SOCIEDAD › LADY ANTONIA FRASER, HISTORIADORA Y NOVELISTA
La visión de una inglesa católica
Militante de derechos humanos, aristócrata por partida doble, investigadora histórica con varios best sellers encima, Fraser tiene además la rara distinción de ser una católica en un país –y sobre todo en una profesión– todavía claramente protestante. Lo que le dio a su obra un ángulo y un matiz especiales. En este diálogo, el oficio del historiador, la necesidad de la militancia, cómo es eso de estar casada con Harold Pinter y el peculiar gusto por las mujeres de la historia que terminaron decapitadas.
Por Andrew Graham-Yooll
–¿Ser una católica inglesa la ayudó a escribir historia y a ver a sus sujetos bajo una luz diferente?
–Pienso que mi religión me fue de una enorme utilidad. Y más importante aun que ser católica fue que soy una conversa, por lo que también conozco el otro lado del mostrador. Mucha gente piensa que porque soy irlandesa nací católica, pero mi padre era protestante y mi madre, unitaria. Mi padre se hizo católico cuando yo tenía ocho años y mi madre cuando yo tenía trece. O sea, al escribir sobre el complot católico de la pólvora, en el siglo XVII, tuve que estudiar cómo era ser católico en esa época de persecuciones. Ser una conversa al catolicismo me ayudó a entender la situación mucho mejor. Creo que mi religión además me sirvió para nunca tomar el catolicismo como algo natural. Pero creo que sería muy difícil escribir sobre la reina María de Escocia si uno no fuera católico, porque de otro modo uno no entiende de qué viene ella. La religión, por caso, no tiene la misma importancia si se escribe sobre María Antonieta.
–¿Qué peso tiene su religión en su vida, a esta edad?
–Es importante. Hay temas que nunca hubiera encarado de no ser católica, como el libro El complot de la pólvora, porque no me hubiera interesado en sus facetas alternativas. Me hubiera contentado con aceptar el mito protestante de la conspiración de unos malos que querían volar con pólvora la muy decente Cámara de Lores del Parlamento. Pero como católica, me interesé en de dónde venían esos hombres y cómo llegaron a actuar de esa manera. Eso, porque me interesé en la versión católica de la historia, en la tradición y los archivos católicos, y creo que el mérito de mis libros es que doy todo el contexto católico, mientras que los autores británicos comenzarían el relato por lo que para mí es la mitad del cuento, la acción, sin su explicación. Como siempre que se trate de terrorismo, hay que empezar por preguntarse por qué. En este país nos asombra que haya personas que se vuelan a sí mismos para matar a otros. En Estados Unidos muchas veces ni se puede preguntar el porqué del 11 de septiembre.
–¿Usted propone que ante un acto terrorista nos preguntemos por qué en lugar de condenarlo? ¿En Inglaterra realmente se puede preguntar por qué ante algo así?
–En 1996, cuando apareció mi libro El complot de la pólvora, las reseñas hicieron un paralelo con el Ulster, tema que yo tenía muy presente en la época. Los críticos dijeron que me había montado en el tema irlandés. Tuve que salir a aclarar que en toda la obra no había una referencia a Irlanda del Norte: el asunto estaba en la cabeza de los críticos, no en la mía. En diez años se podrá leer mi libro y verlo como un complot fundamentalista. Pero, ¿por qué el IRA pone bombas y vuela edificios y personas? Algunos son criminales comunes, otros son patriotas. Este es el ángulo necesario para entender el conflicto entre Israel y los palestinos, aunque la propaganda nos bloquee ver todos los lados del conflicto. Mi libro trata sobre los principios del terrorismo.
–Usted recibe una vigorosa tradición política de su madre, Lady Longford...
–Y de mi padre, Lord Longford, que fue ministro en un gobierno laborista. Mi madre dejó de ser política cuando yo tenía 18 años. La influencia de mi madre no fue tanto política como por sus campañas por los derechos de la mujer, y por ser una escritora que tenía ocho hijos. Yo me crié asumiendo que eso era lo que tenía que hacer una mujer. Fue un gran modelo... hacía campañas y criaba hijos. Se candidateó al Parlamento en 1942, y otra vez en 1950, cuando yo tenía 18. Después decidió que no podía mezclar la política con la maternidad, por lo que decidió dedicarse a la escritura. Para entonces yo estaba casada y empezaba a tener mis hijos. Pero en mis campañas fui todavía más influida por mi padre, que parecía que vivía en campaña. Era muy valiente, no temía ser ridiculizado, como lo fue en su campaña por la reforma de las cárceles. Bueno... sí, a nadie le gusta que se burlen, pero él siguió adelante. Mi madre murió en octubre, a los 96 años, en paz después de una vida larga y activa, dándome la mano. Con mi hija Flora creamos el Premio Elizabeth Longford a la biografía histórica, en su memoria y homenaje, con fondos de Peter Soros. El primer premio lo recibió este año Peter Gilmour por su vida de Rudyard Kipling. Es agradable mantener su memoria como biógrafa.
