SOCIEDAD › MADRID, ENTRE CHAPARRONES Y SOL, DISFRUTO DE LA BODA REAL
Llovió pero igual se hizo la gran función
Con toda la pompa, invitados de la realeza, la política y el periodismo, poca gente en la calle y muchísima frente al televisor, Letizia y Felipe se casaron ayer bajo un impresionante despliegue de seguridad. Hubo una recepción, cortejo y fiesta de gala a la noche, y ni Nelson Mandela se perdió el show que paralizó al país.
Por Rodrigo Fresán
Página/12,en España
Si la vida es un río que fluye, entonces la boda es una vida entera y concentrada en una sola jornada desbordante de corrientes, calambres, olas y ahogos. Y si la boda en cuestión pertenece al tipo real-boda-principesca, entonces ya no se trata de un río que fluye, sino de un torrencial tsunami que todo lo arrasa y todo lo arrastra.
Porque desde el 1° de noviembre pasado cuando la Casa Real oficializó el compromiso y se anunciaron nupcias en tiempo récord, luego de años de la plebe y el periodismo atormentando a Felipe con que tenía que sentar cabeza y calzar anillo para, enseguida, martirizar a toda chica que se le acercara. En esta ocasión fue diferente: Felipe revolucionó el modus operandi y oficializó la relación antes de que le estropearan otra vez la cosa con encuestas, polémicas, tribunas públicas y cabildeos como ocurrió con su affaire con la modelo noruega de ropa interior y religión protestante Eva Sannum. “Esta es mi novia y me caso”, dijo el príncipe, apenas después de cuatro meses de intenso y escondido noviazgo, y al que no le guste, lo siento mucho. Y están los que aseguran –una de las tantísimas leyendas urbanas y palaciegas que circulan– que ante el desconcierto inicial de sus padres, Felipe advirtió que si le arruinaban esto, “lo dejo todo”. Pero parece que no hizo falta y así –en una editorial del irreverente semanario El Jueves– el cronista Ramón de España ironizó: “Lo cierto es que nuestros Borbones se lo han montado muy bien. El Rey es un tipo campechano, que va por ahí contando chistes y dando palmadas en el lomo. La Reina se traga las óperas más inaguantablemente largas sin perder la sonrisa. Las infantas se casan con tipos que no molestan. Y ahora el Príncipe, para demostrar que a progre no le gana nadie, va y se nos casa con una divorciada, que encima está como un tren”.
Se dice de ella
Desde aquel noviembre, en España no se habló de otra cosa. Hubieron, sí, cosas que dejaron sin palabras a muchos y por muchos motivos diferentes: las bombas en Madrid, el vuelco electoral, la salida de Irak, el derrumbe del Real Madrid, lo que sea y lo que venga y lo que, finalmente, se va. Pero la teoría y práctica de la magna boda han ocupado casi siete meses de inmersión total, sin frenos ni anestesia, donde todo lo que era digno de ser comunicado sobre la pareja era, sí, todo. Y ese todo en un constante ida y vuelta entre el delicado periodismo rosa hasta rozar –hasta donde se puede, porque no se puede mucho, porque quién va a ser tan tonto como para ponerse en contra a la futura reina de España– el periodismo amarillo pastel. Así es como, hoy por hoy, uno sabe más acerca de la vida de la asturiana de treinta y un años de edad Letizia Ortiz Rocasolano (Letizia con z, por voluntad de un empleado del registro civil de ortografía italiana, errata que la ya princesa ha defendido siempre como rasgo de distinción, de diferencia), que de la vida de su propia esposa. ¿Y qué se sabe de esta mujer? Se sabe mucho y se sabe lo justo al mismo tiempo. Jaime Peñafiel –protocolólogo local y especialista en cortes y cortesías, cabeza periodística del fundamentalismo monárquico, una mezcla del profesr Higgins de My Fair Lady con el más viperino Truman Capote, detractor número uno de la futura reina– señala una y otra vez, con un rictus de amargura, que Letizia es “una mujer con pasado”. Léase y entiéndase: Letizia es divorciada, breve matrimonio con quien fuera su profesor de literatura; sus padres, ay, se separaron al día siguiente del matrimonio de la hija; el padre volvió a casarse y parece que las dos familias, los Ortiz y los Rocasolano, no se hablan. Y –según Peñafiel–Letizia