EL PAíS › OPINIóN

Democracia

 Por Sandra Russo

Siempre es bueno poner sobre la mesa el punto de vista desde el que se enuncian, se interpretan y se juzgan las cosas. Aunque a veces uno está tan marcado por el discurso único dominante en los grandes medios, que decir algunas cosas se hace moroso, culposo, uno se siente obligado a desmarcarse de los juicios que ya andan circulando. Pero viene siendo tiempo de hablar quizá un poco más claro, de indicar el punto de vista, y de animarse a tocar algunos temas. Por ejemplo, la democracia.

En todos los países de la región cuyos gobiernos se inclinan al centroizquierda, incluyendo especialmente al más radical de ellos, que es Bolivia, hubo en algún momento organizaciones armadas. El caso más claro es el recién llegado, El Salvador, con el Farabundo Martí. Pero la esencia, la conquista, el cambio, lo sólido de esta expresión regional, es que todos ellos son gobiernos democráticos. Dada vuelta la página política de los ‘70, que dejó fracaso, dolor e innumerables pérdidas, en toda la región hubo un cambio profundo anterior a este escenario de nueve presidentes y presidentas más cercanos a sus clases trabajadoras que a los factores de poder tradicionales. Ese cambio profundo se operó en la opinión pública, y no tiene retorno al menos por ahora: la democracia es el único sistema posible capaz de dar reglas fácticas de juego, y al mismo tiempo de empoderar al partido o movimiento –porque en todos los casos hay un partido o movimiento detrás, y en general ambas cosas– mayoritario para llevar adelante transformaciones estructurales.

Todos los gobiernos de la región que participan de este proceso viven a su vez procesos internos de ampliación de ciudadanía. Un gobierno popular siempre gobierna, por definición, abriendo bases de ciudadanía. Quizá para sobrevolar un poco la Argentina, podemos recordar a Mirta, la vecina de San Fernando que fue la primera en llegar al muro y en ofrecer a sus vecinos el discurso de la dignidad.

Mirta trabaja en el comedor comunitario de Villa Jardín, donde se alimentan esos chicos de diez, doce, catorce años que se veía en las pantallas. Cuando vio el muro, esa mañana muy temprano, les dijo a esos chicos:

–Vamos, vamos todos a protestar. No nos pueden tratar así.

–Estás loca, nos van a llevar en cana a nosotros –le contestó uno de ellos.

–No. Ustedes tienen derechos. Todos tenemos. Vamos a hacer quilombo.

¿Qué es la ampliación de base de ciudadanía? Exactamente eso. Una mujer pobre y con clara conciencia de su dignidad, que instruye por el ejemplo a chicos y jóvenes en situación de riesgo. El movimiento se completa cuando llegan los móviles de los medios y la situación los obliga a darle el micrófono a esa gente. Todo lo que se pudo escuchar esos dos días deja claro que en barrios muy humildes de la provincia de Buenos Aires vive gente que convive con la exclusión, pero está adentro. Incluidos que dan la pelea por quedarse. Y lo único que los sostiene adentro, en casos como éste, es su idea de sí mismos. Mientras se vean a sí mismos como sujetos de derecho ciudadano, nadie podrá refutarlos.

Pero volviendo a la democracia, y a las listas testimoniales, y al adelantamiento de las elecciones, y a la defensa de las retenciones, y a todas y cada una de las cosas por las que este gobierno fue acusado de transgredir las reglas y salirse se la “institucionalidad”, me permito recordar un latiguillo que azotó a los ’80 y los ’90 entre políticos de diversas procedencias y entre la “opinión pública” de entonces: se decía que teníamos una “democracia formal”. Se decía que Alfonsín no había logrado que la democracia curara, educara y todo eso, porque la suya fue una democracia “condicionada”, una “democracia formal”.

Lo que estuvo y está en juego siempre, acá y en todas partes desde las recuperaciones democráticas, es si el sistema puede ser estirado, modificado, ampliado, para permitir que se produzcan los cambios necesarios y las nuevas democracias puedan curar, educar y todo eso. En Bolivia, en este sentido, Evo Morales logró lo impensable hace unos años. Un país que llegó a tener un presidente que no hablaba castellano, hoy está libre de analfabetismo.

De Chávez se puede decir mucho. Se dice mucho. Mucho insulto. Mucho menosprecio. Reelección indefinida no suena democrático, aunque cuando el que lo soñaba era Menem no se escuchaba tan mal. Pero el punto límite del sistema democrático desarrollado en Venezuela es el voto popular. Chávez sí es desmontable, pero habrá que lograr que la mayoría no rechace.

Cuando hablamos de “institucionalidad”, muchos no estamos hablando de las mismas cosas. Esa palabra que parece un dique de contención y un buen cierre de bocadillo en los programas de televisión merece un debate un poco más profundo, o más sincero.

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