–Usted tuvo sus campañas también, liderando el PEN y a escritores ingleses en general a moverse por los derechos humanos. Recuerdo ir a la embajada polaca con usted, Harold Pinter y Salman Rushdie.
–Salman vino a comer la otra noche y nos acordábamos cuando nos conocimos en una manifestación en apoyo de Solidaridad. También estaba el novelista Angus Wilson, que es un amante de la sátira. Estábamos parados frente a la estatua del mariscal de campo Frederick Sleigh Roberts, que fue comandante en las guerras afgana y sudafricana, y Angus dijo que “Rob el chico debe estar dando vueltas en la tumba de escucharnos gritar contra el general Jaruzelski”. Yo creo firmemente en que hay que manifestarse a los gritos, abiertamente, por las causas en las que uno cree o contra las que uno no cree. Uno tiene que dejar sentado su desacuerdo, su posición. Por supuesto, me queda bien donde vivo, por aquí hay muchas embajadas y las manifestaciones siempre me quedan a pocas cuadras... Solíamos ir mucho a la embajada turca a pedir que liberen a periodistas y escritores detenidos, y pasábamos horas frente a la de Nigeria cuando asesinaron a Ken Saro Wiwa. No voy a decir que disfruto las manifestaciones, pero las causas demandan acciones, por lo que generalmente no falto. No creo que mi posición como escritora sea más importante que la de un bombero, ambos tenemos voces y tenemos que usarlas. Por eso creo que lugares como el PEN, la Sociedad de Autores, los Escritores de Policiales, de los que fui presidente en algún momento, son lugares que tienen la capacidad y deberían manifestarse sobre muchas cuestiones, no sólo escribir.
–Hablando de policiales, ¿todavía escribe los de su detective, Jemima Shore?
–No, ya no. Cuando escribí El complot de la pólvora mis instintos detectivescos quedaron satisfechos, y cuando trabajaba en mi libro sobre María Antonieta tuve tanto trabajo con el francés que no me quedó tiempo para los crímenes. No digo que sea un capítulo cerrado. Si se me ocurre una buena idea... Después de todo, ya tengo ocho escritas, y seis fueron traducidas al castellano. La primera, Quiet as a Nun, tenía una ilustración muy sexy de una monja en la tapa.
–¿No le parece que los escritores, como personas educadas, tienen la obligación de hablar por otros que no tienen voz? ¿Por qué los escritores británicos y europeos no son más comprometidos políticamente?
–Si un escritor quiere dedicarse solamente a sus libros, debería poder hacerlo. Mi difunto tío Anthony Powell, que escribió su A Dance to the Music of Time en doce tomos, siempre decía cuando se le pedía que se uniera a una manifestación que un escritor debe dedicarse sólo a su obra porque a nadie le interesan sus opiniones políticas. Creo que en una sociedad como la nuestra, que no es tiránica, uno tiene derecho a decir eso. Pero yo no pienso eso, por lo que voy a las manifestaciones. Siento que tengo que ayudar a escritores en otros países donde no se puede escribir lo que uno quiere justamente porque yo sí puedo hacerlo y porque puedo ayudar. Eso me llevó a presidir el PEN.
–¿Cuál fue su posición antes la guerra de Irak?
–Estuve totalmente en contra y sigo estándolo. Tony Blair se equivocó al creerse esas tonteras de las armas de destrucción masiva, y ahora no puede escaparle a su responsabilidad. Mi posición fue diferente con la primera guerra de Irak, en 1991, porque aunque yo no estaba muy de acuerdo con la guerra, Irak había invadido Kuwait y eso cambiaba todo. Nos enteramos de que EE.UU. casi había impulsado a los iraquíes a tomar Kuwait, señalizando que no habría represalias, pero como historiadora debo tener en cuenta lo que realmente ocurrió y no los argumentos hipotéticos que siguieron a los hechos. Habiendo protestado por años contra las torturas y asesinatos de Saddam, hay gente que me pregunta cómo puedo estar en contra de que lo derroquen. Es una buena pregunta, pero se olvidan que torturaba y mataba cuando tenía apoyo de Estados Unidos. Siempre fue un torturador, no es una novedad.
–¿En qué temas políticos está ahora?
–Me veo como una estadista retirada. Hice lo mío como escritora, estuve activa cuando tenía cuarenta, cincuenta, que es la edad en la que uno tiene la energía para hacer reales los cambios. Pero ahora tengo setenta y otros se tienen que hacer cargo.
–¿Y en qué está trabajando?
–Me divertí tanto trabajando con María Antonieta, mi último libro, que estoy de vuelta en Versalles, investigando a Luis XIV y sus damas. No es una biografía convencional, sino un retrato de él en función de sus relaciones con mujeres, comenzando por su madre, consorte y regente, Ana de Austria, una mujer de gran carácter, terminando en su nieta Leonore, que él adoraba, y pasando por todas sus amantes. Es un proyecto bastante ambicioso. Lo más cercano en mi obra son Las seis esposas de Enrique VIII.
–En su obra siempre hay una visión de la historia a través de los ojos de mujeres.
