Jueves, 19 de diciembre de 2013 | Hoy
Por Daniel Waisbrot
A partir de la noción freudiana de malestar en la cultura, jerarquizamos la idea de que formar parte de un conjunto implica la aceptación de restricciones y constricciones. Que para pertenecer a un vínculo, cualquiera sea, habrá que hacer renuncias pulsionales, algo va a quedar afuera, algo no va a ser posible. Sabemos cuánto cuesta hacerle un lugar a esa renuncia y cuánto del trabajo de la vincularidad se despliega en la necesidad de lograrlo.
En el modo de armado de cada vínculo encontramos formaciones de lo inconsciente específicas, de producción vincular. Hemos ido conjeturando la noción de vínculo, convergiendo en que uno de los aspectos que lo caracterizan es el de las “alianzas inconscientes”, expresión de una tensión asociada al requerimiento de renuncia pulsional, en la relación con el otro, sea cual fuere la modalidad vincular en juego. La presencia del otro constituye un tope, la presencia es un efecto en sí misma, y no toda presencia se deja representar.
La presencia del otro o de los otros en los dispositivos vinculares psicoanalíticos dejó al descubierto los efectos de las alianzas inconscientes como un “saber no sabido” que mantiene unido a un conjunto, convocando a la escena las posibilidades y los obstáculos que cada vínculo, siempre diferente, siempre singular, encuentra para tramitar sus renuncias pulsionales. El otro como semejante, muchas veces ilusionado como idéntico, pero en verdad diferente y ajeno hasta el hartazgo.
Los dispositivos terapéuticos pluripersonales, que alojan tramas vinculares en conflicto, pusieron en evidencia el exceso, la diferencia, el desencaje entre las representaciones que los habitantes de ese conjunto tienen unos de otros. Que la presencia del otro constituía un tope, que no toda presencia se deja representar, que la presencia es un efecto en sí mismo. Se gestó así una línea de pensamiento acerca del prójimo que pone el acento en la irrepresentabilidad del otro real. Cada integrante del conjunto imagina, ilusiona, se representa al otro o a los otros del vínculo, sin que ello pueda abarcar completamente al otro. Habrá siempre algo no semantizable. Ello abrió a la condición de ajeno del otro, que amplió enormemente el concepto que tenemos respecto de la otredad, ensombrecida, soslayada por la pretensión de suponer un saber acerca del otro.
Sabemos que no hay manera de permanecer idéntico a sí mismo después de haber pasado por una situación de encuentro. Que no hay forma de permanecer inalterable al otro, que la transformación subjetiva no es una decisión teórica, sino un efecto subjetivo inevitable. Que el encuentro con el otro altera, transforma, destituye saberes e instituye novedades, que esa afectación genera transformaciones en la subjetividad más allá de toda coagulación identitaria. Ello no implica, desde luego, la inexistencia de marcas subjetivas que permanecen. No suponemos al sujeto cual hoja en blanco sin letra alguna, pero sí dispuesto permanentemente al cambio y a la transformación; sujeto en devenir.
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