no hace las reverencias cuando corresponde y “tal vez me equivoque, pero me temo que será un matrimonio complicado”. Son muchos –amigos maestros, compañeros de trabajo– quienes han hablado midiendo el impacto de cada palabra, calculando hasta el milímetro lo que se dice o lo que se sugiere: “Es muy trabajadora y ambiciosa y perfeccionista”, “alumna inquieta, de esas que le discuten al maestro”, “competitiva en el mejor sentido de la palabra”, “difícil de integrar al trabajo en equipo”, “sabe a la perfección lo que quiere”, “tiene una enorme habilidad para sintetizar” y –no digas– “es muy buena para relacionarse”. Un audaz se juega y asegura que “si la pareja no funciona, no dudará en separarse”. Se sabe también que empezó en el periodismo escrito pero, descendiente de un linaje de periodistas, le interesaba lo audiovisual y arrancó en el canal Bloomberg, de ahí a la CNN y de ahí a Televisión Española porque –como le explicó a su jefe en el canal internacional de noticias– quería tener “una mayor exposición”, pasar a televisión abierta y “ser vista por más gente”. Una noche la vio el príncipe Felipe (quien, confesó, de no verse obligado a ser rey le hubiera gustado ser periodista), y el resto ya es Historia. Y ahora mismo, esta mañana de sábado, blanca y radiante va la novia del palacio a la catedral, deseo concedido y final de cuento de hadas: Letizia, te están viendo millones de personas.
Estado de boda
Del Príncipe Felipe hay poco nada que agregar: Felipe siempre estuvo allí, incluso desde antes de haber nacido. Felipe es realeza real. Sangre azul auténtica de estas monarquías que, casi vampíricamente, ahora buscan sangre plebeya con título universitario (ahí están las recientes e irreales, para Peñafiel & Co., Mette-Marit de Noruega, Máxima de Holanda y Mary de Dinamarca; y no olvidar que en generaciones anteriores hubieron azafatas de avión y costureras) para renovar genética y glamour. Se habla, sí, de “monarquías modernas” –oxímoron si alguna vez lo hubo; “moderna es la democracia” ironizó un amigo mío de sangre aristócrata– pero, también, de revisitar el siempre potente cuento/lotería sentimental de Cenicienta ideal a la hora de apuntalar apenas remodelando viejos valores vigentes en el inconsciente colectivo europeo. Sí: los políticos de esta Europa cada vez más grande pasan veloces y raramente resultan atractivos; y días atrás se leía en un diario español que “la crisis de legitimidad que sufre el mundo de la política, junto a la integración europea” hacen que los ciudadanos perciban al poder como algo abstracto. Las familias reales, en cambio, son muy figurativas y, sí, reales. Y es así como –estadísticamente– el nuevo Este europeo sueña ahora con el retorno al redil de las dinastías en el exilio para hacerse cargo de los tronos vacíos. Y este modelo español viene bien: monarquía constitucional, lo mejor de ambos mundos, parece. Y el bodorrio ibérico entre la presentadora de televisión y el Príncipe no ha conseguido otra cosa que demostrar la potencia del invento: una boda de Estado que muta a un estado de boda donde esto y sólo esto es lo único que importa. Y el jueves por la noche, durante ese aburridísimo y largo besamanos, la noticia de que ya no quedaba soldado español en Irak corría de derecha a izquierda de la pantalla del televisor y a los pies de tantas majestades: letras que pasaban rápido y de puntillas para no importunar demasiado con semejantes minucias y lo hablamos el lunes, ¿sí? En cualquier caso, volvieron todas las tropas una semana antes de lo inicialmente anunciado. Tal vez el Rey pidió que aceleren el trámite. Por las dudas. No fuera a ser que la realidad le jugara una mala pasada a la realeza.
Y así el sábado por la mañana, el factor cuento de hadas –esta realidad de carne y hueso y sangre azul– se fundió todavía más con esta verdad virtual casi de píxeles cuando en todos los diarios se publicó a todapágina una aviso donde el ogro Shrek y la princesa Fiona saludaban a los contrayentes españoles y, de paso, comunicaban que lo suyo se estrenaría en los cines de toda España el próximo 30 de junio. Allí estaremos.
