Miércoles, 6 de junio de 2007 | Hoy
SOCIEDAD › DOS NUEVAS MUERTES EN LA PELEA DE LAS BANDAS NARCO POR EL CONTROL DE LA ZONA DEL ABASTO
Los sicarios colombianos, cuya presencia en Buenos Aires había revelado Página/12, atacaron de nuevo. Esta vez fue en Villa Urquiza, donde en una fiambrería mataron con una 9 milímetros con silenciador a una pareja peruana sospechada de ser narco. Es la guerra de los pequeños carteles por el control de la zona del Abasto.
Por Cristian Alarcón
La muerte campea en la banda de los Ñaña, y en la ciudad de Buenos Aires. Ahora entró a los fondos de una fiambrería en Villa Urquiza. Lo hicieron dos hombres que procedieron con la técnica de los profesionales.
–¿Están Lissie y Marcos? -–preguntó uno de los dos que bajaron de un Fiat Palio con la seguridad de los que estacionan en terreno conocido.
La mujer que atendía la fiambrería, en pleno Villa Urquiza, les dijo que no estaban. Pero era apenas una cortesía de los asesinos a sueldo que sabían que a esa hora los patrones de la casa descansaban en una pieza de los fondos. Usaron dos pistolas calibre 9 milímetros con silenciadores. La escena, de una violencia extrema, careció del ruido del combate. Probablemente las víctimas hayan estado dormitando, tirados los dos en la cama matrimonial, con un niño mecido por el sueño de los dos, protegidos del frío. Los sicarios, aunque profesionales, tuvieron piedad: no le dispararon aunque el niño ya habla. Fue tan rápida la acción de los matadores que Marcos, un tirador experto, ni siquiera llegó a manotear la 9 que tenía cargada. Dos disparos en la frente a él. Uno en la frente y otro en el pómulo a ella. Y la venganza que ya se cobró cuatro víctimas en las últimas tres semanas como parte de un mismo entuerto entre narcos peruanos, se había cumplido. “Son los mismos colombianos que mataron al Ñaña en el Spinetto. Después les mataron al que lo eliminó, Coqui, un peruano que vivió en Colombia y que trajo a los sicarios. Ahora siguió la cobranza. El que murió se había hecho vendedor por peso (mayorista) y había sido sicario del Ñaña.” Así, sin ambages, lo cuenta la doña, una mujer entrada en años a quien llamaremos La Abuela. La Abuela conoce la trama. La cuenta. La escupe. La dice sin anestesias.
Página/12 narra estas tramas de construcción de poder paralegal en la ciudad hace casi dos años, desde que en octubre de 2005 un grupo de sicarios entró a matar con sus armas largas a la procesión del Señor de los Milagros, el cristo limeño adorado en todo el mundo por los migrantes peruanos. Aquella masacre inauguró una serie de investigaciones sobre cómo se vive en los territorios en los que lo narco comienza a ser la matriz de un modelo de convivencia y negociación permanente con la violencia. Desde septiembre de 2006, una guerra similar, pero completamente distinta en sus motivaciones y protagonista (ver aparte), revela que el mercado se teje y se desteje no sólo en las zonas estigmatizadas como violentas, sino en casi toda la ciudad. La pregunta que los investigadores suelen hacerse cuando hablan del tema es: ¿en qué lugar de la ciudad no se vende ni se compra droga?
Por eso la ubicación del último de los crímenes sorprende pero no tanto. Villa Urquiza. Quesada y Constituyentes. Casas bajas y clima de barrio. La pareja venía de sobrevivir a las duras reglas del mercado minorista en Once, Abasto, Balvanera y Almagro. Habían pasado por el camino soñado por cualquiera que pone el cuerpo en sobrevivir sometido al riesgo de llevar droga encima: comenzar “de abajo” y crecer hasta ser algún día, no el primero, pero por lo menos uno de los que manejan la “venta al peso”, la ganancia más grande en la distribución local. Ella fue conocida en el Copacabana, un bar sobre la calle Corrientes, en Abasto, que se hizo famoso y terminó cerrando por las muertas que se sucedían tras peleas matreras de cuchilladas y puntazos. “Papeleaba, como varias que andábamos por la zona”, cuenta La Abuela. “Y de repente se juntó con este muchacho, que trabajaba para el Ñaña, era su sicario”, completa.
