SOCIEDAD

Ultimas impresiones del desastre

 Por Federico Kukso
desde Pisco

El Hércules de la fuerza aérea peruana se levanta con su sonido de desastre natural, y trato de poner en orden mis últimas ideas. Viajé en un Hércules de la fuerza aérea peruana con un muerto y un casi muerto al lado, que parece que me miran a los ojos.

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Y esa mirada muerta me devuelve a Pisco, y las escenas se superponen en la memoria y la mirada.

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Pisco, el casi inexistente Pisco de hoy, donde uno de los actores de la tragedia es el rumor: se esparce como una víbora de mil cabezas, y la gente se mueve siguiéndolo de un lado a otro. Porque a cinco días del terremoto que zarandeó a Perú, la supervivencia depende de dos factores: saber dónde están la comida y el agua y tener paciencia. Pero el caos informativo desespera a la gente.

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Un equipo de camionetas se moviliza por el interior de las calles angostas tratando de llevar la ayuda a los puntos más alejados.

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En el distrito Tupac Amaru hay un monte con un Cristo Redentor. A sus pies, en la plaza se reparten los insumos. Hay un hombre con aspecto de reverendo evangélico hablando, pero nadie lo escucha.

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Los mototaxis dan vueltas por todos lados. Son coloridos y tienen etiquetas graciosas como “Dios te ama y yo también”. La gente vive en las calles literalmente, con sus sillones, camas, mesitas de luz y come sólo frutas.

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El precio del agua aumentó en un solo día de 10 a 20 soles.

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El estadio de fútbol es otro de los puntos de reparto de víveres. Las gradas están resquebrajadas como si hubieran colapsado por el peso de los hinchas.

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En las casas semidestruidas se ven carteles escritos en tiza “Riesgo”. “PnP policía nacional del Perú”.

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Los tractores amarillos despejan las calles angostas de la ciudad

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“Yo quiero a Pisco, ¿y tú?”, se lee sobre un edificio rajado en una esquina de la plaza de armas en cuyo centro está emplazada una estatua de San Martín donada por Perón. En la base de esta estatua se acumulan los restos de la iglesia: una Virgen María, un santo patrono local y una cruz medio ensangrentada que están limpiando.

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Una de las colas más largas es la de distribución de pastillas potabilizadoras de agua.

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Quedaron muy pocos lugares intactos y aun allí los postes de electricidad están completamente torcidos y todo está roto.

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Hay filas caminando y alejándose, pero muchos se quedan al lado de los lugares donde distribuyen comida. No se mueven de ahí y hacen sus necesidades ahí.

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¿Qué espera la gente de Pisco? Seguramente, la reconstrucción. Pero hay que hacer todo de nuevo; y ahora la gente vive al día, atenta al agua que consigue, al pan (los precios de lo que se vende están por las nubes). Está todo paralizado, no hay agua, no hay luz. Hay escapes de gas.

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Y la muerte.

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En la plaza de armas hay carteles con las descripciones de desaparecidos.

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Los cementerios son improvisados y en el aeropuerto se acumulan los insumos que llegan de todos los países del mundo.

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Lo que choca también son los contrastes perceptivos en esta pequeña ciudad pesquera globalizada con marcas extranjeras que parecen no pegar con la tragedia.

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Cementerios, muerte. Sorprende la naturalización de la muerte, la cotidianización. Los muertos se apilan en las calles y la gente pasa al lado como si nada, no se detiene, ni los miran, son invisibles.

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La plaza y el resto de la ciudad es cruzada por personas llevando a hombros ataúdes sin inscripciones.

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Hay gente que no interioriza la muerte de sus familiares porque aún siguen buscándolos. Vagabundean como zombies, recuperan cosas personales, van de un lado a otro tratando de conseguir información sobre los puntos de comida.

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Pero la gente, sin embargo, además de comida reclama ser vista, mirada a los ojos saber que ellos, al ser vistos por los otros, existen, siguen vivos.

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Quizás la mirada resucite a Pisco.

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