SOCIEDAD
Musa Azar, modelo ‘75
Un tremendo testimonio sobre los antecedentes del sangriento comisario de Santiago del Estero: una docente cuenta cómo la secuestró en 1975 y la torturó salvajemente, “igual que a Patricia Villalba”. Detenida-desaparecida hasta 1981, Cristina Torres explica que la dictadura en su provincia todavía no terminó.
Por Alejandra Dandan
Antes, durante y después de implantada la dictadura, Santiago del Estero soportó el terrorismo de Estado. Cristina Torres fue una de las primeras víctimas de las tropas policiales del juarismo. Una banda de seis policías se la llevó de su casa el 31 de enero de 1975, cuando comenzaron sus siete años de secuestro y detención. El operativo estaba dirigido por un joven suboficial que desde hacía tres años trabajaba en el Departamento de Informaciones policial. En un solo mes la llamada SIDE provincial había producido cincuenta secuestros y detenciones por razones políticas. Pero los detenidos no sólo eran rehenes políticos, eran la llave de ascenso de aquel oficial: ese 31 de enero, Musa Azar fue premiado con el cargo de jefe de la Superintendencia de Seguridad con grado de comisario. Cristina, que forma parte de la Asociación de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos de Santiago, contó a Página/12 el recorrido que la puso en manos del hombre acusado ahora de instigar el doble crimen de La Dársena, que el martes será denunciado formalmente por la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación por crímenes de lesa humanidad.
Pasaron más de 28 años desde el día del secuestro y otros veinte desde la finalización oficial de la dictadura, pero aún en Santiago existe la sensación de persistencia del régimen. Ni Cristina ni buena parte de las víctimas o familiares de los secuestrados y desaparecidos antes y durante la dictadura, han conseguido hablar sin dificultades sobre su historia. Sólo ahora empiezan a aparecer algunas de sus voces. Entre ellas, la de familiares y víctimas que el martes pasado caminaron hasta el bunker judicial del doble crimen de La Dársena, para pedir una investigación sobre el zoológico de Musa Azar, donde aparecieron restos de huesos.
La entrevista a Cristina se inscribe en ese contexto. Su historia instala a Musa Azar en el escenario desde donde el ex jefe del aparato de inteligencia y represión del juarismo construyó una de las organizaciones parapoliciales más sangrientas y duraderas.
Cristina tiene dos hijos, es bibliotecaria y docente, pero desde hace exactamente ocho años está sin trabajo. No es juarista y no quiso afiliarse, aunque sabía que era la única alternativa para conseguir un empleo. Ahora sobrevive con la ayuda de sus padres, tratando de mantener, dice, la resistencia a este sistema. “A mí me ha costado prácticamente casi la vida y la de mi familia entera –dice–, diezmada no por desapariciones sino echadas del laburo, excluidas de muchas partes.” Todavía ahora sus padres sienten miedo cuando la escuchan hablar del cautiverio, la misma sensación de pánico. “Ya son grandes –dice ella– y después de mi detención tuvieron como diez allanamientos, persecuciones.” Durante años les daban vuelta toda la casa, incluso después de 1983, cuando ella empezaba con las denuncias. “Robos, robos y robos: hasta diez o doce robos les hicieron, en los que se llevaron hasta las almohadas.”
Esa sensación de presión ahora se está aflojando, pero para los ex detenidos políticos, La Dársena parece un símbolo de lo que todavía sigue pasando. “Porque ese terrorismo de Estado se continuó. Con las imágenes de las chicas empecé otra vez con las pesadillas, con la sensación de que todo se me remonta.” Durante el encierro “yo vi torturados con marcas muy similares a las que han dejado en el cuerpo de Patricia: vivos medios muertos, digamos”.
