Viernes, 20 de enero de 2006 | Hoy
Página/12 acompañó el itinerario de los jóvenes en Mar del Plata. Se inicia en un boliche top de Playa Grande, sigue en una disco y finaliza en la arena, en ruinas o con una buena compañía.
En el pub La Princesa, a las dos de la mañana, los 80 metros cuadrados del local, más la vereda y parte de la calle Bernardo de Irigoyen, en la esquina con Matheu, están llenos de jóvenes que se muestran, se mueven, se rozan, conversan, se recorren con los ojos hasta hacerse una completa radiografía. “Es la previa al dancing, a la fiesta. A veces, lo que pasa acá es el preámbulo de lo bueno o malo que puede venir después. A veces, lo que pasa acá es lo más importante de la noche. ¿Entendés por qué la previa tiene un encanto que no se iguala con nada?” Martina (26) se mueve como la anfitriona y hace las presentaciones, mientras su mirada y su cuerpo en perfecta armonía confirman que si ella es la que conduce, la noche puede ser una magnífica noche. La Princesa es un boliche con historia en la zona de Playa Grande. En los últimos años sus pergaminos se han renovado y aunque nada parece haber cambiado para adaptarse a los tiempos que corren, sigue de moda.
Pasadas las dos, Pepe Gil (44) se retira del local y todo el mundo lo saluda, sin trabas generacionales. “Yo siempre viví acá, a media cuadra. A los diez años pasaba volando en bicicleta, cuando acá enfrente había un local que se llamaba El Rincón de Costa, que era una sanguchería. A los 14 años, cuando ya estaba relacionado con el surf, empecé a venir al boliche, cuando el dueño era un griego de apellido Barcas. Desde hace unos diez años, el nuevo dueño es Marcelo Tapia y todo sigue bien, como siempre. Acá seguimos viniendo todos los que hacemos surf en Playa Grande. Es un lugar tradicional, donde todos nos conocemos, incluso con los pibes que después se van al baile.”
Pepe tiene su local Bird Banda en Almafuerte al 300, donde sigue haciendo las tablas de surf más famosas de Mar del Plata, por encargo o en serie. De eso vive desde siempre, afincado en su ciudad natal, de la que sale sólo de vez en cuando para asistir a encuentros o competencias internacionales de surfing. “Nosotros, los surfistas, copamos las mesas y la barra de La Princesa hasta las 12 de la noche o dos de la mañana, después siguen ellos, como debe ser.”
“De aquí se parte para la calle Constitución, a Sobremonte o a Chocolate, o para el lado de la playa, a El Divino, la disco que está entre los balnearios La Caseta y Abracadabra, pero La Princesa es el punto de encuentro y el de partida. Acá te tomás unos tragos, te ponés en tema y las cosas se van encaminando. Este es un lugar de encuentro con nuevos o viejos amigos. En la charla se van armando los grupos por afinidad, se decide cómo sigue y mientras tanto se disfruta”, relata Martina, que presenta a su grupo de amigos. Todos saludan levantando las copas con tragos a base de vodka, caipirinha, ron, fernet.
Hay abrazos, reencuentros, desconocidos que llegan atraídos por el boca en boca, choques de planetas que cambian el rumbo del verano para algunos y también algunos desencuentros. “Es que acá se decide todo. Si te vas bien de acá, terminás bien la noche”, predice Martina, mientras habla de sus viajes por el mundo. Barcelona, Londres, Escocia. Todos la siguen con atención porque están seguros de que ella no los va a defraudar.
En El Divino, la fiesta de música electrónica se empieza a poner buena cerca de las tres y media de la mañana, con lluvia o sin ella. Miriam, Carolina, Analía, Josefina, Julieta y Agostina llegaron a Mar del Plata procedentes de San Miguel de Tucumán. Ellas bailan solas, pero pretenden más. “Por supuesto, estamos abiertas al romance, al baile, al sexo. Todo depende de con quien y de cómo. Lo importante es que haya buena onda, buenos modales, alegría. El verano es propicio para los romances y nosotras estamos hechas para ser queridas.” El discurso de Julieta tiene toques de audacia y retrocesos tácticos, según los movimientos del aspirante.
Las promotoras del vino espumante Frizze, encabezadas por Melisa y Florencia, ofrecen pequeños tragos y todos los chicos quieren degustarlos. Ajenos al mundo, enajenados por la música que los moviliza, Juan y Flavia Rabaudi, del barrio porteño de Palermo, se entregan a la danza y no les pesa ser hermanos. “Si la música es buena y si ella baila bien, no es tan aburrido bailar con la hermana. Además, si te vendés bien, eso abre otras puertas”, afirma Juan y guiña un ojo, canchero. Con el correr de las horas la atmósfera se vuelve pesada, demoledora y la música guía a todos como si el DJ fuera el Sai Baba.
“A veces, en una noche, gastás fortunas, cien pesos o más, depende cuál sea tu consumo. Algunos cargamos alcohol, otros funcionan con otras sustancias más fuertes. Todos terminamos destrozados, a las 9 o 10 de la mañana, fulminados en la playa. Es el verano, es la diversión que buscamos. No jodemos a nadie más que a nosotros mismos y a veces ni eso. Está todo bien. A veces hay lujuria en la playa y los viejos salen a bardear contra nosotros, pero quién no lo hizo alguna vez. No pasa nada. Está todo bien.” Daniel y una amiga “del verano” se bambolean y se ríen con ganas, mientras enfilan para las playas del sur, cuando el sol está a punto de asomar en el horizonte. “Todo bien”, repiten mientras se alejan.
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