SOCIEDAD › CUANDO HAY QUE CAMBIAR LAS VACACIONES POR LAS MEDIDAS ECONOMICAS
Los veraneantes de corralito
Tenían todo planeado para ir a Florianópolis, Punta del Este o Viña del Mar, pero el corralito los atrapó. Ahora están en las costas argentinas recordando aguas más cálidas que disfrutaron en los últimos años y enchufados a las noticias. Para los operadores turísticos son una sorpresa: gastan más y se quedan más tiempo que los visitantes usuales.
Por Alejandra Dandan
Deciloooooo, corean a lo Ingalls, ¡estamos booooooomba! Los Pérez son parte obligada de esta película del verano rodada aquí, en la playa de esta nueva patria productiva. Un flashback a lo Hollywood los mostraría hace un año tirados entre jarras de pisco y platos de mariscos en Reñaca. Entre ese saltito al pasado y el tiempo presente, en la vida de los Pérez han pasado cinco presidentes. Estos mendocinos ahora son parte de los argentinos acorralados, esa película actuada involuntariamente por unos cientos de veraneantes obligados a solearse en estas playas donde lo más exótico suele ser el puñado de dólares con los que algunos de ellos todavía pagan. Esta nueva tribu de visitantes de verano está desconcertando a los operadores locales de turismo: por un lado, les falta gente; por el otro tienen un alto porcentaje que viene por primera vez, con más plata y más días para dedicarse a la playa. Página/12 buscó a esa tribu de expulsados, la clase media que pasó sus últimos ocho años en los corredores de Punta del Este, Florianópolis, el Caribe o Viña del Mar, esos territorios a donde llegaron con esa convertibilidad que los ha transformado en clase convertible.
No es difícil encontrarlos y no porque sean demasiados: todos están refugiados en los mejores balnearios. Casi no dan vueltas por el centro ni por el Casino y son algunos de los pocos que andan con algo más de dinero líquido y algunos dólares en los bolsillos donde guardan, de paso, el infaltable kit de tarjetas de colores, incluidas las chequeras. Son los que tienen celulares con equipos de frecuencia de radio y reemplazaron las charlas sobre el tiempo con frondosas discusiones domésticas de economía. Son los que se encuentran sin encontrarse, los que se sienten un poco menos perdidos cuando la caída es colectiva.
Muchos son comerciantes o pequeños empresarios o empleados del sistema financiero, como aquel licenciado en marketing que se ha especializado en riesgo bancario y, en los últimos tres años, en viajes a Málaga y Tenerife entre otros lugares:
–¿Querés que te cuente más? –dice–. ¿Querés saber cuáles son las diez medidas que tiene que tomar Duhalde para salir de todo esto? ¿Para qué te vas a amargar si al otro día en este país cambia todo?
Eso dice desde el fondo de su carpa cuando se ha colocado los lentes de sol para echarse, no a la arena, sino contra una turba de diarios. Ha alquilado una de las carpas de Sea View, uno de los balnearios construidos en estilo esteño, con piletas, saunas, masajes y todas esas cosas que cuando está fuera del país ni siquiera le importan. “En Recife ni siquiera te cobran por la sombrilla, tenés jugos, mulatas y hasta un mar alucinante por dos mangos”, va diciendo Daniela que pasa letra, anunciando que sin esa panza de embarazada de seis meses ni sus hijos que andan por ahí, ya estaría en otra parte.
“Lo que le falta a Mar del Plata, ponelo, es la calidez de los brasileños y un mar menos congelado”, suelta un poco más lejos de la barra de muchachos, uno de los empresarios que deja Brasil después de ocho temporadas. Eduardo O’Keefe pasó todos estos años en Lagoinha, esas playas de “Floria” donde de nada serviría la frecuencia de ese handy que no suelta desde hace unas semanas aunque “sólo me llamaron dos veces, pero lo tengo todo el día conectado”. La falta de llamadas no es alentadora: “No es que no haya movimiento: lo que hay es inercia”, asegura mientras ahora vuelve a pelearse con ese clima de Mar del Plata como quien está proyectando, tal vez, pasarse las próximas temporadas: “Acá tendrían que cambiar muchas cosas: no puede ser que un plato de rabas te cobren diez dólares, en Brasil gastás un tercio de todo esto”.
El señor O’Keefe camina hasta el mirador del balneario mientras a unos kilómetros de ahí el viento va sacando de la playa a una pareja de abogados demasiado acostumbrados a los aires esteños. Los Miure no volvían a Mar del Plata desde.... Ni siquiera se acuerdan. Eran chicos y eso es lo único que recuerdan. Desde hace años repiten el viaje de enero a Punta del Este, primero solos y juntos desde hace cinco.
–¿Qué extraña de Punta del Este?
–Te digo la verdad: si estuviese sola con Gabriel, te diría que extraño la noche, pero con los chicos no extraño nada.
Un crédito hipotecario pendiente estuvo a punto de dejarlos sin verano. Primero cancelaron las reservas en Punta y sondearon precios en Pinamar y Cariló. Al final, con unos amigos alquilaron a medias. El chalet del bosque Peralta Ramos los aloja durante quince días con servicio de mucama y les permite ahorrar algo de dinero, ahora que tienen que andar pensando en esas cosas. “Pero también –cuenta ella– hay una cuestión de solidaridad: yo veo todo tan mal, a la gente tan mal que hasta por eso decidí veranear en mi país.”
El país de las cacerolas y del compre nacional retuvo también a los Pérez, de Mendoza. La historia de su turismo interno comenzó cuando el riesgo país ponía a Argentina entre los mejor rankeados de todo mundo. En ese momento era diciembre y los mendocinos comenzaban a proyectar sus vacaciones. Como todos los años, Elías llamó a Reñaca para reservar hospedaje para su mujer y uno solo de sus dos hijos porque la mayor ahora está casada. Saldrían los primeros días de enero y ahora con la diésel tardarían sólo un rato para atravesar el pase acaracolado hasta Chile y desde allí, andarían solamente un poco más hasta Viña. La diésel no pararía en Viña: “Es algo así como la Bristol”, comentará poco después este hombre con tono de empresario. A los 53, Elías ha logrado montar un negocio de comidas rápidas en Mendoza, Bahía Blanca, Buenos Aires y hasta dentro del territorio puntano de los Saá.
Esa cadena de negocios le permitió conocer buena parte del mundo durante estos años y hacerse escapadas a Chile algunos fines de semana. El periplo de los Pérez siguió como los de buena parte de sus nuevos vecinos de playa. Un día les confiscaron las cuentas, después les anunciaron que sus pesos no eran tan pesos como los dólares y les cambiaron los presidentes: “Ya no van a hacer todo tan populista –explicará Elías meses después–: tomarán medidas sociales porque, lógico, acá hay que pa-ci-fi-car todo para apagar la mecha”. La mecha por ahora sólo se apaga en su mesa y contra un cenicero. Elías está de shopping en Mar del Plata, la ciudad que ha terminado reemplazando a su querida Reñaca. Las razones puras no existen, pero en el combinado, gana el dólar: “En una palabra –dice–, viniendo acá abarato las vacaciones”.
–Pero, ¿no extraña Reñaca?
–Todo eso es muy bonito –dice–, pero, te digo la verdad, nada que ver con los langostinos de Mar del Plata.
Ni con los saunas, agregará, ni con la estructura de sus balnearios, ni con los servicios de duchas que lo sacan limpito de la playa.
Nota al pie (a pedido de la gente de Mogotes):
–Poné que vengan para acá: la van a pasar bombaaaaaa.