La fiesta inolvidable
Lástima que llueva. Porque, por una vez, los oráculos meteorólogos, estuvieron en lo cierto; y los científicos de la superstición culparon a la novia: se olvidó de llevarle los tradicionales huevos a las monjas clarisas. Y así, en el momento exacto en que la novia tenía que recorrer los 160 metros que van del palacio a la catedral, se desató uno de esos chaparrones primaverales. “Novia mojada, novia embarazada”, sentenció Peñafiel y Letizia llegó adentro de un auto mientras los periodistas ubicados en la entrada la pasaban mal para conseguir detalles del vestido que –después de aquel otro rojo y espectacular, en otra boda, días atrás en Dinamarca– resultó casi anticlimático. La ceremonia es ceremoniosa y, digámoslo, muy aburrida: hace mucho que la religión no goza de los efectos especiales del Viejo Testamento y de los Evangelios. La misa es larga y no respeta los tiempos televisivos. Mucha luz y mucha cámara para tan poca acción. Lo mejor es la música; y cómo es posible que todos los cardenales tengan el mismo acento, esa misma voz de hipnotizadores, en todo el mundo y en todas las catedrales, ¿eh? La salida de los invitados es lentísima: sigue lloviendo, nadie quiere mojarse. Charles de Inglaterra –de quien ya se dice que se casará con Camilla el próximo septiembre– agarra paraguas y cruza caminando sin problemas y, claro, si alguien está acostumbrado a tiempos tormentosos es él. Los autos van y vienen cargando y descargando de la catedral al palacio. Y hay algo de surrealista en todo esto, algo que recuerda a ciertas películas de Buñuel.
Y sigue lloviendo. Y es como si ahora, sin prisa, pero sin pausa, esa misma lluvia que cae sobre el pueblo empezara ya a llevarse hacia el pasado todo lo conversado, discutido o teorizado durante los últimos siete meses. Llueve fuerte y pesado mientras las diferentes agrupaciones antiboda que organizaron diferentes actos de protesta y fiestas alternativas contra este “apareamiento de parásitos”, seguro, saltaban de felicidad mojada al grito de “¡Dios es republicano!” y aquí va uno de esos inevitables chistes de moda por aquí: “¿Sabes en qué se parece Letizia a una abeja? Letizia es de clase obrera, se va a casar con un zángano, y puede que llegue a ser Reina”. Ya no más hablar de si Letizia es “realmente católica; porque después de todo se había casado nada más por lo civil” o si es “consciente de las responsabilidades que asume” y de cómo deberá “cambiar su naturaleza vehemente”. O de cómo será el vestido. O de lo que se va a comer y que acabó congeniando a lo tradicional (el restaurante Jockey) con lo nouvelle vasco (el restaurante Arzak) con el by-design catalán (el restaurante El Bulli). O de quién no va a venir y quién no fue invitado y, al final, entre los 1400 asistentes, muchos regios y más bien pocos presidentes. O de los 5000 periodistas que van a diseccionar el evento. O del casi millón y medio de flores que se pusieron y del bosque metafórico que se plantó junto a la estación de Atocha recordando los muertos en los trenes de marzo. O de la histeria de los últimos días en una Madrid reconvertida en parque temático, con calles cerradas y avenidas bloqueadas por los que se bajaban de los autos a fotografiar los monumentos iluminados con colores kitsch, mientras otros sufrían lipotimias y ataques de ansiedad al comprender que nunca llegarían a tiempo a sus casas para ver el final de la copa de la UEFA. O de los “al menos veinte millones de euros de los cuales seis se van en seguridad” que cuesta todo esto, y que salen en su mayoría de las arcas públicas; y que “es un despropósito” o “la mejor publicidad posible para Madrid y España” y que, apuntan sociólogos y psicólogos, sirve de catarsis para “recuperarla sonrisa de ciudad abierta que borraron los terroristas”. Todo eso, sí, se va ahora arrastrado por el agua hacia las alcantarillas de la Historia donde vigilan las cuadrillas de policías subterráneos con ganas de que todo esto se acaba porque, después de todo, es sábado, joder.