–Hay mucho de eso. The Weaker Vessel es sobre las mujeres en Inglaterra en el siglo XVI. Pero cuando me dicen que sólo escribo sobre mujeres, siempre recuerdo que escribí biografías de Oliver Cromwell y Carlos II. En la vida del rey, las mujeres son importantes, pero en la de Cromwell simplemente no existen.
–¿Su María, reina de Escocia fue su primer trabajo de biografía histórica?
–Sí, hace 35 años, y todavía se reedita. Ese sé que se editó en castellano, porque el embajador de España revisó conmigo la traducción. Un hombre encantador.
–Usted va seguido a Francia...
–Acabo de pasar dos meses en Versalles. Harold Pinter, mi marido, la pasó muy bien dando entrevistas a la prensa francesa. Terminó casi de héroe por su oposición dura al apoyo británico a la invasión a Irak. Le Monde le publicó una enorme entrevista, y en Francia te hacen reverencias en la calle cuando tenés ese tipo de prensa. Mientras, yo investigaba en los archivos del castillo y en bibliotecas. Esto es apenas el comienzo, tengo que volver y varias veces. Investigar requiere al principio que cierta gente se entere en qué andás, que acepte tu interés y ayude. Y también hay que visitar los lugares, evaluarlos, llegar a conocer el carácter del sujeto. Ahora puedo volver a Francia por períodos más cortos.
–Usted habla francés, pero ¿les habla a los franceses con sus libros?
–No, de ninguna manera. De hecho, en Francia se escribió muchísimo sobre María Antonieta, siempre con hostilidad. Yo me dirigí deliberadamente a una audiencia de habla inglesa, escribiendo en inglés. Por eso, hay cosas que tuve que explicar que no les interesarían a los franceses, definitivamente no me dirigí a ellos. El libro sobre María Antonieta vendió muy bien en las librerías inglesas de París, lo que me deleita, pero no creo que ande bien en francés. Carl Lagerfeld compró cien ejemplares para regalar. Como estoy investigando en Francia, estoy empezando a pensar en francés pero, como María Antonieta, no soy francesa. Los franceses en general no tienen demasiado respeto por las biografías inglesas. Nuestra producción vende mucho mejor en España, Italia y Alemania. Supongo que me encantaría tener toda mi obra traducida al francés, pero María, reina de Escocia, que la última vez que conté llevaba 19 traducciones, no está en francés. En Francia tienen un punto de vista diferente de la historia, son más filosóficos, más analíticos, menos orientados al detalle biográfico. No lo digo como una crítica.
–Las biografías son el gran producto literario inglés de las últimas décadas. Pero parece haber una intención de sacarles la dimensión política a los biografados. ¿Usted piensa en sus personajes en términos políticos?
–Andrew Roberts, el distinguido historiador inglés, al comentar mi María Antonieta, se preguntó qué era lo que pasaba con esta Antonia Frazer, que tanto le interesa la decapitación de mujeres. Y destacaba cuántos de mis personajes terminaron con la cabeza cortada: María, reina de Escocia, dos de las reinas de Enrique VIII, María Antonieta. Le contesté con ingenio que era porque en la historia, cuando la mujer asoma la cabeza, enseguida se la quieren cortar. Más seriamente, con los años me doy cuenta de que lo que realmente me interesa es investigar la realidad de personas que terminaron rodeadas por un mito, como Oliver Cromwell. Esto incluye determinar cuánto del mito es verdadero. Y éste es el caso en particular con sujetos como María Antonieta, que tiene dos mitos, el hagiográfico, de la reina santa, y la leyenda negra de que era una Jezabel. Se trata de la verdad, y ahora estoy tratando de ver cuánto hay de verdad en las relaciones de Luis XIV con sus mujeres y cómo ellas influyeron en sus decisiones políticas. Todavía no sé la respuesta, planeo terminar mi investigación en cuatro años.
–¿Eso piensa dedicarle al libro, cuatro años?
–Estoy a mitad del primer año, y voy a pasar el próximo investigando. Luego me pongo a escribir, por lo que, sí, creo que serán cuatro años.
–¿Su obra es una identificación con la causa de las mujeres?
–Hay dos cosas, para mí y para todos los escritores, probablemente: cómo me ve el público, y cómo me veo yo. Pienso que el problema de identificarse con las causas de tus sujetos, de decir que María de Escocia era buena porque era una mujer como yo, es que invita a la pregunta: ¿quién puede entonces escribir sobre Stalin? Y sin embargo acabo de leer un excelente libro sobre Stalin y su corte, de Simon Sebag Montefiore. Nadie en su sano juicio puede decir que el querido Sebag se identifique con Stalin de ninguna manera. La identificación está en el ojo del público. Tuve mucha suerte en 1969, cuando la gente unió autor y tema al publicarse María, reina de Escocia, porque lo transformó en un best seller. Pero luego publiqué Cromwell y también fue un best seller, aunque no podía haber identificación. Si se piensa en María Antonieta, no hay manera de que alguien vea ni un rasgo de carácter que tengamos en común. Y sin embargo, es posible la empatía.