Lunes, 13 de abril de 2009 | Hoy
SOCIEDAD › LA MURALLA DE SAN ISIDRO O EL FIN DE LA DEMOCRACIA
El filósofo Ricardo Forster pone en situación el proyecto de levantar un muro para separarse de los pobres: una metáfora brutal de la exclusión, el racismo y la criminalización de los sectores más vulnerables. Las clases medias, la herencia del menemismo y la campaña por atemorizar a los habitantes con el Apocalipsis.
Por Ricardo Forster *
Opinión
Hay acciones que se convierten en metáforas de lo que guarda dentro de sí una sociedad; acciones que se escinden de sus ejecutores para ofrecernos el diagrama profundo de aquello que sólo se dice a medias o que se busca nombrar de modos elusivos y eufemísticos. Algo de todo esto se manifestó con la acción de construir un muro que tenía como principal objetivo aislar a los barrios humildes, a las villas de emergencia de las zonas “decentes” llevada adelante por el intendente Posse de San Isidro.
Una acción brutal cuyo núcleo argumentativo venía a expresar la alquimia de exclusión, de racismo y de criminalización de los sectores más vulnerables de la sociedad, aquellos que siguen viviendo en la pobreza y en la fragilidad y que son representados, en el imaginario de gran parte de las clases medias, como los causantes de todos sus males y los responsables de la inseguridad que atraviesa sus vidas. El muro se transformaba, desde esta visión administrativo-represiva de las poblaciones indeseables, en la afirmación de una radical negación: la del otro como sujeto de derechos y como parte inescindible de la compleja trama de la vida de una sociedad. Ese otro, pobre y definido como delincuencial, sufriría, a través de esa acción punitiva, una doble invisibilización: en tanto persona que se entremezcla en las calles de la ciudad con sus conciudadanos de otras clases sociales y, al mismo tiempo, como portador de una diferencia imprescindible en la genuina construcción democrática de una sociedad en la que el litigio por la igualdad constituye el verdadero meollo de nuestra actualidad.
Con el muro, lo digan o no sus constructores, los que llevaron adelante la obra y los que la desearon aunque no lo confiesen públicamente, lo que quieren que quede afuera para siempre es esa exigencia de los incontables por ser parte del reparto, por alcanzar aquello que desde la antigüedad griega ha prometido la metáfora democrática: la igualdad. El muro es una respuesta a cualquier intento de plantear una redistribución más justa de la riqueza (tanto material como simbólica), constituye el gesto soberbio de ciertos sectores político-económicos por borrar de la memoria colectiva cualquier referencia a la equidad sustentada en los principios de la movilidad social y del intercambio.
La ingeniería social rudimentaria puesta en movimiento por quien supone que es posible “aislar” el bacilo productor de la peste no hace más que volver evidente la descomposición cultural que se expresa en las “soluciones” diseñadas por las derechas contemporáneas, aquellas que reclaman el fin de las ideologías, la supuesta disolución de las arbitrariedades políticas ligadas a izquierdas y derechas, en nombre de un pragmatismo de mercado que les habilita la posibilidad de ejercer a su gusto el poder. Cuando nadie se reclama de derecha, cuando se silencia la tradición política de la que se forma parte, es precisamente cuanto más activamente funciona esa misma visión del mundo que lleva dentro suyo la construcción del muro. En San Isidro han sabido poner en acto el modelo de organización de la sociedad que hoy, entre nosotros, representa esa misma derecha vergonzante que no acepta nombrarse como tal.
El muro es también una respuesta literal, y por eso imposible de ser aceptada por aquellos, insisto, que en el fondo lo desean, a las demandas enfebrecidas de amplias clases medias que han sido capturadas por el mensaje unívoco y amarillista de gran parte de los medios de comunicación. Esos mismos medios que hoy salen a criticar al intendente Posse cuando han sido, una y otra vez, los promotores de la criminalización de la pobreza y han multiplicado hasta el hartazgo el miedo de esas mismas clases medias urbanas que desearían que los pobres sean efectivamente invisibles, que habitaran extramuros sin volverse una constante amenaza para su seguridad. Cómo no establecer una línea directa entre el amarillismo mediático, las intervenciones revanchistas y socialmente impunes de algunas estrellas del espectáculo que lanzaron el grito histérico pidiendo la pena de muerte, la frustrada convocatoria hecha a la ciudadanía “indefensa y honesta” por un cura y un rabino que discursearon y sermonearon con los lenguajes típicos de la derecha más rancia, con la acción directa, sin mediaciones, que llevó al intendente Posse a metabolizar ese gesto de clase y racista a través de la construcción del muro. Posee actuó lo que aquellos otros insinuaban pero no se atrevían a proponer.