Shirley se había hecho llamar de muchas otras maneras en los últimos diez años; ésa había sido una de las estrategias para despistar, para dejar de ser una para pasar a figurar como otra: Charo, Teresa, Lissie, por ejemplo. Tenía dos hijos en Perú, que viven con un ex marido que se los retaceaba cada vez que ella no podía enviar el giro con los dólares a tiempo. “Es así, las mujeres se vienen sin los hijos y quedan trabajando para ellos, pagando toda la vida por escucharlos un rato por teléfono. Ella se deprimía a veces porque él no los dejaba contestar, pero aguantaba. Era una buena persona. No era de traicionar, en el barrio la querían por tranquila, por no molestar a nadie”, dice la señora. Y él: él se hacía llamar Marcos, igual que el líder narco del Bajo Flores, Marcos Estrada González, prófugo desde que el domingo 13 de mayo el juez Jorge Ballesteros no pudo encontrarlo en los allanamientos masivos a la villa 1.11.14. Claro que su figura de próspero sicario devenido en mayorista no se podía comparar a la del peruano que supo dominar el Bajo durante los últimos siete años con una mezcla de inteligencia, terror y demagogia. “Este otro Marcos, que nada que ver con el de la 1.11.14, debía varias vidas por haber sido el que cumplía las sentencias del Ñaña”, dice la fuente.
El crimen del lunes remite al del Ñaña. De 27 años, sus pasos como transa en la ciudad comenzaron hace seis años. Era un chico cuando a los 19 pasó, junto a un tío que hasta caer preso comandó al grupo, de descuidista y ladrón a vendedor de papeles en una esquina. Su nombre: Juan Mayuha Calderón. Logró “batutear” el negocio en la zona que va de la avenida Corrientes hacia el Abasto y sus alrededores. Dicen que se expandía, que su capacidad de someter y eliminar eran incomparables. Las historias que lo convierten en un malvado van del homicidio liso y llano a la golpiza en plena calle. “Lo he visto pegarle a una mujer hasta bajarle los dientes porque se le había metido en su zona. Así la cuidaba. Nadie podía vender en sus esquinas, eran suyas, de su familia, de sus vendedores, de nadie más”, le contó a este cronista un hombre de la comunidad que supo compartir cervezas con el capo. Los Ñañas, el tío y tres sobrinos, llegaron a manejar 15 soldados y unos cuarenta vendedores. “Dicen que lo mataron con seis balazos. Uno por cada uno de los cinco muertos que tenía encima, y otro –-el sexto– para él”, cuenta el que lo conoció.
Las calles prohibidas para los atrevidos sin banda, sin jefe, sin más que el propio riesgo y capital para navegar los agitados mares de la ilegalidad, eran a saber: Carlos Calvo, Estados Unidos, Pichincha, Independencia, Urquiza, Alsina, Belgrano. Allí se hacía sentir el peso de los Ñañas también. Así fue que se produjeron dos muertes que trajeron vueltos como los de ahora: la de los hermanos Rojas Palacios, conocidos como los Nanas, una versión menos poderosa de los Ñañas. Los Nanas habían conseguido manejar cierta zona de Palermo desde una clínica tomada, el sanatorio Del Valle, en avenida Córdoba al 3600. Hasta que cuatro sicarios le dieron siete tiros a Segundo Rojas Palacios, de unos 50, cuando se paró a orinar en un árbol, medio borracho, la madrugada del 13 de septiembre de 2006. El crimen, ruidoso y sin sutilezas fue justo frente a una casa tomada en la que vivían decenas de peruanos dedicados a trabajos legales que declararon ante la justicia. Varios coincidieron en que el auto que se alejó por Estados Unidos era de marca japonesa. Los investigadores creen que se trata del mismo coche que tenían Shirley y Marco, la pareja asesinada el lunes. No solo por eso sino porque la víctima habría sido uno de los que mató a Segundo.
