Lunes, 27 de agosto de 2012 | Hoy
SOCIEDAD › OPINIóN
Por Carlos Rozanski *
Hay días en los que uno se despierta, lee diarios y siente ganas de volver a la cama. Las noticias acerca de los variados casos de las últimas horas en que mujeres cercanas –por vivir en nuestra comunidad– fueron golpeadas, humilladas, degradadas, torturadas y asesinadas, generan esa necesidad de volver a acostarse y despertar unos días después, cuando las noticias sean otras y esos crímenes hayan sido sólo un largo sueño del que uno acaba de despertar.
Pero pasado ese primer impulso de escape, la realidad enjuaga la cara y nos recuerda que cada uno de nosotros, desde el lugar en que esté, tiene obligación de hacer algo. No se trata de repetir lugares comunes como decir “es responsabilidad de todos” ni mucho menos. Es obvio que no puede equipararse la responsabilidad de un juez o policía con la de un operador de computación o un coreógrafo teatral. Sí puede, en cambio, equipararse la obligación social de empatizar con las víctimas y al menos repudiar los hechos. De allí para adelante, cuando mayor sea el nivel de “deber de cuidado” que tenga el ciudadano, mayor será la responsabilidad, no sólo de repudio sino de acción concreta, tanto respecto de las víctimas como de los victimarios. A eso apuntan estas líneas.
La difusión mediática de los casos es imprescindible para el conocimiento de la población y para la estimulación de reacciones institucionales acordes con los dramas que se conocen. Cada caso de violencia de género es una tragedia y nos afecta a todos como sociedad. Esa dimensión obliga a una mirada en perspectiva, que permita culpar a quienes ejercieron la violencia y también a los que, violando su deber de cuidado, prestaron al agresor una colaboración sin la cual las víctimas seguramente no hubieran sido golpeadas, torturadas o asesinadas. Tal vez allí radica el obstáculo más grande en la temática. Apresar a un violento que mató a su compañera y se entregó no es ninguna hazaña, ya que ni le devuelve la vida a la víctima ni evita nuevas muertes que, con otras manos y otras mujeres, serán producidas en el futuro. El desafío, indelegable a esta altura de los conocimientos, es encontrar –lo antes posible– la razón por la cual, pese a las políticas públicas específicas y el esfuerzo de las ONG respectivas, esos crímenes se siguen cometiendo. Ahí entonces ya no serán tan cómodas las explicaciones teóricas que quienes nos dedicamos a la temática, damos a diario en los foros sobre el fenómeno que nuestra comunidad genera. La incomodidad surge cuando debemos aceptar que para que una señora sea golpeada con su hijita al lado –ambas, obviamente, víctimas– por un salvaje, en una escena que tuvo que ser filmada para ser creída, debieron haber al menos 5 o 10 denuncias previas nunca escuchadas, nunca leídas y nunca motivadoras de prevención efectiva alguna. Sin ese policía, fiscal o juez que no escuchó a la señora del video, el agresor ese día no hubiera podido llevar adelante semejante crimen. Ampliando la mirada hacia atrás, sin una escuela internacional de torturas (Escuela de las Américas en la región y terrorismo de Estado también en la región), el criminal que saltó sobre el pecho y abdomen de otra mujer víctima, conocida en las noticias de ayer, produciéndole las lesiones internas difundidas y que luego la torturó con picana eléctrica, tampoco lo hubiera hecho. El sentido de la cita no apunta al tipo de picana que utilizó el agresor en el caso –presuntamente los dispositivos que producen descargas de electricidad para defensa personal–, sino a la tortura como opción. La misma opción que ejercieron los policías salteños hace algunas semanas para atormentar a dos detenidos.
Esa incomodidad inicial ante las noticias se debe transformar en responsabilidad para cada agente del Estado que no hace lo correcto en el momento preciso en que tiene que hacerlo. Seguir centrando la mirada sólo en el autor de esos crímenes, y desviarla respecto de los que violaron sus obligaciones, no va a disminuir en un solo caso los hechos de violencia de género. No hay mayor estímulo para los violentos que la impunidad, pero no sólo la de los autores sino además la de quienes debieron actuar y no lo hicieron. La policía fue creada para proteger a la gente; los fiscales y jueces también. Y cuando uno o muchos de ellos defeccionan en sus obligaciones, desoyendo a las víctimas, desacreditándolas y desvalorizando las evidencias, las vuelven más vulnerables y las exponen además a nuevas y más graves agresiones. Eso hasta que muchas finalmente mueren, otras sufren su calvario en silencio, mientras el sistema sigue tratando de explicar por qué la violencia de género es tan difícil de enfrentar. No nos engañemos: lo verdaderamente difícil es investigar, separar y en su caso encarcelar a los funcionarios que, con uniforme o toga, incumplen sus deberes más altos. Ello implica una clara y evidente complicidad con los agresores. Sin embargo, la profundidad que están adquiriendo las discusiones actuales sobre la vigencia de los derechos humanos, y sobre la temática en particular, es quizá el paso imprescindible para que algún día no sólo sean juzgados y condenados los agresores sino, además, los que desde el propio sistema convalidan esa violencia y miran para otro lado cuando una mujer violentada solicita ayuda.
* Juez de Cámara. Presidente del Tribunal Oral en lo Criminal Federal Nº 1 de La Plata. Miembro Fundador de la Asociación Argentina de Prevención del Maltrato Infanto-Juvenil (Asampi).
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