SOCIEDAD › LA MUJER QUE BUSCA ELLA MISMA A LOS TRES ASESINOS DE SU HIJO

“Me cansó que la policía los proteja”

Una madre del Bajo Flores cuyo hijo fue muerto “por error” en la guerra narco se lanzó tras los pasos de los tres acusados. Ayer, otro hijo suyo estuvo a punto de atrapar a uno de ellos.

 Por Cristian Alarcón

Desde el lunes sabía que los asesinos de su hijo se paseaban por Flores. Los habían visto en un restaurante de comida peruana de Cobo y Curapaligüe. Y también en dos hoteles de Once, donde solían dormir. En Escobar, provincia de Buenos Aires, tendrían otro aguantadero. Pero ninguno de estos datos, ni la red de vecinos y amigos que se grabaron las caras de los tres ciudadanos peruanos acusados del crimen sirvió para encontrarlos. Por eso ayer a la mañana, cuando la llamaron para avisarle que uno de los tres sospechosos compraba tranquilamente en la feria boliviana de Camilo Torres y Riestra –con la confianza en la policía quebrada–, sus otros hijos, su ex marido y ella misma los corrieron. La brigada de la 34ª llegó, pero tarde. “La policía cuando quiere puede. El domingo entraron con 450 gendarmes y no se llevaron a los jefes, y cuando nosotros pasamos datos no llegan a nada. Me piden que no hable con la prensa, pero me cansé: la policía los protege”, le dijo ayer a Página/12 Susana Acosta, la mamá del joven asesinado Lucas Gómez, una víctima “por error” de la guerra que sigue golpeando ahora en zonas más céntricas de la ciudad. Aunque no han logrado cruzar la información, los investigadores de la trama narco ya saben que estos asesinos prófugos se apellidan igual que el que murió acribillado en Once el mismo lunes: Calderón.

El 9 de diciembre pasado a la medianoche, Susana Acosta, delegada de la manzana 1 de la villa 1.11.14, vio desde la ventana de su dormitorio, en el primer piso, el brillo de un cuchillo al salir del corazón de su hijo de 20 años. Lucas tomaba una cerveza en Perito Moreno casi Cruz, sobre la vereda, junto a su esposa, su bebé, su hermano Carlos Acosta. Carlos, de 29, también estaba con su mujer y su hijo en un cochecito. Medio mareado por la cerveza que había tomado esa tarde en una fiesta, apenas pudo moverse antes de recibir un botellazo de Quilmes en la cabeza. Había visto cómo los dos primeros le daban a Lucas ocho puñaladas. Eran los hermanos Juan Carlos Calderón, de 30 años, y Gustavo Bonifaz Morales, de 19. Llegados hacía un tiempo desde Perú, se dedicaban a ojos del barrio a la venta de cocaína fraccionada en una pieza pequeña, un pasillo más allá. El tercero fue el que le dio el botellazo a traición. En la manzana le decían “el mulo nuevo”, porque había llegado hacía tres días de Lima. “Uno detrás de otro llegaban los primos, todos supuestamente cargados de droga en la panza”, dice Susana. A ése, al “tercero” de los atacantes, fue a quien ayer le pisó los talones el más chico de los hijos de Susana, Sergio, un muchacho de 22.

Lucas había dejado la escuela a los 14, y pronto hizo rancho aparte con su novia, Zaida. Hacía tres años que trabajaba en una fábrica –Easyglass– esmaltando vidrios. Casi ni conocía a los tres transas peruanos que se le tiraron encima queriendo cobrarse nadie sabe exactamente qué. “Para nosotros, ellos se confundieron, porque esa misma noche nos mandaron un mensajero hasta la guardia del Hospital Piñero”, cuenta Carlos Acosta. “Fue una confusión, hermana. Seguramente que fue una confusión. No conocían a tu hijo. Me parece que era para otra gente. Te mandan disculpas. Pero podemos arreglar con dinero”, le dijo un hombre de acento dulce y amistoso a Susana Acosta, que lo recuerda en una nebulosa de dolor. A las 2.20, le habían dicho que Lucas no se había podido salvar y operaban las heridas en el hígado y el pulmón de Carlos, el “Buri”, con pronóstico reservado. Le ofrecían una indemnización. Aunque le sonara una locura, aunque parecía una broma pesada, Susana supo que era verdad y sólo atinó a levantar el brazo fuerte de madraza bien plantada para asestarle un cachetazo sonoro al maldito que la ofendía de esa manera.

Ha sido difícil para una mujer que vive rodeada de todos los recursos que la violencia pone a disposición de quienes viven en los territorios de los flujos ilegales comportarse como una ciudadana leal al sistema y las leyes. ¿Por qué? Porque la norma en el territorio no es creer en la Justicia. Todo lo contrario. Para eso, el mismo sistema narco que genera la violencia produce su resolución: la contratación privada de justicieros, por ejemplo. Algo que Susana Acosta, convencida como delegada de que es el Estado quien debe intervenir, no prefiere. “Para alguien que vive aquí no sería difícil tomar justicia por mano propia. Con dinero se puede contratar la venganza. Pero me niego a ensuciarme las manos, las de mi familia, correr el peligro de que mis propios hijos terminen presos, porque a estos narcos los protegen”, le dijo entre llantos ayer a este cronista, minutos después de que “El mulo”, como le dice al tercer sospechoso, se escabulló en un pasillo de la manzana 29 de la villa.