El muro, el deseo de su construcción, es, también, la herencia de los noventa menemistas, la conclusión de un proyecto de país montado sobre la lógica de una inclusión excluyente, es decir, de una lógica que naciendo de los parámetros del mercado, parámetros de éxito y violencia, de triunfo de unos pocos y de desdibujamiento de los muchos, acabó por multiplicar la desigualdad y la marginalidad allí donde fue deshaciendo los restos de una sociedad que supo atravesar por etapas de mayor equidad y que supo de un Estado que se constituyó como distribuidor más justo de la riqueza, de ese Estado que fue bombardeado por el neoliberalismo hasta prácticamente desfondarlo en su función bienestarista para sólo dejarlo como máquina represiva. El resto tumefacto de aquellas políticas de desguace se expresa en la construcción del muro allí donde viene a representar la retirada definitiva del Estado de su función de cuidado y protección de los más débiles para convertirse en garante de su más radical exclusión. Ese es uno de los meollos de la restauración conservadora que moviliza a un amplio espectro de la oposición política, económica y mediática: el regreso a un tiempo del poder en el que no se planteaba el problema fundamental y fundante de la redistribución de la renta y en el que los “humores del mercado” determinaban las prácticas reales de un Estado desquiciado y vaciado de cualquier contenido genuinamente democratizador.
El muro, el intento de su construcción, es el fin de la democracia, constituye el intento más despiadado por reducir a una existencia de gueto a quienes, por otra parte, son transformados en aquello que el filósofo italiano Giorgio Agamben definía con la categoría de “nuda vida”, es decir, los que carecen de derechos y de visibilidad, los que son cuerpos disponibles para la represión y el aniquilamiento (éste es el “secreto” que no se dice en el reclamo de la pena de muerte, en esa suerte de generalización del “gatillo fácil” o en la producción de nuestros propios escuadrones de la muerte que se encarguen de limpiar de “impurezas” las calles de la ciudad “decente”). Sin que el intendente Posee lo sepa, desconfiamos de su formación intelectual, el muro que él intenta construir es heredero de otros muros que tenían como principal cometido aislar, despiojar y, finalmente, eliminar a todos aquellos que cayeran fuera de las gramáticas de la inclusión y de la normalidad: leprosos, locos, sifilíticos, prostitutas, judíos, gitanos, homosexuales y, ahora, pobres. Tal vez el más ominoso de los muros fue aquel que inició su derrotero histórico en la lejana Venecia del Renacimiento, de ahí su nombre maldito de “gueto”, hasta los que construyó el nazismo en distintas ciudades de Europa oriental para encerrar a las poblaciones judías que luego serían enviadas al exterminio. Muros se siguieron construyendo, siguieron siendo la expresión de la brutalidad y de la violencia, de Berlín a la Franja de Gaza y, ahora, en ese intento que esperamos fallido de realizarlo en los suburbios de Buenos Aires.
Pero no se trata de reducir el problema a la decisión de un intendente, blanco ahora de muchos de los que vienen propiciando la construcción de otros muros, aquellos que se levantan cuando se criminaliza al pobre, cuando se multiplican las imágenes del miedo y se deja que una retórica impúdica arrojada como veneno en estado puro por ciertos medios de comunicación penetre lo más hondo del sentido común hasta dejar que libere lo peor, lo más brutal y canalla, el puro deseo de represión, violencia y muerte. Entre Susana Giménez, Marcelo Tinelli, Cacho Castaña, la infinidad de noteros que sin pudor arrojan palabras multiplicadoras del efecto fascistizante y el intendente Posee y su decisión se manifiesta quizá lo más simple y hasta pueril, el resentimiento elemental, la barbarie de la ignorancia; pero en aquellos otros que desde el poder económico y mediático, desde su lógica corporativa y desde la sacrosanta rentabilidad buscan horadar los intentos, aunque débiles pero no por eso menos significativos, por darle forma a un abandono de las políticas neoliberales, lo que se evidencia no es la espontaneidad revanchista surgida del miedo sino la consciente construcción de un muro que perpetúe las injusticias y las desigualdades.
El intendente Posee, seguramente espoleado por algunos vecinos connotados de San Isidro y envalentonado por la brutal campaña mediática que no busca otra cosa que aterrorizar a los habitantes de la ciudad multiplicando hasta el hartazgo las imágenes del Apocalipsis cotidiano, de ese, así nos lo dicen fervorosa y continuamente desde las pantallas televisivas, que atraviesa nuestra vida de todos los días al salir de nuestras casas o que, incluso, ha llevado su amenaza al interior de nuestros hogares, no ha hecho otra cosa que hacerse cargo en acto del mapa de la seguridad insegura ofrecido como gran panacea por un De Narváez. La lógica es impecable: dentro de un modelo social que criminaliza al pobre y que valora por sobre todas las cosas la propiedad y la riqueza, lo único importante, lo que funda su programa político, es la meticulosa intervención punitiva, la ampliación de la vigilancia y del castigo. A esa lógica que intento describir le cabe perfectamente una denominación clásica de la política: ser de derecha, buscar defender a ultranza los intereses de aquellos mismos que generaron las condiciones para la multiplicación de la misma pobreza que hoy buscan invisibilizar y castigar. De eso se trata el intento de restauración conservadora que moviliza las fuerzas y los entusiasmos de una parte no desdeñable del arco político argentino, del mismo que hace malabarismos para hablar en nombre de la democracia y de la calidad institucional cuando no hace otra cosa que recrear las condiciones ideológicas para la proliferación de los muros de la exclusión.
* Doctor en Filosofía, profesor de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
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