Lunes, 1 de abril de 2013 | Hoy
SOCIEDAD › OPINIóN
Por Emilio Ibarlucía *
Bajo el título “La solución inclusiva”, en nota del 23 de marzo pasado, Adrián García Lois se suma a quienes propician el juicio por jurados como mecanismo idóneo para lograr la anhelada finalidad de “democratizar” la Justicia.
Parte del presupuesto mítico –denominador común de quienes defienden ese sistema– de que el jurado “es el pueblo”. Nada podría ser más inexacto. Los miembros del jurado se eligen por sorteo de la lista del padrón electoral de la jurisdicción respectiva. ¿Cuál es el truco de magia que hace que individuos elegidos al azar se transforman en “el pueblo”? Juan, Pedro y María, elegidos por sorteo, son Juan, Pedro y María, y nada más. Tienen sus propias convicciones acerca de la vida, el bien o el mal, y ningún motivo racional existe para entender que coinciden con el de la mayoría de la población. Si el método del sorteo fuera idóneo para expresar la voluntad del pueblo, no se comprende por qué no lo adoptamos para elegir a los diputados, a los senadores y, por qué no, al presidente de la República. Desde Rousseau hasta nuestros días, todos los teóricos de la filosofía política se devanan los sesos pensando cuál es la mejor manera de hacer realidad el principio de la soberanía del pueblo, habida cuenta de lo imperfecto de los sistemas electorales, y resulta que no nos habíamos dado cuenta de que la solución era muy sencilla: el sorteo.
Desde la reforma constitucional de 1994, los jueces en todas las jurisdicciones se eligen previo concurso de antecedentes y oposición, donde se les toman rigurosos exámenes para evaluar sus conocimientos jurídicos. En el caso de los que aspiran a integrar el fuero Penal, se indaga si están actualizados respecto de las modernas teorías sobre el tipo penal, la inimputabilidad, la legítima defensa, el estado de necesidad y sobre las figuras delictivas en particular. Ahora resulta que todo esto ha sido una tomada de pelo, una vil “cargada”, dado que no hace falta para decidir acerca de si una persona debe ser privada de su libertad o no. Basta con el “sentido común”.
Se sostiene que existe una manda inconstitucional incumplida: aquellas cláusulas del texto constitucional de 1853 que hablan del juicio por jurados. Se pasa por alto que “mucha agua ha corrido bajo el puente” desde entonces en cuanto a las exigencias constitucionales que deben cumplirse para arribar a una sentencia definitiva compatible con la garantía del debido proceso. Veamos.
El jurado emite un veredicto (guilty or not guilty) y es un misterio saber cómo llegan al mismo (las deliberaciones son secretas). Ello es totalmente incompatible con el requisito constitucional de fundamentación racional de las sentencias, garantía que la Corte Suprema a través de una extensa jurisprudencia ha consolidado a través del tiempo sobre la base de la interpretación del art. 18 de la CN, al punto de que cuando los pronunciamientos judiciales no lo cumplen acabadamente, son descalificados (anulados) por arbitrariedad. Contra esto se argumenta que normalmente los sistemas que adoptan el juicio por jurados encomiendan al juez que dirigió el debate la redacción de la sentencia. Pero si el juez no participó de las deliberaciones a puertas cerradas del jurado, ¿cómo sabe cómo llegaron al veredicto? Y si el juez no está de acuerdo con la decisión, ¿cómo puede fundarla? Es francamente esquizofrénico. El sentido común (aquí sí) indica que debe existir una unidad indisoluble entre quien decide y quien funda.
La segunda exigencia constitucional está estrechamente ligada con la ya señalada: la garantía de la doble instancia en materia penal, prevista en el art. 8.2.h de la Convención Americana de Derechos Humanos y el art. 14.5 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (ambos de jerarquía constitucional, art. 75 inc. 22 de la CN). En numerosos fallos, la Corte Interamericana de Derechos Humanos viene sosteniendo que se trata de una garantía de cumplimiento ineludible, al igual que la Corte Suprema argentina. Es obvio que no se puede recurrir una sentencia ante un tribunal superior si no está debidamente fundada. Hasta tal punto es así que la Corte en el fallo “Casal” (2005) impuso estrictos requisitos que deben cumplir las sentencias de los tribunales orales no sólo en cuanto al fundamento de derecho sino también con relación a la prueba de los hechos juzgados, para que sean susceptibles de revisión.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos sostiene que los jueces aun de oficio deben ejercer el “control de convencionalidad” sobre la base de la doctrina establecida en sus fallos, criterio aceptado por la Corte argentina. Esto implica que los Estados parte del sistema interamericano no pueden invocar normas de su derecho interno para eludir el respeto de los derechos y garantías de la Convención.
Para sortear estas objeciones constitucionales, algunos propician el sistema del jurado mixto o “escabinado” (compuesto por ciudadanos sorteados y por jueces), lo que no deja de ser un verdadero engaño a las razones que fundamentan el juicio por jurados (“el pueblo” administrando justicia), dado que es sabido que en los países o provincias que así lo establecen, la opinión de los jueces prevalece sobre la del resto, y son, además, los que fundan el fallo. Por ello, los “juradistas” extremos se niegan a admitirlo.
Es cierto que los jueces letrados, al igual que los ciudadanos-jurados, pueden sentirse influidos y presionados por los medios de comunicación social, pero el juez goza de mayor posibilidad de abstraerse de ellos, dado que sabe que solamente podrá condenar sobre la base de la prueba de los hechos imputados y de acuerdo con la calificación legal que corresponda, todo lo cual volcará en una sentencia con fundamentación racional que será su mejor herramienta para rebatir las críticas que esos medios o quien sea le formulen.
Quienes propician el juicio por jurados como la panacea deberían recordar que las más grandes injusticias fueron producto de ese tipo de juzgamiento, como el célebre caso de Nicola Sacco y Bartolomé Vanzetti, condenados a la silla eléctrica en 1927 en EE.UU. Y si de lo que se trata es de evitar el “clamor popular” por fallos inesperados y aparentemente injustos, también deberían tener en cuenta que en 1992 la absolución por un jurado de Los Angeles de cuatro policías que habían apaleado a un ciudadano negro en la calle (Rodney King) originó un levantamiento popular que produjo incomensurables daños materiales, la muerte de 53 personas y más de dos mil heridos. En 1995, también en Los Angeles, un jurado absolvió de los cargos de doble homicidio a O.J. Simpson, lo que fue fuertemente cuestionado por gran parte de la sociedad y de los medios que consideraban que las pruebas eran evidentes. En el colmo del disparate, dos años después, un jurado en un proceso civil condenó al inocente Simpson a pagar una millonaria indemnización a los familiares de las víctimas.
* Profesor de Derecho Constitucional de la UBA.
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