SOCIEDAD › EN GESELL, 1200 CORREDORES SE LANZARON A ATRAVESAR LA ARENA A LA LUZ DE LINTERNAS

Una crónica nocturna y a la carrera

Es el sexto año que el balneario Eliseo organiza la edición de “Gesell corre de noche”. Son seis kilómetros sobre la playa para los que entran en competencia y tres para los que participan. También de noche, fuegos artificiales para inaugurar un templo.

 Por Soledad Vallejos

Desde Villa Gesell

Es una noche de viento fresco y en el cielo sólo hay estrellas. En la arena, a la vera del mar, fluye un río naranja fluorescente y de cauce algo caprichoso. Señoras, señores, niños, van perdiendo el frío con trotes al sur, al norte. Algún perro vagabundo se cuela entre los que elongan, también en alguna foto. La luz cerca de la orilla es poca, pero alcanza para ver qué tienen en común, además de la remera que brilla en la oscuridad: sonríen. Son cerca de 1200, o al menos esa cantidad se inscribió en esta edición de “Gesell corre de noche”, la carrera que un balneario local, Eliseo, organiza desde hace seis años y se va convirtiendo en clásico de la temporada. Como siempre: para competir, se corren seis kilómetros; para participar, tres; para los niños, la distancia es de un kilómetro, y con largada y regreso un rato antes de que los adultos copen la arena. Al borde de la rambla de madera, los tambores de La Chilinga dicen que todos se preparan para la guerra. O casi. Eso explicaría que esperen con ansias las diez de la noche para largar, que no les importen el hambre, el partido de fútbol que llenó los bares en la peatonal, el viento que se levanta cada vez un poco más.

“¿Querés saber qué tiene? Andá ahí, ponete en el medio y esperá que larguen. Vas a sentir la adrenalina. Vas a darle el anotador a alguien y vas a salir corriendo también”, desafía uno de los corredores, el bancario Leonardo, de 50 años, que aclara que participa pero no compite, y por eso sale un ratito antes. Para hablar con justeza, dice, hay que diferenciar entre el que corre y el que participa. “Correr, corren esos de 60 kilos, un metro ochenta, que viven para correr. Yo corro para vivir. Por una cuestión de salud. A los 40 dejé de jugar al fútbol porque no me divertía, primero me dediqué a echar panza, después empecé a trotar día por medio. Es droga. Es peor que el paco”. Para que no queden dudas, aclara que vino desde Buenos Aires para la carrera, sólo para la carrera, y que en el envión trajo a sus hijos, de 19 y 21 años.

–¿Están entre la gente esperando para ver la largada?

–¿Te pensás que les interesa? ¡Están en un bar, sentados, esperando que empiece el partido!

Los tambores aceleran y el río naranja va mermando. Ahora las remeras flúo se convirtieron en hormiguero, se concentran en la línea de largada, con sus arcos inflables azules, sus conos luminosos que le dan algo de kermesse lunar, mientras cientos gritan nombres al otro lado del cordel que divide el mundo entre runners y personas que usan zapatillas apenas para caminar. Hay niños intentando divisar a sus padres, chicas buscando a sus amigos, señoras sosteniendo todo el abrigo que sus hijas se quitaron para correr livianas.

En cualquier momento estarán allí, también, los cinco estudiantes de la filial San Miguel de la Universidad Nacional de Luján. Viajaron ayer, especialmente para participar del desafío de seis kilómetros, porque habitualmente alternan sus estudios de contabilidad y administración de empresas con entrenamientos. Vuelven a sus casas mañana, tal vez un poco agotados de correr sobre arena, que “cansa más”, pero decididos a seguir la semana como si no hubiera mediado ningún viaje.

–¡Diez! ¡Nueve! ¡Ocho! –empieza a corear la multitud en los alrededores de la largada, y en instantes, como liberados después de mucho entrenamiento contenido, los corredores se largan a la playa. Una camioneta guía los pasos, no tanto por la luz de sus faros como por la de Roberto, camarógrafo del canal local que registra todo, y Marina, una de las guardavidas del balneario organizador, va de pie en la caja, cargando con un globo luminoso gigante sobre la espalda, mochila con batería mediante.

–¡Vamos, vamos, vamos! Respirá por la boca, respirá en tres tiempos, ¡vamos chicos! –arenga Marina.

Ahora es un hilo naranja, porque la distancia abre algunas brechas entre remeras. Como luciérnagas brillan algunas zapatillas, algunas lucecitas de correr, algunos juguetes fluorescentes que en vez de recalar en discotecas o en manos infantiles cayeron como vincha, como collar o pulsera de alguien que, aunque respirar ahora le signifique trabajo, sonríe y levanta los brazos cuando ve una cámara. Allá, pasando el muelle de los pescadores, alguien retribuye los saludos brindando a la distancia con una botella de cerveza al ver pasar cientos de pares de piernas esforzándose.

La noche en la Villa es amplia. Dejando atrás la playa, con su ritmo parejo de pasos y respiraciones ruidosas, dejando atrás el bullicio de la peatonal donde chicas y chicos ya van negociando las tarjetas de los boliches nocturnos, dejando atrás, por así decir, el mundanal ruido de las vacaciones profanas, se llega a un barrio de casas, calles de tierra y árboles. Allí, enclavado, se erige el más o menos reciente santuario de Santiago Apóstol, en honor al santo venerado de Galicia y cuyo camino anima procesiones históricas. Aquí, todavía esos caminos de Santiago no son históricos pero al menos tienen gaitas y recorren, como sucedió durante la tarde, un poco la playa a pie y otro poco la avenida, con el santo ya motorizado sobre la caja de una camioneta. Ahora, bajo las estrellas, la mirada está clavada en el reloj: para medianoche, la parroquia prometió realizar la “quema de la fachada” de la iglesia, el espectáculo de fuegos artificiales que esperan señoras del barrio acomodadas en reposeras en la plaza que se extiende ante el atrio del templo. Recién desde hace un ratito algunas parejas se animan a bailar. Dentro de poco más, ululará la sirena del camión de bomberos, estratégicamente ubicado para la ocasión a un lado de la plaza.

Pero para el show de luces, dice el reloj, falta. Entonces un cantante sigue animando la velada. Aun iglesia adentro, donde se exhibe completo el proyecto que resta (el templo tiene pocos años), se escuchan los sones que alegran el atrio: “...ella tiene un bombón asesino, se sabe un bombón bien latino, es que es un bombón suculento, con ese bombón casamiento...”

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A plena carrera, con las luces flúo de remeras, zapatillas, vinchas y todo lo que ilumine la noche.
Imagen: Guadalupe Lombardo
 
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