Pasaron dos meses y le llegó el turno al hermano de Segundo, Angel Rojas Palacios. Le metieron un tiro en la cabeza y le robaron un maletín durante la mañana del 9 de noviembre en Salguero y Cabrera. Los sicarios iban en moto. Desde entonces, las voluntades para eliminar a los Ñañas se sumaron. A los crímenes de los Rojas Palacios se les sumaron los anteriores. “El había matado a cinco. Pero algunos importantes. Por ejemplo a una pareja en el restaurante Las Tinajas. El que vino de Colombia a buscarlo con los cinco soldados es el hijo del hombre muerto en ese fusilamiento. Y otro de los que se sumó es el hermano de una mujer embarazada”, le contó a Página/12 el muchacho que conoce la historia de cerca. La historia de la mujer embarazada se puede chequear. Se trata de una de las primeras mujeres que supo “batutear” una casa tomada en Abasto. Le decían La Pescadita. Y en la comunidad se le dice batutear, una palabra musical para definir que se controla una zona. La chica, dicen que joven y bonita, comenzó como socia del Ñaña. Pero pronto pasó a ser su enemiga. Su prosperidad fue intolerable para el capo. “En este negocio a veces cuando a alguien le va mal es mejor. El mismo Ñaña era capaz de ayudar a alguien que andaba en las malas. Pero en cuanto surges y te vas para arriba, eso es todo lo contrario. Viene la enemistad, la codicia, la envidia”, describe la mujer que no parece temerle a las balas sentada en un restaurante que sirve ceviche del bueno y la más popular y deseada de las gaseosas peruanas, la Inca Cola.
Al Ñaña lo mataron el 13 de mayo pasado en la esquina de Pichincha y Alsina, frente al Spinetto. No se la esperaba, dice La Abuela. Lo agarraron borracho saliendo de un bar. Los sicarios, dice ella también, eran dos, uno de ellos colombiano, el otro un peruano que vivió mucho tiempo en Colombia. Pero pasaron dos días y el 15 de mayo los Ñañas devolvieron el golpe. El hombre al que le dieron un tiro en la cabeza cuando dormía en su pieza de hotel, en la avenida Belgrano al 2800, sería justamente uno de esos dos matadores: el peruano que vivió en Colombia. “Lo conocen como Coqui, vino con los sicarios para vengarse porque le habían matado a dos seres queridos”, cuenta la fuente a este diario.
El hombre al que Página/12 entrevistó tras ese fusilamiento en su momento ignoraba quién era ese muerto reciente. Todos lo ignoraban, menos los sicarios. El hombre solo dijo que los asesinos habían sido contratados para vengar cinco muertes. Y dio los nombres de los que restaban en la lista. Entre ellos figura un tal Renzo, otro de los acusados de matar, pero esta vez a los Rojas Palacios. Entonces la trama se pone tan compleja, que ya es imposible seguirle el hijo a las alianzas y los enfrentamientos. Los investigadores reconocían ayer que encontraban relaciones entre los crímenes. Teléfonos celulares, el calibre de las armas, los coches, los apodos, los viejos crímenes que se pagan tanto tiempo después. En el expediente del homicidio de uno de los Rojas Palacios aparece como sospechoso el hombre acribillado ayer.
A pesar de la increíble red entre hechos violentos, la Justicia no parece estar en el mismo cruce de datos que las fuerzas federales –por órdenes superiores– ahora se empeñan en hacer, según perjuran. El mercado ilegal se reestructura a una velocidad superior. Los cimbronazos que sufren las organizaciones familiares, el permanente bregar de los vendedores más pequeños que pelean palmo a palmo la clientela para sobrevivir, los que estratégicamente se unen para fortalecerse o se divorcian para diversificarse, el en extremo vital ritmo de la ilegalidad, dará nuevas escenas impensadas. El narcotráfico entró a la ciudad. La noticia ya no sorprende a nadie.
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