De manera por ahora casual, estos transas peruanos aparecen en la misma zona que esta semana se transformó en el escenario de los ajustes de cuentas entre narcos de esa nacionalidad. Mezclados entre miles y miles de inmigrantes de una extraordinaria capacidad de trabajo –desde el comercio informal a la gastronomía más exquisita del continente–, los peruanos que se dedican al negocio de la droga se instalan en los núcleos habitacionales de sus connacionales y aplican la ley del más fuerte allí donde van. No hay demasiados permisos ni perdones en los códigos del territorio narco: una oposición al negocio, cualquier perjuicio para la salud de la red, puede ser motivo de venganza y ajuste. El terror se construye con método: los disparos de los sicarios, hasta ahora, no fallan. “Tenemos gente que nos dice que estos personajes, los Calderón y sus mujeres, duermen en dos lugares del Once. Sobre la avenida Belgrano –donde el martes apareció un hombre con un disparo en la sien en una casa tomada–, ellos tenían un aguantadero, dicen”, cuenta Sergio en la feria que pasado el mediodía comienza a desarmarse.

“El tipo tenía una gorrita de jean, un buzo clarito y una gorrita. Me vio y me reconoció y salió a ochenta por un pasillo del Barrio Rivadavia”, cuenta Sergio mientras vuelve a hacer el camino en “u” por el que corrió durante unos 400 metros al sospechoso de matar a su hermano. El llegó en auto, mientras su madre avisaba al 911. Un hombre de la brigada de la 34ª se lanzó a la persecución, pero el otro corrió tan rápido que les llevaba varios cuerpos cuando logró entrar a la villa. “Lo perseguí hasta donde está la FM Bajo Flores, un poco más allá ya no quise seguir porque ahí se separa en varios pasillos y puede haber gente de ellos que a uno lo reciba. Yo no estaba armado”, dice el pibe de gorrita blanca que no deja de sentirse culpable “por no alcanzar al tipo que mató a Lucas: lo tuve tan cerca...”, se remuerde.

En la fiscalía de Pompeya, que investiga la causa 10.921 en la que los hermanos y “El Mulo” no identificado están imputados por el homicidio de Lucas, no desconfían de la Policía Federal. “Lo que creemos es que como la familia se desesperó y llegaron todos a correrlo al sospechoso fue imposible agarrarlo en esta oportunidad”, le dijo a este diario una fuente judicial. En esa misma fiscalía –a la que por jurisdicción llegan muchos de los hechos violentos de la trama narco– se investigó el homicidio de Moisés Abdala, un joven de la villa que murió de un tiro en la cabeza por una bala perdida que provenía de un enfrentamietno entre narcos. El hombre que está acusado de matarlo surgió de las filas del capo narco del Bajo Flores ahora prófugo, Marco Estrada González, alias “Marcos”. El mismo que, se supuso esta semana, había robado el avión Cessna en Saladillo para huir a Perú.

Al ex soldado de Marcos lo conocen como Peluchín. Tras dejar la banda se independizó e intentó armar, con un arsenal poderoso, su propia empresa en el Barrio Rivadavia. Protagonizó una guerra secundaria por ese territorio con la banda de “Los Soliz” tras la muerte, también “errónea”, de otro chico, Brian Viggiano, investigada por el juez federal Claudio Bonadío. Pero Peluchín cayó preso en La Boca hace unos cinco meses. Aun así, en el barrio varios aseguran que sigue comandando el grupo desde la cárcel y que los tres acusados de matar a Lucas estarían protegidos por ese grupo con oficinas en Once, Balvanera y Abasto, la zona que se acaba de revelar como otro escenario de la guerra narco. Anoche la gente del barrio trataba de saber quiénes habían caído presos en las manzanas 3, 4 y 7, donde habrían allanado y encontrado armas de guerra y droga. “La que cae no es gente de Marcos, es gente de Peluchín, de los renegados de Marcos, los que se abrieron y tienen su propio negocio”, le dijo a este cronista un hombre desde esos pasillos.

La lógica no le alcanza a Susana Acosta para comprender todos estos movimientos de violencia y poder. Fue esta mujer salteña que se atrevió a tomar un terreno cuando la 1.11.14 era un descampado lleno de ranchitos de cartón, la primera que decidió hablar con nombre y apellido de los narcos de su barrio. Ayer estaba por salir para la fiscalía cuando se despesperó porque se le escaparían otra vez. Cuando se comunicó con este diario temblaba. Hacía quince minutos que el sospechoso se había esfumado. Su hijo había estado en peligro. Su confianza se había quebrado. “¿Por qué no hay un grupo importante de policías haciendo la inteligencia necesaria para encontrarlos? ¿Por qué no se han dedicado con seriedad a buscarlos? ¿Por qué somos nosotros, los familiares, los que andamos investigando, preguntando, mostrando la foto de los asesinos a la gente para que nos ayude?”, se preguntaba. “Pienso que es desde más arriba de donde tiene que llegar la ayuda. Del Presidente, de los ministros, alguien tiene que hacer algo para que no me engañen más diciéndome que los buscan cuando es obvio que no”, pide.

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Susana Acosta es la mamá del joven asesinado Lucas Gómez, una víctima “por error” de los narcos.
 
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