Para enero de 1975, Cristina era parte del centro de estudiantes de Sociología de la Universidad de Santiago, trabajaba, daba clases y era hija de uno de los militantes del justicialismo de la línea opositora a Juárez. Estos últimos días, uno de los arrepentidos del caso La Dársena le detalló a la jueza María del Carmen Bravo algunos de los trabajos de espionaje político, social y policial que le encargaba el ex comisarioMusa Azar durante estos años, con los métodos y la lógica de la persecución y la detención de Cristina.
“Cuando a mí me detuvieron –dice–, Juárez era gobernador y su mujer era ministra.” En ese momento, se estaba por poner en marcha el Operativo Independencia. La oposición política en Santiago era poca, pero allí confluían los que trabajaban contra el gobierno de Juárez y el de Isabel Perón. El 31 de enero, dice Cristina, “ellos entraron a casa con un gran despliegue: con armas, con dos autos comandados por Musa”. Con el ex comisario estaban Tomás Garbi, uno de sus colaboradores más estrechos, y Marino, uno de los guardaespaldas de Juárez. “Mi mamá se puso delante mío para protegerme –explica–, Musa le puso un arma en la boca y le dijo que si no se hacía a un lado le pegaba un tiro.”
La trasladaron en un auto hasta el local de la SIDE provincial, un edificio ubicado sobre la calle Belgrano con sótanos, oficinas, calabozos y salas de torturas. Musa seguía todo el operativo. “Era claro que lo dirigía”, dice Cristina. “La voz de mando era suya: daba órdenes, instrucciones, decía ponela así, sacala allá, ablandala, conmigo y con otros.”
En la Secretaría de Informaciones se hacían las torturas. “No solamente las mías –dice ella–, yo escucho ahí a otros detenidos, especialmente los hombres que eran golpeados brutalmente, escucho los gritos, los golpes e incluso cuando ya no respiran por los submarinos o golpes.” Les pegaban con toallas o algo mojado, dice, se sentía. Además de los golpes, sentían los baldazos de agua que usaban para recuperar a los desvanecidos y se sintió, una noche, los movimientos para llevar al hospital a uno de los detenidos, tal como se dijo del caso La Dársena. “El chico no reaccionaba –explica– y se lo llevaron haciéndolo pasar por uno de los ahogados en el canal.”
El cautiverio de Cristina se extendió desde enero de 1975 hasta fines de 1981 y después estuvo un año vigilada. Durante esos años, la detención pasó por distintos momentos, pero mientras ella estuvo en Santiago Musa continuaba al frente de los secuestros. No era un tipo tan sagaz, dice, en los interrogatorios. Pedía nombres, la hundía en un balde de agua y la dejó sin dormir durante tres días clavándole una luz en los ojos. “Como nos va a dar mucho trabajo –decía Musa– vamos a ponerla en ablande.” El “ablande” fueron veinte días en un calabozo donde recibió hasta la visita de un juez local que pedía información en tonos más relajados.
Con el golpe se endurecieron las torturas. Un grupo de tareas volvió a secuestrarla, esta vez de su propio cautiverio en la cárcel de mujeres, para llevarla a la SIDE. La torturaron con picana, la vendaron, la ataron de pies y manos sobre una chapa o una mesa de chapa, como en la que estuvo hace unos meses Patricia Villalba. “En ese momento también el juez miró para otro lado”, dice Cristina. “En ese momento le dije que quería hacer una denuncia por apremios y por la gente que había visto secuestrada en ese lugar.” El juez la escuchó, le pidió que lo espere en otra oficina pero nunca volvió.
En ese entonces, Musa ya tenía las características más conocidas. Así como hace nueve meses escuchaba y recibía al padre de Leyla Bhsier, lo mismo hacía con los padres de Cristina: “‘Vení Torres’, le decía a mi papá, sentate un rato conmigo”. Tenía “un discurso campechano, de vecino, con esa capacidad de envolver, tipo víbora yarará”.
Víbora yarará, tal vez una de las especies que faltan en ese siniestro zoológico que conserva aún cerca de la capital de Santiago.