugar con el que comparte el contenido silenciado (“a quien digas tu secreto, siempre estarás sujeto”). También se enrarecen los lazos con el tercero excluido. Porque, desde el momento en que ese tercero detecta algún signo de ocultamiento, no halla reposo. Aguzará el oído, husmeará, atará cabos, revisará resúmenes de tarjetas de crédito, leerá rostros. Es que la sola existencia de un saber oculto agita los velos que cubren la Escena Primaria. Y conocemos los efectos de esa agitación en quienes resultan excluidos: se rompe la ilusión de unidad y de dominio, se despiertan viejos apetitos. A solas con su caudal fantasmático, no tendrán más remedio que usar su maquinaria deductiva y ejercitar los ya descriptos recursos del chismoso.
Tal vez las consecuencias de silenciar un contenido sean más profundas para el propio interesado. Y no siempre se pone en reserva lo penoso, la enfermedad vergonzante, los crímenes imperfectos. Lo que se guarda también puede transformarse en el entrañable tesoro, la fuente de regocijo narcisista. Me refiero a aquellos datos ocultos que confieren poder sobre los otros, que son un latiguillo para azuzar la curiosidad ajena. Un instrumento de goce y dominio. La política y la comedia de los sexos constituyen excelentes campos donde se ejercita este deporte.
Sabemos que lo que escamotea el secreto no es un saber banal, sino algo que ocupa un lugar aparte en el conjunto de los conocimientos de una persona. Esos contenidos que se encapsulan alteran profundamente su posición subjetiva. La sabiduría popular ha inventado una pavorosa sentencia: “Ni siquiera pienses en lo que no quieras que nadie sepa”. Hay secretos muy difíciles de mantener. Pero al celoso guardián aún le queda otro recurso: sucumbir. Entregarse al aliviante imperativo de hablar.
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